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martes, 1 de noviembre de 2016

El cuento de día de muertos: La bicicleta


Tell no Tales del espejo:

-¿Alguien sabe dónde está Andreas? - preguntó Micaela Mukhin a su familia una noche durante la cena. Después de un silencio breve, Roland Mukhin contestó:

-Sigue en la Fuerza Aérea, es general de grupo.
-Vaya, logró ser alguien.
-Aun combate a partidarios del Gobierno Mundial en el continente negro, llegaron cartas con su nombre.
-¿Puedo leerlas?
-Te las daré después de la cena pero son cuatro.
-No importa, colocaré su sitio en la mesa y cuando regrese no tendrá que buscarlo.

Micaela procedió a acomodar una silla al lado de su propio asiento y después continuó degustando macarrones con queso muy contenta, mirando a Bérenice con falsa calidez.

-Encontré la tumba de Kuragin - dijo la mujer de repente y Roland depositó sus cubiertos en el plato, con la resignación de la noticia por ser esperada.

-¿Dónde está?
-En la Tell no Tales real, en el cementerio de la playa.
-¿Quién lo enterró?
-Alguien me dijo que un niño estaba ahí y cuando quisieron darme un escarmiento me lo mostraron.
-Micaela....
-Lo mejor fue reconocerlo, se veía apacible y sonriente, no llevaba mucho tiempo muerto cuando lo vi. Sé que sigue allí porque le daba miedo a la gente que estaba conmigo. Le echaron tierra encima y unas flores, Kuragin siempre sacó lo mejor de la gente.

Aquél relato mórbido provocó que Luiz y Marat abandonaran rápido el apetito y Bérenice permaneciera callada mientras intentaba librarse del impulso por llorar que no la dejaba en paz desde que podía ver a su madre.

-Quiero visitar a Kuragin ¿quien me acompaña? - dijo Micaela alegre - Seguro habrá mucha gente y a nadie le extrañará si ponemos cosas y tomamos un refrigerio.

Roland Mukhin sonrió y aceptó el plan con idéntica sonrisa, desconcertando más a Bérenice que alcanzaba a murmurar:

-Mañana tengo que trabajar.
-Es una lástima, te contaremos luego - sentenció Micaela y prosiguió la cena a pesar del gesto asombrado de Bérenice por la indiferencia de sus padres.

-¿Podrías darme tu balin rostov? No cruzaremos Roland y yo sin él.
-Sí, mamá. Toma.
-Gracias, prometo abrirte el portal para que no llegues tarde a tu empleo ¿Vas a llevar al bebé a la guardería?
-Supongo que no.
-Está bien, así tendré más tiempo de conocerlo.

Bérenice reprimió sus ganas de ponerse grosera y terminó con su plato velozmente para tener derecho de retirarse pronto. Ya lo hacía cuando su padre invitó a Luiz y a Marat al paseo sin discreción alguna y aunque se negaron, la atmósfera era de exigencia. Los Mukhin necesitaban ayuda con las compras funerarias como flores y pintura para quitar lo gris de la tumba, también trasladar a Roland Mukhin entre las rocas iba a ser un problema.

-No se hable más, estamos de acuerdo - concluyó Micaela Mukhin y Bérenice pudo irse a su habitación, en donde golpeó el colchón una y otra vez para deshacerse de su coraje. No entendía porque su madre era tan fría y menos porque se había adaptado velozmente a la dinámica familiar, sin darles tiempo de hacerle preguntas o una bienvenida.

Día siguiente, Tell no Tales real:

Tell no Tales no celebraba a sus muertos por ninguna razón. A decir verdad, era una ciudad que prefería olvidarlos hasta que otro familiar ocupara un lugar junto a los parientes. Así debía ser y así se hacía. El cementerio de la playa, sobre una cuesta gris, escasamente recibía visitas de gente que mostraba lo bien que le estaba yendo en la vida; había copias de exámenes aprobados y títulos universitarios, collares, la medalla de Verner Tomos continuaba colgada de una cruz. Los profanadores preferían sustraer cuerpos del servicio forense o del hospital antes que pararse allí y los ladrones contaban sus botines lejos de ese lugar que era custodiado no por un velador, sino por un cuervo viejo que tosía cuando llegaban personas.

Aquella semana era excepcional. Tell no Tales enterraba a las víctimas de los derrumbes, en su mayoría amados abuelos y jóvenes oficinistas que dejaban hermanos pequeños como hijos únicos y tardíos de padres cuya energía iba en caída libre pasados los cuarenta y siete años. Alguna señora comentaba como un anciano había cubierto a su mujer durante la caída del asilo y los rescatistas los habían encontrado abrazados y fallecidos. En otro extremo se contaba la historia de un veinteañero contador al que un muro aplastó con tanta fuerza que los sesos salieron como la fruta de una lata. El cuervo volaba a la altura de los rostros de la gente y se detenía cada que se abría una fosa y se depositaba al nuevo huésped, como si calculara cuánto le tomaría recorrer el cementerio a partir de ese día para cumplir con sus labores y sobretodo, para atrapar larvas en el tiempo adecuado. Como también tenía suerte, los niños le echaban migajas y las almacenaba al lado de una lápida cuya última visita sucedió ese mismo enero. El cuervo recordaba bien ese entierro porque una niña llamada Carlota Liukin lo había ahuyentado y tiempo después no apareció un sólo insecto para comer, por lo mismo, era un lugar seguro para guardar provisiones y dormir.

Sin embargo, ese cuervo notaba una diferencia esa tarde. Una de las tumbas anónimas con vista al mar no tenía la sombra que debía a las tres de la tarde y celoso de su puesto, se posó sobre ella, alerta.

En el Panorámico sin embargo, se contaba una historia más evasiva o cuando menos divertida. La zona de bares era una fiesta de miserables borrachos que con el colapso habían perdido todo, de niños de familias pudientes que pasaban el día en las barras comiendo guisos con arroz y jugando con otros chicos de clase baja o rusos y gente de Blanchard cuyo barrio pobre contaba con la paradoja de tener cimientos firmes y ser inmune a la ola de destrucción que el descontrolado canal St. Michel ocasionaba sin piedad en el lujoso vecindario de Nanterre. En cuestión de horas, la autoridad le había pedido a la gente más despreciada que diera asilo a los damnificados hasta encontrar solución a la emergencia.

La cantina de Don Weymouth no era la excepción. Bérenice y Evan Weymouth lidiaban con peticiones de jugo, pelotas, crayolas tiradas y al mismo tiempo, separaban a los ebrios, limpiaban vómitos y rezaban porque la cerveza y el salkau no se agotaran para no ser ellos los encargados de desatar una batalla campal por la que los niños harían sus apuestas. De un bando estaban los acomodados ejecutivos y del otro los rudos pescadores, ambos con posibilidades serias de irse a los golpes, unos por volverse desgraciados y los otros por tener que ayudarlos. La policía sólo esperaba y en el mercado cercano se habían agotado los dulces que entrarían en juego.

-¡Jefe! Ya es mi hora de comida - avisó Bérenice y salió a la calle, misma en la que seguía el carnaval de la decadencia. Ni el puesto de kebab o los hot dogs de enfrente estaban exentos de interminables filas y con hambre, Bérenice caminó al mercado, recordando que a esa hora sus padres estarían con Kuragin. A Bérenice le ponía triste que aun esa mañana le negaran la invitación para ir y que por elaborar su picnic, no pensaran en ella ni para pasar a dejarle un almuerzo.

En su camino, Bérenice recordó a Kuragin, un pequeño que detestaba los panecillos de harina y no le gustaban sus clases en la escuela, escapándose cuando podía. La familia se preguntaba hasta la fecha qué había hecho el niño para que el Gobierno Mundial no hiciera más que llevárselo y al menos, su destino era caso resuelto, asumiendo que sus ejecutores fueran conocidos.

-Deseo verlo - susurró al llegar a la calle vecina y constatar que las cocineras le anunciaban a la multitud que las raciones de comida se agotaban y volvieran mañana. Entre la lluvia de reclamos y los caninos que hurgaban sobras junto a una gran pared se formó un remolino violento y asustada, Bérenice regresó corriendo a la cantina, cerrando la puerta tras de sí. Todo indicaba que la amenaza de una pelea colectiva estaba por concretarse y al oír que de salkau en buenas condiciones nada quedaba, se puso a sacar a los clientes más propensos a la furia, esperanzada de evitar la destrucción del local mientras el bullicio del exterior crecía. Tentada por confirmar sus sospechas, la joven volteó a la calle, viendo en cambio a Marat detenerse frente a la banqueta. Bérenice no se contuvo y salió a su encuentro, mismo que le provocó una sonrisa cuando él le extendió la mano y le hizo la seña de subir.

-¡Gracias Marat! - exclamó y se colocó detrás de él en una bicicleta amarilla.

-¿Me llevarás con Kuragin? - preguntó ella con timidez ante la obviedad y se sujetó fuerte de la cintura de Marat al bajar por la altísima cuesta que llevaba al corredor de la playa. El cementerio continuaba alejado y él pedaleó lo suficiente para detenerse un momento frente a una juguetería ambulante en la que quería elegir un regalo para el niño difunto: un globo, un papalote, un perro de plástico o una pelota, tal vez unos dardos. Mientras escogía, Bérenice se despojó de las sandalias y corrió a mojarse los pies, igual a cuando era chica y Kuragin la retaba a pasarse los huesos de pollo mientras permanecía de pie ante al mar tranquilo. El cielo era rosado y Marat se le acercó al adquirir un pequeño papalote azul.

-Si vas a llorar, es la hora.
-El Pacto se llevó a Kuragin, Marat.
-No sé qué decir.
-Nunca me aprendí su cara.
-¿Qué edad tenías cuando se fue?
-Siete creo.
-¿Era mayor que tú?
-Era más pequeño, mi mamá guardó su pañoleta roja.
-¿Tu hermanito era inteligente?
-No lo sé, conmigo jugaba mucho. Sólo me acuerdo de eso, en una playita como ésta, con nuestras bicicletas, él escribía en la arena y rodábamos en la orilla todos los días.
-Qué divertido.
-Me dolió ver que mi mamá lloró mucho cuando lo perdimos y ahora está tan contenta....
-Tranquila.
-Es que no entiendo por qué, si no puede abrazar a Kuragin ni hablarle.
-¿No será que tú sientes eso?

Bérenice pateó el agua con enojo.

-No lo puedes cambiar - dijo Marat con atrevimiento.
-Es que esperaba encontrarlo para decirle que lo quiero mucho.

Marat no entendía de muertos ni de tristeza puesto que jamás había perdido a nadie y sólo podía guardar silencio ante las tragedias porque evitarlas era ingenuo. Él prefería creer que estaría listo para afrontarlas al tiempo que Bérenice retomaba su camino sin preguntarle si le prestaba su bicicleta. Yendo en línea recta por intuición, la joven descubrió que el lugar era muy similar a donde Kuragin y ella acostumbraban pasar el tiempo, pero era un poco más bonito y cuidado, con palmeras en las cuales les habría gustado subirse para cortar un coco y compartirlo. Marat corría detrás y en la cuesta del cementerio volvió a tomar el control, ascendiendo con dificultad hasta que la bicicleta se atascó en la arena.

-¡Te reto a una carrera! - gritó Bérenice y los dos corrieron con dificultad hasta tocar terreno plano y seco, divisando una lápida pintada de verde y un árbol decorado con farolitos de papel. Estaba claro que se trataba de la morada de Kuragin y Micaela y Roland Mukhin interpretaban canciones alegres con una guitarra. Luiz cargaba en brazos al bebé Scott y miraba curioso un funeral a la distancia.

-Viniste, Bérenice - saludó Roland Mukhin - ¿Te gusta? Kuragin quedó frente al mar.
-Es precioso.
-¿Quieres un bocadillo? Tu madre hizo empanadas de fruta.
-Gracias.
-¿Estuviste llorando?
-¿Se nota mucho?
-No te preocupes, tu madre y yo nos sentíamos igual que tú.
-¿Y por qué están felices hoy?
-Porque encontramos a nuestro hijo y nadie puede hacerle daño.

Bérenice abrazó a su padre y se sentó sobre la tumba para devorar empanadas, posando los ojos en el horizonte.

-Nos acompaña un cuervo - notó Luiz al cabo de un rato.
-Le daré de comer, él ha cuidado a Kuragin estos años - añadió Micaela Mukhin pero el animal prefirió huir a su refugio.

Aquel cuervo era listo. La morada de Kuragin Mukhin había cambiado de color y de sombra, un aura siniestra se dejaba percibir y la sorpresiva visita no dejaba lugar a dudas: Los Mukhin no pertenecían al orden natural. Ese lugar que tanto se había esforzado por cuidar y que usaba para pasar algunas tardes ahora se transformaba en un altar de angustia y tristeza, en el que había sucedido algo tan macabro que más valía dejarlo en su sitio sin aproximarse. Los Mukhin y Marat le daban desconfianza y por sus rostros vacíos, se aterrorizó.