Venecia, Italia. Domingo, 24 de noviembre de 2002.
Los organizadores del Grand Prix de Helsinki estaban conscientes de que Carlota Liukin no era la patinadora elegida por la familia de Jyri Cassavettes para llevar la corona de flores que se colocaría al centro de la pista como homenaje póstumo y de todas maneras, decidieron mantenerla en el papel por considerarla "adecuada y bonita" para lucir bien en la transmisión televisiva y en las fotos de la prensa. Además, al ser la ganadora de la prueba individual femenina, parecía lógico que se encargara del momento más importante. En la Helsinki Ice Arena se colgaría un banderín con el nombre de la homenajeada y su palmarés más importante, así que a las catorce horas, Carlota Liukin ya portaba una pesada corona de rosas blancas, tan grande que ni ella pensaba en lucirla un segundo extra de lo necesario.
Eso último era apreciado por Katarina Leoncavallo desde un televisor en la estancia del hospital, encendido pese a la oposición del doctor Pelletier. Susanna Maragaglio se hallaba a su lado y guardaba silencio, procurando no rozar su brazo izquierdo para evitar que su enojo se tornara explosivo. Desde la puerta de su habitación, Marco Antonioni no sabía qué hacer ni como reaccionar; Tennant Lutz sólo levantaba la ceja con interés y Ricardo Liukin aprovechaba la oportunidad de ver a su hija luego de dos semanas complicadas.
-"Carlota Liukin ha patinado maravillosamente estos días y hoy rinde homenaje a la memoria de la magnífica, la extraordinaria Jyri Cassavettes, medallista de plata y oro en dos oportunidades en los Juegos Olímpicos... Hoy se ha inaugurado un memorial en la pista olímpica de Lillehammer en Noruega y se abrió una exposición fotográfica aquí en la Helsinki Ice Arena... Aquí viene Carlota Liukin, contemplemos su número en honor de la bailarina finlandesa".
Mientras el comentarista guardaba silencio y una melodía comenzaba cuando Katarina Leoncavallo comenzó a llorar intensamente. Permanecía de pie, inmóvil, pero la mirada fija en esas imágenes de una Carlota vestida de gris con degradados en blanco, a quien el reflejo azul de las luces le daba un aspecto de ángel del hielo, así emulara a Jyri en su vieja actuación de sirena con unas cuentas azules en el rostro.
-¿Estás bien? - preguntó Susanna en un susurro temeroso.
-Perdón, pero me alegra que Jyri haya muerto - dijo Katarina y enseguida recibió un fuerte abrazo. Ricardo Liukin se desconcertó y comenzó a pensar en lo que Carlota le había dicho, en la confusión que ella tenía de si Katarina comía o no helado y en lo que le habían contado sobre la muerte de Jyri Cassavettes, sin atreverse a sospechar de forma profunda. Pero le llamaba la atención que Susanna tomara una actitud tan protectora, que su rostro se volviera defensivo. Marco continuaba sin saber cómo intervenir y Juulia Töivonen lo llamó.
-Ven acá, no creo que Katarina te diga.
-¿Qué cosa?
-De Jyri, siéntate.
-Juulia, supe lo que pasó.
-Claro que no ¿Hablas del accidente? Eso no es un secreto.
-¿Qué quieres?
-¿Katarina nunca te dijo que Jyri le pegó?
-¿Cómo te enteraste?
-¿Ella te...?
-También le robaba sus cosas, la molestaba y mandaba a sus amigas a hacerle de todo ¿Pensabas que Katarina me lo ocultaba? ¡No sé cómo acercarme hoy y ya!
Juulia parecía fulminada y Tennant prefirió no burlarse. Esta vez, era claro que Katarina sí había delatado a Jyri, pero nadie del circuito del patinaje le había creído y con el tiempo y el funeral, iba a ser difícil probarlo todo.
Sin embargo, Katarina seguía sintiendo la culpa de haber quemado a esa mujer. Pero no era la culpa de una carga. Hasta para ella, cuyo código moral podía ser extremo y retorcido, el sufrimiento y la agonía eran precios injustos. Por eso su conflicto interno no la llevaba a condenar el resultado. Una almohada sobre el rostro de su abuelo no había dejado un desastre. Pero el incendio del sótano había condenado a Jyri a tener lesiones permanentes y vivir de deseos de fallecer cada que respiraba. Si Katarina hubiera tenido una dosis letal de morfina y la oportunidad, habría acabado con todo, incluyendo sus lágrimas y remordimientos.
-Tranquila, Katy, ya se fue - la consolaba Susanna, su única testigo del maltrato y también quién no había podido ayudarla como hubiera deseado. Jyri Cassavettes había hipnotizado a la familia Leoncavallo y a sus espaldas, le daba drogas inyectables a Maurizio además de alejar y golpear a Katarina cada vez.
-Pero sus amigas siguen patinando ¡Y yo las tengo que ver siempre! - dijo la joven Leoncavallo, quizás recordando cada cosa que hacían en su contra desde la primera vez. Y a Ricardo Liukin le dió por intervenir.
-¿Qué pasó con la señorita Cassavettes? ¿Algo tan malo?
-Jyri era una pesadilla, pero terminó - respondió Susanna mientras Katarina se aferraba más a ella.
-Lo poco que sé es que bastante gente la quería mucho.
-Nosotras nunca, a Maragaglio le dije que no nos agradaba esa mujer. Esta familia no enfrenta que hicimos mal aceptándola y como siempre, Katarina pagó el error.
-¿Qué le hizo?
-Le daba palizas a mi niña.
Ricardo Liukin se confundió más y de pronto, contemplar a su hija honrando a Jyri dejó de parecerle agradable. Estaba conociendo la versión de la historia donde la heroína se transformaba en un ser deleznable y dada la habitual sinceridad de Susanna, no le pareció correcto indagar. Otra vez le pasó por la cabeza la frase de "¡Katarina no come helado!" y los episodios donde la había visto en "Il Dolce d'Oro" disfrutando de las copas de gelato con salsa de chocolate y esferas de fruta, entendiendo menos.
-Disculpe la imprudencia.
-No se preocupe, Ricardo. Sólo no permita que las patinadoras se le acerquen a Carlota, ellas nunca son buenas amigas.
-La he prevenido varias veces, no crea que no estoy familiarizado con las trampas y otros detalles que ocurren en las competencias.
-Ojalá su hija le escuche.
-Susanna, gracias por prevenirme sobre lo que siempre pasa.
-De nada.
-Y en verdad lo siento, Katarina.
Ricardo Liukin fijó sus ojos en la pantalla y vio cómo se desplegaba el banderín de Jyri y escuchó los aplausos crecientes del público de la arena, ignorantes de las manchas de una figura tan carismática. Carlota continuaba con su número y alistaba su corona para dejarla sobre la pista mientras las luces de su vestido se encendían. Era innegable que la chica Liukin patinaba desde cierta inocencia, con la intención genuina de honrar.
-"¿Qué habrá visto Susanna para que se esté portando así?" - pensó y concluida la actuación de su hija, regresó con un mal sabor de boca a su lecho compartido con Maeva Nicholas.
Pero el que no contuvo su curiosidad fue Tennant Lutz, que aprovechando que Marco al fin decidía sentarse junto a Susanna, volteó hacia Juulia, interrogante.
-¿Qué necesitas, Tennant?
-¿Cómo te enteraste de que Jyri era una desgraciada? ¿Lo viste?
-La padecí.
-¿Tú también?
-Con las chicas de danza no fue amable.
-¿Te jaló el cabello?
-Me rompía el vestuario y siempre me arrojaba al hielo en las prácticas.
-¿Por qué?
-Porque dominé unas técnicas antes que ella.
-Y ahora te vas a casar con su ex novio.
-A Maurizio siempre le escondió sus maldades... Oye ¿La entrenadora de Carlota no era Tamara Didier?
-¿Importa?
-Pregúntenle por el día que se juntó con Jyri y entre las dos le jugaron una broma a Katarina que la mandó a un hospital en Dresden.
-¿Qué broma?
-Le robaron una muñeca patinadora y un oso de peluche y luego de mandarle notas de rescate, le quemaron sus cosas en la cara. Katarina se deshidrató de tanto llorar y se desmayó. Y una mejor: Antes de que Jyri se quemara, a Tamara se le ocurrió hacerle creer a Katarina que Maurizio se había accidentado en un entrenamiento. Katarina no cayó y entre las dos la aventaron a un lago en deshielo. Katarina se rescató sola, llegó mojada y desquiciada a la competencia y los jueces la expulsaron el resto de la temporada.
-¿Qué?
-A Katarina la había contratado una joyería y pensaban que si la hacían reventar, perdería el patrocinio.
-¿Todos sabían?
-Jyri convenció a otras patinadoras de que Katarina les iba a quitar el trabajo y entre todas taparon lo del lago.
-¿Por qué no hiciste nada?
-Porque no tuve valor.
-Eres un monstruo.
-Jyri era la más famosa y la más bonita, ella obtenía lo que quería y cuando se encaprichó con Maurizio, empezó a meterle drogas en las bebidas. Katarina se dió cuenta y quiso avisar, así que Jyri comenzó a propinarle palizas en los vestidores y a las demás nos aterraba con hacer llamadas para quitarnos nuestras becas y sacarnos del radar de los jueces. Muchas nos habríamos quedado sin nada, Tennant.
-¿Por qué esa mujer tenía tanto poder?
-Porque su hermano era delegado de la Federación Internacional de Patinaje y luego lo nombraron presidente ¿Quién se mete con alguien que sí puede destruirte? Y el tipo enseguida borró todo el archivo negativo de Jyri.
-¿Y por qué le lloran tanto a esa arpía?
-Porque a todos sus amigos les hizo favores y les consiguió giras con compañías de espectáculos sobre hielo. Cuando Jyri se quemó, todos se pusieron de acuerdo en hacerle la vida imposible a Katarina hasta que la hartaron y comenzó a devolverles sus porquerías. Luego empezaron de hipócritas con Maurizio y ella se volvió una persona horrible, pero nadie se atrevió a meterse más con él.
-Sigo pensando que eres un monstruo.
-Pero también te alegrarías de que Jyri muriera.
-No me da gusto la muerte de nadie.
-Algún día lo hará, sólo espera.
Tennant selló sus labios, abrumado de cada revelación que se daba en ese hospital. Entonces volteó hacia Marco Antonioni, que por fin lograba estrechar a su esposa mientras le aseguraba que lo arreglaría todo. Katarina lagrimeaba con menor intensidad y asentaba a todo lo que él decía, acabando por disculparse de sus acciones tan extrañas luego de la noche de bodas.
-Lo malo se ha ido - repetía Marco.
-Fue el funeral de Jyri, tenía que verlo.
-Tranquila, chica bonita.
-Es que tardó demasiado en irse al infierno.
Aunque todos pensaron que Katarina externaba esa conclusión por la violencia de Jyri Cassavettes, la realidad era que repasaba en su mente el incidente del sótano. La vela, la discusión, la llama en el cabello, los celos que la habían llevado a expandir el fuego por la tela del vestido a cuadros. Años y años de dolor inhumano, de secuelas inmundas. Pero el final era lo deseado. Al fin, Jyri estaba muerta y su homenaje era el inicio del descenso a la nada.
-"Hasta nunca jamás, maldita infeliz"- pasó por la mente de la joven, quien aprovechó que su rostro estaba oculto para repetir su gesto de sonreír por la extrema felicidad que le ocasionaba el haberse deshecho de una abominación más sin tener que volver a experimentar culpa. El trofeo esta vez era el alma de Jyri Cassavettes y junto a la del abuelo Leoncavallo, adornaba ahora la galería de la justicia en la mente de Katarina Leoncavallo.
Cuando Katarina Leoncavallo le pidió al doctor Pelletier que le averiguara los resultados del Grand Prix de Helsinki pasadas las seis de la tarde, se sorprendió demasiado de saber que Carlota Liukin había obtenido la medalla de oro. Su hermano Maurizio no mencionó en París la competencia, ni siquiera ella recordaba haberse enterado de tal evento en la agenda de su compañera. De repente, la Katarina competidora resurgía en una recaída e incluso su cabello, indisciplinado por días, volvía a la rigidez previa de un entrenamiento.
-¡Nadie me avisó! ¡Ahora me tengo que enfrentar a esa mujer! - le contó furiosa a un Marco Antonioni que comprendía que la luna de miel estaba terminada y la resaca por la influenza y la boda no tardaba en comenzar. Afuera no habían cambiado las cosas, sólo se habían aplazado.
-¿Vas a ir al torneo? - preguntó él en voz calmada.
-¡No trabaje tanto para darme de baja! - replicó ella con un grito y se miró en un espejo con la frustración de llevar todavía un tanque de oxígeno. En la habitación de junto, Ricardo Liukin contempló a Maeva con un suspiro resignado, aunque aliviado de enterarse dónde estaba Carlota, a quien por supuesto, iba a reprender por apenas informarle del viaje a Helsinki, como si se mandara sola.
Alessandro Gatell sin embargo, supo que debía retomar su improvisado papel de terapeuta de Katarina inmediatamente y aunque no quiso, recordó el drama inicial con el que se habían conocido y la promesa de atenderla, así que se levantó, esperó a que Katarina terminara con su rabieta y la llamó con un gesto nada sutil. Marco no entendía nada, pero su esposa prácticamente le exigió quedarse en su lugar con un enérgico "no te metas".
-Katarina está de vuelta. Felicidades, Marco - se burló Tennant Lutz y le sugirió a Juulia Töivonen correr su cortina y no hacer ruido para evitar otro altercado. La otra hizo caso y respiró hondo.
En el pasillo, los pacientes curiosos esperaban que algo sucediera para al fin llegar a sus casas y poder hablar libremente sobre la joven más hermosa del mundo. Gatell lo intuía y llevó a Katarina hacia el corredor donde se había casado, seguro de que nadie escucharía media palabra.
-¡Estás a punto de correr detrás de tu hermano! ¿Eso harás, Katarina? - inició sin amabilidad.
-¡Tengo que entrenar!
-¡Con esa neumonía te vas a morir!
-Estoy bien.
-¿Para qué quieres arriesgarte? ¿Cuándo es ese torneo?
-Diciembre.
-No estás en forma y se te inició tratamiento por desnutrición.
-Voy a tomar las vitaminas y ya.
-Eso no se arregla con pastillas.
-Puse todo mi esfuerzo en llegar al Grand Prix Final, no lo voy a echar a perder.
-¡Lo que tú planeas es ver a tu hermano!
-Es mi entrenador.
-¡Te acabas de casar!
-¡Voy a patinar! - gritó Katarina con tanta fuerza, que se escuchó por todos lados y un crujido parecido al de la nieve, anunció la aparición de un agrietamiento de la pared transparente del lugar. Gatell tomó a la chica del brazo y la llevó al corredor de la escalera.
-¿Qué pasa contigo? - prosiguió él.
-Me urge salir de aquí.
-Katarina, hace nada decías que debiste decidirte por Marco antes.
-¿No tiene diagnósticos qué hacer?
-Prometí ayudarte.
-Yo no lo pedí.
-Piensa en la Katarina que llegó aquí llorando.
-Me sentía mal.
-Maurizio es tu hermano.
-Hay una competencia que tengo que atender.
-¡Maurizio es tu hermano!
Katarina se llevó las manos al rostro y mordió sus labios una vez, al punto de sangrar.
-Me traicionó otra vez - dijo ella.
-¿Por qué quieres verlo?
-No es eso, es que en serio deseo ganar, hace mucho que no tengo un título, los jueces me van a perjudicar si no lo logro ahora.
-Dime la verdad.
-Es esa.
-Katarina...
-No me mire así.
-Sabes que tu hermano está esperando que lo busques.
-Si no consigo un oro, mi carrera se acabó.
-¿Estás segura?
-Oí a los jueces en Nueva York.
Katarina tomó asiento en un escalón y respiró muy hondo, abrazando luego sus rodillas.
-No hay un remedio mágico para la neumonía.
-Doctor ¿Qué debo hacer ahora?
-¿Cuál es el plan, Katarina?
-¿Cuál? Salir, ir a Sapporo, patinar, ganar. No hay otra cosa que me importe en esta parte de la temporada.
-Hablo del otro plan, del real.
-No tengo uno.
-¿Es verte con Maurizio y fingir que nada pasó, verdad?
-No.
-¿Por qué con la cabeza dices que sí?
Ella sintió escalofríos, miró sus pies y continuó.
-Me casé ¿En qué estaba pensando?
-¿Quieres a Marco?
-¡Claro que no!
-La cabeza dice lo contrario otra vez.
-Él es sólo un chico que me persigue a todos lados y nunca le hablo.
-Lo conocías perfectamente hasta ayer.
-¡Hasta ayer yo estaba creyendo tonterías, hoy he cambiado de opinión!
-Porque tu hermano te traicionó nuevamente.
Katarina se levantó de golpe, abrió la puerta y la cerró de una patada. La gente la miraba sorprendida y ella se detuvo ante la máquina de café, contemplando el bote de azúcar y un paquete de galletas, sintiéndose culpable por tener ganas de llevar algo a su boca. Gatell intentó tranquilizarla, pero el doctor Pelletier fue quien la llevó de regreso a su habitación, no sin antes detenerse a hablarle delante de Susanna Maragaglio.
-Esto no es un consejo, es un recordatorio: No desprecies a Marco Antonioni.
-No le importa.
-Es hora de tomar las cosas en serio. Es una advertencia.
-¡Usted se calla!
Katarina se recostó enseguida, corrió su cortina y se cubrió hasta la cabeza, llorando en el acto. Su esposo intentó consolarla, pero ella le gritó que le dejara en paz y le arrojó su sandalia para demostrar que no estaba dispuesta a recibir sus abrazos ni sus palabras. Ricardo Liukin, quien se asomaba burlón, prefirió anunciar la situación con un "bienvenido a la vida real, Marco" y alejarse riendo. Tennant no ocultaba que le divertía un poco.
-Te lo mereces.
-Cállate, Tennant.
-Eso pasa cuando no entiendes que todo es demasiado bueno para ser verdad.
-No seas hipócrita.
-Marco, míralo así: Te casaste con una chica que acaba de recordar que no te quiere.
-Katarina me adora.
-Afuera la espera su hermano.
Tennant fue rotundo, algo sonriente como Ricardo, pero la presencia de Katarina Leoncavallo dejó de molestarle en ese momento.
-¿La dejo llorar? - preguntó Marco.
-No lo sé, no es mi esposa.
-Se me olvida que vives para ser un imbécil.
-¿Vas a pelear conmigo?
-No lo vales, Tennant.
Marco también cerró su espacio y el silencio se apoderó de cada rincón, pero esta vez no venía acompañado de descanso, sino de las lágrimas incontenibles de una Katarina que debía asimilar una nueva decepción con una sensación de abandono frío que no se ahogaba nunca.
-Ese matrimonio fue un error - declaró Ricardo al colocarse junto a una Susanna que no decidía qué hacer. Estaban frente a un colapso.
-Llevan un día de casados.
-La relación se terminó.
-¡Ricardo!
-Marco fue muy ingenuo.
-¿No puede ver feliz a nadie? ¡Los felicitó ayer!
-No me malinterprete, Susanna. Es que no se puede ignorar un asunto pendiente.
-¿Satisfecho?
-¿De qué?
-Ahora entiendo por qué Katarina prefirió deshacerse de un amante como usted.
Susanna se separó del señor Liukin y fue donde Marco, quien confundido, miraba a la cortina de su esposa sin atreverse a hacerla a un lado.
-¿Qué hago? - le consultó el chico
-Esperar a que ella abra.
-¡Sabía que haría esto!
-No, Marco, no lo tomes así.
-Katy no deja de pensar en Maurizio.
-Verás que no es grave.
-Sólo fui su distracción aquí dentro.
-Marco, necesitas paciencia.
-¿Qué va a pasar cuando nos den de alta?
-Confirmarás que ella te ama.
-Le prometí arreglarlo todo.
-Su corazón ha estado roto mucho tiempo.
Susanna frotó la espalda de Marco para confortarlo y luego de unos minutos, Katarina, que había escuchado todo, abrió su cortina. El joven se incorporó y se sentó en la cama de ella. Susanna entendió que debían estar a solas y volvió a su sitio en la silla del pasillo. El doctor Pelletier y Gatell, apenas intercambiaron unas frases cortas, pero definían que Katarina Leoncavallo era una paciente fuera de sus campos y su sanación requería de algo más que las terapias que los médicos pudieran brindarle.
En su habitación, Katarina y Marco se contemplaron unos minutos hasta que ella tuvo ganas de expresar algo.
-No entiendo por qué Maurizio no me dice la verdad y por qué necesito verlo y perdonarle todo y actuar como si no me lastimara. Siempre me desplaza por algo o por alguien, él huye de mí.
-Eso no es tu culpa, chica bonita.
-¡Pudo contarme lo de Helsinki y nunca lo hizo!
-¿Qué te molesta de eso?
-¡Que lo podía apoyar!
-Maurizio sabe que siempre estás con él.
-Nunca es suficiente y no puedo aceptar que siempre elija a alguien más... Él escogió a Carlota Liukin y yo me aferro en lugar de irme.
-Katarina, yo me haré cargo.
-¡Lo amo, Marco!
-Lo sé.
-No entiendo por qué mi hermano no me quiere.
Marco se descolocó un momento. Él estaba acostumbrado a la obsesión incestuosa de Katarina, a las manipulaciones, algunas involuntarias y sutiles; otras frontales de Maurizio. Pero esto era diferente: Un ir y venir de atención y desprecio, una ilusión y desilusión constante, un desplazamiento disfrazado de cercanía y a momentos, de complicidad fraterna. Era el peso de un asfixiante y nunca admitido desamor.
-No entiendo por qué no me quiere - repitió Katarina y Marco la cubrió y abrazó, la protegió del mundo con sus largos brazos. Al fin la joven había dicho la verdad, el origen de esa espiral que la atrapaba en la órbita de Maurizio Leoncavallo, su hermano , ese hombre que amaba con todo su ser.
Marco permaneció allí, acompañando a su esposa, desestrañando ese misterio que eran los Leoncavallo, preguntándose cómo los enfrentaría y vencería con su corazón frágil y su escoliosis por Marfan. Cómo destrozar todo para al fin curar a su amada Katarina y llenarla de afecto y devoción. Hacía tanto frío, había tanta nieve al exterior y aún así, Katarina traía el invierno adentro y la calidez apenas había llegado para tratar de derretir los cristales de hielo que le habían clavado en el alma. El remedio podía ocupar toda una vida en hacer efecto.
Pero por el momento, Marco Antonioni sólo tenía que estar.
En Tell no Tales, el invierno había sido más crudo que de costumbre. La nieve, que generalmente cubría la tierra con finas mantas, esta vez se acumulaba inmisericorde en cada rincón, forzando a la limpieza dos o tres veces al día en los techos y las banquetas. En la campiña ni siquiera se podía calentar algo a menos que estuviera junto al fuego y Goran Liukin era el único que no temblaba ni tenía miedo ante la catástrofe.
Justo esa característica lo había empujado a bajar a la ciudad para ver la situación desde una perspectiva más clara. La larga calzada que conectaba a la campiña estaba a medio construir, pero estaba cubierta por completo. El bosque de cerezos parecía un páramo muerto y los acantilados asemejaban glaciares desde los cuales, parecía el fin del mundo.
-El periódico, por favor - pidió Goran en una esquina, pero el vendedor le señaló el letrero de la pared:
-"¿Sólo hable francés?" Ah... Le journal, s'il vous plaît.
-Van a multar a los hablantes de lysak.
-Algo he sabido.
-Son 5¢.
-Claro.
-Espero que le sirva para calentarse.
-Yo lo busco para leer.
Goran pagó y enseguida leyó el titular.
-¿Pasa algo, señor?
-¿Tiene otros periódicos? Quizás sí los necesite para la estufa.
-Ojalá le sirvan.
Goran caminó rápidamente hasta una calle solitaria y sentándose en un tronco, leyó algo que lo dejó con una sensación de calentarse por dentro: El zar Nikolay II de Rusia había sido obligado a abdicar definitivamente y también había revocado los derechos de su hijo Alexey al trono. Los rebeldes sublevados habían triunfado y un gobierno provisional se establecería. De acuerdo al diario, ninguna casa europea había ofrecido auxilio inmediato, excepto Inglaterra, que enviaba invitaciones de asilo por petición personal del rey George.
-Qué mal momento para dejar de ser poderoso - rió Goran Liukin. A nadie le quería decir que le simpatizaba cualquier persona que se opusiera a la monarquía, a las noches de encanto de nobles y candelabros o espejos pulcros. Pero además, recordaba que Nikolay era su primo directo y lo mejor que le había pasado en la vida, había sido alejarse de los deseos del molesto tío Alexander y sus pretensiones imperiales. Lo matarían, seguro.
-Separarme de Morisi no fue una mala idea... Espero que esta noticia lo alivie como a mí - dijo en ruso para sí mismo y luego decidió entrar a un bar a beber algo de whisky caliente ante la mirada discriminadora de los habitantes de Tell no Tales. Si una historia se había salvado por el momento, era la de los Liukin.
Milán, Italia. Diciembre de 1918.
Había pasado un año desde la Revolución Bolchevique y Maurizio Leoncavallo padre continuaba siendo el zapatero gruñón y callado del barrio obrero de la ciudad. No leía las noticias, no le interesaban los comunistas ni los anarquistas, veía a los líderes sindicales como futuros payasos y con cierta suerte, había logrado que su único hijo se metiera a una fábrica de ladrillos con un sueldo fijo. Después de la tragedia de la gripe, había quedado un hombre que multiplicaba su distancia y carácter reservado, que echaba a quien quisiera avisarle de algo. Sólo toleraba al panadero y su mujer por algún favor del pasado que merecía gratitud.
Pero las noticias de cualquier forma, llegaron. Y lo hicieron con la forma de Mikhail Ilyanov Maizuradze, hijo único del también único amigo de su fallecido padre. Este no llevaba insignas imperiales, sino un traje gris que se confundía con el de cualquiera y además, se notaba cierta pobreza en su semblante. Por supuesto, ninguno se conocía y Mikhail tuvo que preguntar como podía por un zapatero. Como lucía igual a un oficinista recién llegado, el señor Leoncavallo apenas levantó la mirada, pidió que se dejara el calzado sobre una tabla y preguntó por el problema a resolver.
-He viajado mucho y debí preguntarle a mi muy anciano padre cómo encontrar a un Lazukhin. Me sorprende que uno se haya quedado en Milán - dijo el desconocido en ruso, pero el señor Leoncavallo ni siquiera se inmutó. En otro tiempo se habría sobresaltado, pero ahora pensaba que era mejor mentir a toda costa.
-Los bolcheviques ganaron y el zar Nikolay fue asesinado junto a su familia. Esto último es algo que pocos sabemos - continuó Mikhail - Los Maizuradze nos volvimos rojos, estamos al servicio de Lenin ahora.
-No conozco a ese rey - recibió en réplica.
-No es un rey, es un comunista.
-No me interesa.
-Mi padre me ha pedido perder el rastro. Él logró perder el de Goran.
Ese último comentario hizo que Leoncavallo leventara la cara y luego de observar al visitante, se colocó su saco raído y salió.
Ambos recorrieron apenas el barrio, no entraron a ningún lugar, pero nadie podía escucharlos hablar.
-¿Cuándo murió mi primo? - se animó finalmente a preguntar Maurizio Leoncavallo con severidad.
-En agosto.
-¿Dónde está enterrado?
-En una fosa. Los Maizuradze nunca diremos dónde.
-¿Lo vio?
-Le he contado que somos rojos ahora. Nuestra lealtad nunca le correspondió a un Romanov; nosotros sólo somos fieles a los Lazukhin y he venido a despedir a mi linaje para siempre.
-Algo así le dijeron a mi padre.
-Con el zar muerto, muchas cosas se acabarán.
-Un Maizuradze me habría sido útil hace unos meses, no ahora.
-Vine a dar el mensaje. Ningún obrero entiende de sangre pura, ni siquiera los que fueron a fusilar al emperador. Pero yo no dudé en apretar ese gatillo cuando quiso vender a su familia. Los Romanov nunca entendieron que un Maizuradze no deja que un Lazukhin sea perseguido.
-¿Mataron a todos los Romanov?
-La duquesa Olga se quedó en París y no volverá a Moscú. De todas formas, ella no puede entregar a quienes no conoce.
-¿Y los ingleses?
-Creí que usted no sabría de ellos.
-Escuchaba a mi padre con sus delirios.
-Esos piratas fracasaron nuevamente.
-¿Y estoy a salvo?
-¿Hay algún "Leoncavallo" del que deba saber?
-No - contestó Maurizio immediatamente.
-Entonces la pesadilla terminó.
Maurizio Leoncavallo respiró hondo, mirando al piso.
-¿Alguna vez supo de Goran?
-Mi padre perdió el rastro, recuérdelo.
-Entonces fue todo.
-Concluida la misión, sólo queda despedirme.
-Grazie?
-Adiós, amigo.
Un apretón tímido de manos marcó la despedida entre los Maizuradze y los Lazukhin y por alguna razón, ese peso que Morisi Lazukhin, ahora convertido en Maurizio Leoncavallo sentía, se esfumó. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero lo siguió una extraña sensación de paz. Buscó a su hijo a la salida de la fábrica, lo llevó a casa con una sonrisa sutil. El perseguidor se había ido y sólo quedaba una familia pequeña.
Tel no Tales, 1968.
La noticia de la muerte del zar llegó a Goran Liukin como un presentimiento lleno de certeza. Cada mañana prestaba atención a las noticias sobre los bolcheviques, las tierras que requisaban, los nobles que escapaban... Y llegaban los rumores sobre Anastasia, su sobrina, prima o lo que fuera, perdida. Las historias eran disparatadas y la duquesa Olga ofrecía grandes recompensas por localizarla. Pero Goran no era tonto. Sabía que la mujer no buscaba a su sobrina, sino a cualquier Lazukhin, por eso rechazaba a las impostoras. Y así leyó por décadas sobre la búsqueda de Anastasia. Nunca un Liukin volvió a necesitar de una foto, un rumor, un mensajero, para saber que alguien había muerto. Sólo requería pensar un poco, la verdad llegaba sola.
Pero Goran también intuía que la duquesa se hallaba desesperada porque los parientes ingleses mantenían un trato en pie. Por eso, al morir Olga y quedar el primo Boris en la miseria - noticia impresa en cualquier revista de 1968 - uno de los últimos períodos de lucidez y vitalidad llegaron al señor Liukin. Lía había fallecido años antes, sus nietos Lorenzo y Ricardo crecían sin historias de maldiciones y coronas y como un último acto de celebración, bajó a la ciudad. La gente le observaba curiosa al momento de embriagarse con vodka y carcajear sin perder el aliento. Ricardo Liukin tuvo que llevarlo a rastras a casa, todos sintiendo lástima del niño de diez años cuyo padre y hermano mayor habían abandonado con ese anciano cansado.
Pero sólo Goran Liukin entendía que nunca había llegado la liberación de su familia ¿Qué más daba? Con Olga en la tumba, nadie podía reconocer a un Liukin, así como nunca habían encontrado a su hermano con tan escandalosa descendencia de apellido Leoncavallo. Si podía declarar una pírrica victoria, era esa. Y al día siguiente, con resaca, volvió a ser el mismo abuelo regañón que separaba a Ricardo de sus peleas en la plaza. Apenas notó que portaba una herida en la mano y había sangrado la noche anterior. Pero ya no le asustó. Por un tiempo breve, los Liukin podían respirar.
Tamara Didier ajustaba los detalles de su nuevo plan de entrenamiento y en París, había conseguido tener un par de pruebas. Volver al hielo no era fácil y temía que sus rodillas recuperaran la debilidad que la había hecho cojear más de una vez. Su brazo, antes inmóvil, ahora se estiraba para marcar las figuras del calentamiento sin dificultad.
Rodeada de niñas de la edad de Carlota Liukin, la mujer se sentía estúpida y creía que, al menos, salir de Venecia antes de que el mundo se volteara, era la mejor idea posible.
-Mademoiselle Didier, marque un crossover - le indicaron al llegar su turno, pero no había llegado a la mitad, cuando fue interrumpida por un "Está fuera. Siguiente".
-Lo que faltaba - murmuró y abandonó la pista con el rostro serio. No quiso preguntarse qué había hecho mal, si su técnica estaba oxidada o su nivel era bajo. Respiró profundamente y tomó un poco de suero antes de consultar su horario y preparar su siguiente tanda de ejercicios para otro exámen en la tarde. En la pista de hielo de INSEP había una pantalla por la que se podían ver las competencias de distintos patinadores y el Grand Prix de Helsinki levantaba la expectativa de cara al campeonato nacional.
-Tengo suerte de que en los nacionales sólo haya siete patinadoras - murmuró Tamara con disgusto y se colocó de pie cerca de la puerta, pero sin dejar de ver la pantalla. A su alrededor, todos paraban sus actividades con tal de apreciar a Carlota Liukin ganando su torneo, mientras unas niñas presumían sus autógrafos y haberle regalado aretes.
-¡Ay, por Dios! ¿No les da asco? - comentó Tamara para sí misma, riéndose al mismo tiempo porque recordaba cuántos regalos recibía aquella joven cuando entrenaba bajo sus órdenes. No le deseaba mala suerte, pero tampoco se sentía lo feliz que quería por ella.
-Medaille d'or! Medaille d'or pour Carlota Liukin, notre belle patineuse! - Se aclamaba por televisión y los presentes, incluyendo un Guillaume Cizeron casi siempre distante, parecían ignorar las fallas de su chica admirada.
-¡Se sigue cayendo en el programa libre, por favor! - se quejó Tamara, aunque sólo la escuchara Román Haguenauer entre risas.
-Lo que tienes es envidia - agregó él.
-Liukin es una niña mimada irritante.
-Lo sabemos... ¿Te va mal compitiendo contra niñas?
-Si te sigues riendo, te patearé.
-John Nicks decidió venir a París.
-¿La academia en California de Ingo Carroll lo va a dejar sin trabajo?
-Vino a entrenar contigo.
Tamara volteó a ver a su amigo con escepticismo.
-¿Con quién te venías a probar, mujer?
-Con Annick Dumont y con Tom Zajkrazek.
-Olvídalo, inicias mañana con Nicks. Te quiere aquí a las cinco de la mañana.
-¡Ni siquiera me va a dejar dormir!
-Pero le ganó el turno a tu viejo novio.
-No le hablo a nadie que no seas tú.
-¿Jean Christophe Simmond no te interesa más?
-¿Nicks le quitó el horario?
-Guillaume Cizeron volverá al campo y tú tendrás pista en solitario.
-¿Cómo lo consiguió?
-Soy tu amigo.
Tamara sonrió incrédula y salió del lugar, feliz de no tener que lidiar con Jean Christophe ni con Guillaume y de poder entrevistarse al día siguiente con John Nicks, un coach importante por haber llevado al éxito al equipo estadounidense de patinaje en un pasado no remoto. Desconocía si otros atletas compartirían el hielo con ella, pero sabía perfectamente que esa era la oportunidad que había estado anhelando.
En la calle y quizás sabiendo que no la vería nadie, Tamara quiso retornar al Bar's diner, el restaurante familiar chocante en el que el café no era una desgracia. Desde el episodio con Miguel y Adelina había sentido cierta tristeza y ahora buscaba comportarse, probar algo más de un bocado de filete y quizás, tomar una cerveza. El sitio estaba repleto y por la hora, se notaba que aún no llegaba la actividad más frenética.
-Será otro día - dijo con desaliento y se alejó rumbo a otro lugar, uno donde no se sentía culpable por llenarse de lechuga morada y agua mineral.
La tarde parisina era templada, soleada, el atardecer no parecía ser del invierno anticipado de los días anteriores. La nieve continuaba acumulada en la calle, pero se había derretido cerca de Quai de Seine, donde Tamara buscaba entender qué tanto idealizaba Carlota Liukin de la ciudad de París y por qué le gustaba mirar al río si el paisaje era ocre y apestaba a ratas. No esperaba hallar a nadie, sólo quería que la tarde terminara.
-¿Qué quieres Thorm? - dijo sonriendo cuando él se acercó a saludar. Nadie más que Trankov, Trafalgar y ella lo conocían físicamente y con toda seguridad podía caminar sin sospechas, sin espías detrás.
-Veía a Carlota Liukin en televisión y luego vine a respirar - dijo él.
-También estuve al pendiente.
-Le he dicho a Trankov que esa niña ya causó muchos problemas.
-A todos se los provoca.
-¿Por qué te ríes?
-Porque le enseñé lo que sabe.
-Tamara, el tema te parecerá inusual pero me gustaría que te enteraras primero y me contaras todo.
-¿De qué se trata? ¿Es del gobierno mundial?
-Katarina Leoncavallo.
Tamara se rió más fuerte ¿A Thorm le interesaba esa mujer?
-La odio.
-Lo imaginé.
-Es que no es una buena persona, Thorm.
-Tú tampoco.
-No tengo una relación incestuosa con el hermano que mis padres no me dieron.
-Ella se casó.
-¿Y qué?
-¿Por qué la boicoteaste en Salt Lake?
-Sólo hablé con unos jueces.
-¿A quién ayudaste?
-A Irina Astrovskaya, a Michelle Kwan, a Sasha Cohen... Camille Maier fue un detalle y ya.
-También jugaste sucio en Nagano.
-¿Vamos a discutir sobre mis trampas?
-Es que quiero entenderte.
-No soy una persona ejemplar, Thorm.
-¿Le harías lo mismo a Carlota Liukin?
-Soy capaz.
Tamara llevó las manos a sus bolsillos y Thorm sonrió desenfadado.
-Tengo que cuidar a la niña, con Trankov no es opcional.
-No entiendo por qué trabajas para él, Thorm.
-Digamos que creo en su causa.
-¿Preparan un complot de patinaje?
-Averigüé que fastidiaste a Katarina en Nagano.
-Katarina es demasiado para todas.
-¿Fue en venganza por tu amiga Jyri?
-¿Sabes lo de la joyería?
-Hasta la fecha están encantados con la joven Leoncavallo.
-Es bonita.
-Los patrocinadores venden el doble.
-Hablar de ella es tonto.
-El lobby por un partinador parece más importante de lo que calculé.
-Estoy de vuelta, ¿sabías?
-¿Recuerdas que debo cuidar de Carlota?
-¿Me comporto como una idiota, verdad?
-¿La envidia es tu personalidad?
-No sé cómo ser diferente.
Thorm miró a Tamara con agrado.
-A nadie le puedes envidiar que me tienes aquí.
-Mentiroso.
-Deberías ignorar a Carlota, no quieres estar en su posición.
-¿Quién no quiere ser mimada?
-Judy Becaud es su hermana y Katarina Leoncavallo es prima de Ricardo Liukin.
-¿Qué dijiste de Judy?
-Es hermana de Carlota Liukin.
Tamara no logró decir nada.
-Los Leoncavallo y los Liukin son familia directa; los que ya lo saben no lo tomaron bien.
-¿Cómo reaccionó Ricardo?
-Aún no le avisan.
-¿Quién sí se enteró?
-Judy, Maragaglio, Maurizio Leoncavallo, Carlota Liukin y sus amigos, Lorenzo Liukin... Maragaglio es hermano de Ricardo Liukin.
-¿Katarina y Carlota son...?
-Tía y sobrina.
-¿Cómo está Judy?
-Confundida.
-¿Y Carlota?
-Siempre le preocupa alguien más, la conoces.
-Ella y Judy no pueden ser familia.
-Pero lo son.
-Debería visitarla, hace mucho que no le hablo.
Tamara tomó su celular en ese momento, leyendo un mensaje que Carlota le había dejado luego de ganar su competencia. Aquello le irritaba porque nada de ese éxito era suyo. Si tenía que reconocer algo, era que Maurizio Leoncavallo había demostrado más talento en menos tiempo para lidiar con berrinches, desacuerdos, discusiones... O más bien, había sido más ambicioso, más creativo, había comprometido a Carlota de forma efectiva.
-Thorm ¿Quieres que te diga que pasaba con Katarina? - externó al guardar su teléfono.
-¿Sabes que voy a usarlo en beneficio de la niña Liukin, verdad?
-¿Eso qué importa? Odié a Katarina desde la primera vez.
-¿Te ganó?
-El contrato de la joyería era importante para Jyri y yo me preparaba para ser su modelo, pero llegó el publicista y dijo que Katarina era más apropiada que nosotras y a la gente le gustó.
-El motivo no es banal.
-Jyri perdió el financiamiento y yo tuve que trabajar el doble. Encima, Katarina estaba ganando varias medallas y todas decidimos hacerle un frente en contra.
-¿Las movió el dinero?
-Al principio la molestábamos, le robábamos sus cosas y no le hablábamos. Luego Jyri y otras chicas se organizaron para presionar a los jurados y escaló. Si me preguntas, a veces me siento mal.
-¿Tú?
-Katarina era chiquita, pero era una amenaza con nuestros patrocinadores y por los torneos. Cuando Jyri se accidentó, todas decidimos desquitarnos.
-¿Un accidente?
-Jyri era novia del hermano de Katarina y se quemó con una vela.
-¿Qué pasó?
-Katarina se le escapó cuando la estaba cuidando y se tropezó en un sótano, creo. Jyri murió hace poco, pero le hicimos a Katarina cosas horribles por años.
Yo le rompía las agujetas y los vestidos, soy una mala persona.
Tamara bajó la mirada brevemente.
-Lo peor de todo es que nos organizamos para que Katarina perdiera en Nagano; amenazamos con abandonar el torneo olímpico si la calificaban alto. Había una chica, Sarah Hughes, que había ganado en el '94 y le dañó las cuchillas a Katarina antes de la competencia. No sé cómo rayos pasó, pero el plan nos salió mal. La mayoría patinamos horrible y aún así, nos atrevimos a seguir el juego. Me sentí culpable de haber hecho llorar a Katarina. No he querido ver los videos Nagano porque no me gusta ver las maldades que hice.
-¿Por qué cooperaste en Salt Lake entonces?
-Pensaba que Irina Astrovskaya debía ganar. Además, Jyri era mi amiga, sentí que tenía que vengarme porque estaba en un hospital sufriendo.
Thorm cambió a un talante más intrigante, aunque no mencionó palabra alguna. Tamara le parecía inmadura, rencorosa, desagradable, traicionera y un tanto despreciable, pero no negaba que le encantaba mirarla.
-Katarina envió una solicitud para revisar los resultados de Nagano y de Salt Lake City hace unos meses. La aceptaron ayer - reveló el hombre.
-¿A quién le pidió la revisión?
-Al Tribunal de Arbitraje Deportivo.
-¿Crees que se enteró de la campaña en su contra?
-Tamara ¿Cuántas patinadoras participaron?
-Casi todas.
-¿Hay alguna que te interese salvar?
-Irina ¿Por qué?
-Adivina qué nombres borré de la demanda.
La mujer miró a Thorm sin sobresalto, sabía de antemano que era un hacker competente; lo que le intimidaba, era que él la conociera mejor de lo estaba dispuesto a aceptar.
-¿Cómo supo Katarina a quiénes acusar?
-Lo desconozco, pero elegí salvarte.
-¿Por qué lo haces Thorm?
-¿No has entendido cuál es mi trabajo?
-¿No fue por mí? Pensé que te caía bien.
-Proteger a Carlota Liukin también implica defender a su círculo más cercano de ser necesario. Esa niña te adora ¿Por qué no librarte de ti misma otra vez?
-¿Qué importa? Supo que soy una rata.
-Formas parte de su vida.
Tamara se ruborizó un poco y decidió ir hacia el hotel donde se hospedaba, pero no tenía el talento de despedirse. Thorm había adivinado que ella no huía y volvió a dedicarle una sonrisa.
-¡No te fijes en mí, Thorm!
-Es tarde.
-Seguramente bebiste sidra antes de venir.
-¿Crees que conservo las botellas que me llevé de la granja Didier?
-Sé que sí.
-Me las bebí.
-Soy muy mala.
-¿No puedo tenerte fe?
-Ni siquiera hagas la apuesta.
-Te veré mañana.
-Sí, claro.
-Tamara, no voy a irme ¿Quieres visitar a Judy? Te llevo.
-Le enviaré un mensaje primero.
-Ella te importa.
-Creo que es la única amiga que he tenido.
-Te acompañaré.
-No tienes por qué hacerlo.
Tamara y Thorm se vieron seriamente.
-Judy y yo nos enamoramos del mismo hombre.
-Todo eso me es conocido.
-¡Thorm!
-El problema con nosotros es que sé quien eres.
-Vete con otra.
-Para nada.
-En la granja ni me volteabas a ver.
-¿Sigues con eso?
-Me enoja ser tímida cuando estoy en casa de mis padres.
-¿Te digo algo? Me gustas más en la ciudad.
-Al menos tienes una parte cuerda.
-Caminemos.
-No.
-Está bien. Hasta mañana.
-Thorm ¿En verdad soy tan horrible?
-Me gustas.
-No funcionará.
-Prefiero tu desastre.
-No recojas los destrozos.
-Lo estoy haciendo, no puedes remediarlo.
-Sólo te falta seducirme para hacer el amor.
-No necesito hacer eso.
-¿Por qué?
-Acabas de pedírmelo.
-¿Y lo harás?
-Cuando estemos listos.
Thorm besó a Tamara y se despidió de ella. La mujer respiró hondo y luego de reírse finalmente, lo observó partir con expectativa cautelosa. A final de cuentas, había algo más importante qué concretar primero y Judy Becaud necesitaba un fuerte abrazo.
Tras la muerte de nueve de sus hijos, Assunta Leoncavallo no volvió a la calle. Sus días transcurrían entre asear la casa, cocinar la sopa diaria, abrir la puerta de vez en cuando para no sofocarse del calor veraniego y recibir a su hijo Maurizio obsequiándole una caricia tímida en su rostro. Su marido llegaba cada noche y lo primero que hacía, era servirle café. Las vecinas decían que ella era casi un fantasma o que tal vez, había caído enferma. Incluso, la mujer ya no lavaba ropa ajena o saludaba si alguien se atrevía a asomarse. Cuando llamaban a la puerta, Assunta nunca atendía y había gente que pensaba que había fallecido.
Cada mañana y tarde, la señora Leoncavallo contemplaba detenidamente ese cuarto en el que vivía y desdoblaba y doblaba las camisas que había atesorado de sus niños muertos, una por cada uno y la pijama de su varón más pequeño. Le gustaba imaginar que sus camas de cartón se acomodarían con mantas azules, que le harían un dibujo o le arrojarían accidentalmente una pelota de papel; quizás alguno le contaría de su día en la escuela. Así era hasta las seis, cuando preparaba la mesa y se aseguraba de que la estufa permaneciera funcionando hasta las diez.
Esa rutina operaba como un reloj perfecto que no se atrasaba todavía. Y eso le arrancaba una sonrisa sutil a una mujer que adoraba al hijo que le quedaba con toda su alma.
Sin embargo, algo se alteró de golpe al disponerse a preparar el café alrededor del día dieciséis. Buscó entre las canastillas, se preguntó si Maurizio se había llevado lo que quedaba ¿Por qué no había revisado? Faltaba el pan que su marido repartía cada noche y era inconcebible cenar así, sin algo que llenara el estómago y pusiera a aquel hombre contento. Assunta juntó las monedas que tenía, se preguntó si podía arreglar el problema. Tomó una cesta, le colocó una franela cuadriculada y sin pensarlo mucho, salió de casa.
Assunta Leoncavallo no llamaba la atención cuando era más joven, al menos no como otras mujeres. Pero desde que se había casado inesperadamente con el zapatero Leoncavallo, inevitablemente las miradas se habían posado en ella. La "solterona", la callada, la "mustia" disfrazada de casta y últimamente, el "fantasma", se había quedado con el hombre que realmente valía la pena en ese lugar, el más bello, el más trabajador, el que tenía un carácter difícil y era estricto, pero protector, devoto de su familia, firme y con el carácter de afrontar sus pérdidas. Era el único que, incluso ante la envidia y murmuraciones, había defendido su elección de casarse con Assunta, aunque otras mujeres, quizás más alegres y menos grises, habían intentado conquistarlo con dulzura o con disposiciones al noble "sacrificio del hogar".
Pero allí afuera, en ese momento, dónde apremiaba conseguir algo para completar la cena, Assunta fue incapaz de reparar en el desconcierto, el asombro y la tristeza que transmitía al pasar. Su cabello negro y lacio estaba sujeto, pero unos pequeños mechones salidos recordaban lo ocupada que había estado en sus labores. Su vestido y suéter grises eran muy viejos, pero sus marcas de remendado eran pequeñas. Su mirada baja, sus ojos también grises, apagados. Pero los zapatos negros relucían. También eran viejos, pero cuidados, bien hechos, lo que se esperaba teniendo a un zapatero en casa. La señora Leoncavallo no se tropezaba con nadie, caminaba directo a la panadería con paso veloz. Nadie sabía por qué, pero daban ganas de detenerse en las paredes grises y derramar unas cuantas lágrimas por ella.
La panadería era pequeña, con sus luces amarillas y su pequeño mostrador de madera. La joven que atendía era regordeta, pero graciosa, la hija del panadero y con familia también panadera. Se notaba que aún no sufría de luto y sus mejillas rojas le atraían admiradores, incluyendo al herrero del barrio, que disimulaba sin embargo, que Assunta Leoncavallo aún le parecía atractiva al momento de entrar a ese lugar. Era entendible, puesto que ese hombre tendría apenas veinte años y Assunta ya era una adulta cuando él la veía de niño.
-Buonasera, signora Leoncavallo! - exclamó alguien alegremente. Assunta levantó su cabeza apenas y asentó en saludo antes de limitarse a hacer su pedido en el mostrador. El local había cambiado y ahora la gente pasaba varios minutos mirando los aparadores antes de escoger lo que llevaría a casa.
-Una hogaza, por favor - pidió con su voz cansada. La sonriente chica dejó de estarlo y enseguida le entregó un pan grande y generoso, crujiente y recién horneado en su canasta. Assunta ni siquiera preguntó un precio. Su marido le había dicho que "comer pan era un lujo" que costaba una lira con cincuenta y por eso las porciones debían rendir para tres días. Mientras la otra buscaba devolverle la diferencia, unos niños entraron corriendo y en medio de carcajadas para contarle a su madre sobre su más reciente travesura, además de abrazarla. Aquello provocó que Assunta agachara más su cabeza y la vendedora le entregara el cambio con cierta pena antes de verla huir, prácticamente.
La señora Leoncavallo corrió, sin evitar llorar en la calle y atraer la atención, una vez más, de los vecinos, que la veían desesperada de volver a casa y le abrían el paso. En la panadería, quienes no la conocían, se preguntaban qué le había ocurrido y la chica regordeta tomó una baguette pequeña, la envolvió y pidió permiso para salir. Entonces, alguien contó que aquella mujer de gris había perdido a sus niños y sólo le quedaba uno al qué cuidar. La madre que había recibido con alegría a sus propios hijos, enseguida les abrazó con el deseo de no extraviarles nunca.
Assunta subió la escalera de su edificio con enorme prisa y enseguida se encerró. Se sentía agotada y con el corazón saliéndose de su pecho. Enseguida colocó platos, encendió la estufa para calentar la habitación, puso el pan con su franela al centro y tomó asiento, recargando sus codos sobre la mesa. Entonces terminó por quebrarse. El sonido de su llanto se escuchó por toda la vecindad sin que nadie pudiera detenerlo. Algunos vecinos tocaron la puerta, pero la mujer no oía, no lograba controlarse. Sólo la mujer en silla de ruedas del otro extremo del patio le pidió a los demás que le dejaran en paz y les recordaba que ellos eran nuevos ahí, que no conocían a la familia Leoncavallo, que no tenían idea de su desgracia y quienes habían quedado de la "gripe de las moscas de arena", eran, además de ella misma, los señores Maurizio y Assunta Leoncavallo y su hijo, Maurizio.
Mientras los demás volvían a sus cuartos, la chica regordeta ascendía por las escaleras acompañada del joven herrero. Al principio hicieron lo que todos, llamar a la puerta, sin respuesta. Entonces, el chico resolvió abrir con un truco aprendido del taller.
La escena que los dos contemplaron eran de una angustia profunda e inquietante. Once sillas puestas, ocho de ellas adornadas con las camisitas, Assunta arrullando la pijama de su bebé, una extraña luz blanca; el frío era intenso. Assunta volteó a ver a sus visitantes y la chica de la panadería se armó de valor para hablarle.
-Disculpe por venir sin avisar, es que no la había visto en mucho tiempo. Le he traído esta barra de pan, es de una receta nueva y quizás le gustará. A mi madre le dará gusto saber que usted nos visitó hoy, a menudo la extraña y el señor Leoncavallo le dice que todo está bien. Puede ir cuando quiera a tomar un chocolate con nosotros, la extrañamos mucho, signora.
La chica dejó el pan junto a la hogaza y Assunta repitió el gesto de asentir. Entonces, la entrada se cerró de nuevo.
La luz blanca se intensificó ahí dentro y de pronto, una sutil nevada inició. Los copos caían sobre la ropa, sobre los panes, enfriaban la comida aunque estuviera en el fuego. Assunta abrió un poco más los ojos, las lágrimas continuaban cayendo por su rostro.
-¿Qué has venido a hacer? - preguntó con su voz más tenue, pesimista y abandonada. De repente se formaban inofensivos remolinos que elevaban los copos y los volvían a dejar caer. El olor a sopa de papa inundaba el lugar.
-No tengo más ¿Qué podrías arrebatarme ahora? Me queda un hijo ¿Lo buscas? - y el ambiente se convirtió en una especie de postal navideña que en otro momento, quizás no habría sido tan triste.
La Reina de las Nieves había decidido visitar a los Leoncavallo, aunque esta vez fuera para recordarles que no los había olvidado. Pero contemplar a Assunta le hizo abandonar su talante burlón y el caos usual. Ambas se habían mirado a los ojos, pero sólo una se quedaba para padecer por otra clase de invierno, donde las maldiciones y los poderes fantásticos no bastaban para envenenar un recuerdo.
Una bola de cristal, en donde una madre atendiendo a sus hijos estaba rodeada de luces de colores y nieve, fue dejada sobre la mesa, haciendo que Assunta la tomara entre sus manos. La Reina, que no solía respetar el dolor de nadie, comprendió que en esa esfera cabía un mundo y ese mundo era el de Assunta, que sólo podía conservar los rostros de sus espíritus en una imagen así de frágil. Una felicidad y un calor que al agitar ese objeto, siempre le daría un poco de paz. El beso frío que la entidad quería darle al único descendiente Leoncavallo, se quedó olvidado.
Al dar nuevamente la seis de la tarde, padre e hijo retornaron a casa. Los vecinos parecían curiosos, pero sólo el panadero les detuvo un momento para contarles lo ocurrido con Assunta. El señor Leoncavallo agradeció escuetamente y luego de reiterar que todo seguía bien, caminó simulando calma, aunque el joven Maurizio se preocupó enseguida.
Assunta continuaba sentada, con la expresión perdida y olvidando preparar el café, cuando su marido entró y en lugar de ser recibido con un gesto de alivio, este se topó con las sillas puestas. Las marcas en el rostro de Assunta por tanto llorar eran innegables.
-No regresarás a la calle - dijo el señor Leoncavallo y su mujer enseguida volvió a asentar, como si ese gesto fuera automático o más bien, el único sensato.
-Le ayudaré a mamá - dijo el joven Maurizio y enseguida sirvió el café, pero ella reaccionó inmediatamente y se puso a dar la sopa y cortar el pan, colocando raciones para sus hijos muertos, actuando como si ellos estuvieran ahí. Su marido empezó a gritar que parara, pero Assunta sólo pudo continuar la farsa hasta que el llanto la venció.
-Sé que mis hijos no están ahí - murmuró de repente - Han muerto, la gripe se los llevó. No se asusten, sólo he querido jugar a que siguen conmigo por un día más.
-Iremos al cementerio el domingo y que esto no vuelva a repetirse, Assunta - continuó el señor Leoncavallo.
-Iré a acostar a Maurizio.
-No es un niño. Le ordenaré que asee por ti, ve a recostarte si lo necesitas.
-Yo me hago cargo de eso. Sólo déjame arroparlo hoy.
El joven Maurizio recibió el permiso de su padre y Assunta, como si él fuera un niño pequeño, le colocó una pijama remendada y besó su frente como cada noche, pero añadió un abrazo y le pidió que nunca se fuera de casa.
Había sido un día tan difícil, un segundo aniversario de un luto que no parecía terminar. Al regresar con su marido, la mujer volvió a sentarse, pero en lugar de limpiar, se limitó a jugar con la esfera, soñando con vivir en esa escena en lugar de esa habitación. Incapaz de hacer más, volvió con su hijo y le contempló dormir durante la noche, colocando la esfera junto a su cama de cartón.
-Buenas noches, hijo mío - le susurró y besó sus cabellos - Mañana estaré bien para tu padre y para ti. No me saldré de nuevo, aunque nos quedemos sin pan.
Assunta Leoncavallo lloró en silencio el resto de la madrugada y antes del amanecer, regresó a su actitud de siempre, aprovechando los restos de sopa para el almuerzo y el pan para el desayuno. La estufa y la mesa estaban limpias, la puerta abierta para que el calor no los sofocara. Los vecinos afuera habían reanudado los rumores, a los niños se les decía que habían visto a una mujer loca. Pero ella reanudó su encierro y su marido se encargó esa misma mañana de que cualquier cosa que se necesitara, fuera enviada directo a su domicilio, con la instrucción adicional de que no se trabara conversación con su mujer.
En la panadería, la chica regordeta recibió la encomienda de llevar las hogazas a la señora Leoncavallo cada tercer día y solamente así, Assunta tuvo alguien con quien platicar en secreto, cuando su tristeza le permitía hacerlo.
Un miembro de la familia Maizuradze abandonó el Palacio Imperial y se dirigió a las afueras, al campo, para visitar a la familia Lazhukin, amigos de generaciones y eternos campesinos que ese año en especial, habían conseguido enviar una carta por medio de un diácono que peregrinaba hasta la iglesia de San Basilio. Los Lazukhin eran analfabetas, pobres; pero sembraban y cultivaban papas con empeño, hacían cestas y uno de ellos había logrado aprender el oficio de zapatero. Ese hombre acababa de tener dos hijos: Goran y para no perder la tradición familiar de repetir el nombre del padre, acababa de nombrar al otro recién nacido como Morisi.
-Gemelos, ahora no hay ninguna niña - decía el hombre por saludo al ver la carreta de madera de Maizuradze, quien portaba su uniforme militar.
-¿Cuántos años van desde que nació la última mujer? - preguntó el visitante al bajar.
-No sé, mi madre dijo que mi padre no tenía hermanas.
-Parece una buena noticia.
-¿Crees que la maldición se haya terminado?
Maizuradze quiso decir que no, pero su amigo Lazukhin parecía feliz de no lidiar con el frío eterno, así que tomó su hombro y lo abrazó fraternalmente.
-Tal vez la Reina de las Nieves se ha ido ¿No has sufrido por el invierno, Lazukhin?
-Sólo el de la temporada. Mira el verano, los niños van a poder correr cuando crezcan.
-¿De qué ha fallecido tu mujer?
-De fibre del parto. Conseguí la nodriza con unas vecinas.
-¿No te preocupa que los niños crezcan sin una mujer en casa?
-Mejor así. No quiero atraer a la reina, no me conviene tener una niña.
Lazukhin parecía triste, pero volteó a ver a sus hijos, que dormían a la sombra sobre una hamaca pequeña de cuerdas. Un perro les hacía guardia.
-¿Te vas a llevar a mis hijos a educar? - preguntó el campesino.
-El Zar desea verlos.
-¿Les va a dar lo mismo que a Alexander Alexandróvych?
-Las relaciones con el Reino Unido han quedado fracturadas y los Romanov desean tender lazos nuevamente.
-¿Quiere vender a los niños?
Maizuradze suspiró y afirmó con la cabeza, así que continuó:
-Te ofrece criarlos en la corte británica y casarlos con las princesas Louise y Lara.
-¿Le crees?
-Ni un poco.
-Has venido para ver la tumba de mi mujer, después te marcharás.
-¿Qué le diré a tu primo?
-Que sacrifique a su propio hijo.
Lazhukin echó un vistazo a los bebés y luego de ordenarle al perro quedarse con ellos, fue a la parte trasera de su casita de madera. Un árbol joven y aún pequeño, daba sombra a la tumba familiar y Maizuradze comprobó que la tierra no estaba tan firme como en la visita anterior.
-Lamento no haber vuelto para despedirme de Tatyana Ivanoróvna
-Defiendes al Zar.
-Defiendo a la familia Lazukhin, no lo olvides.
-Te supliqué por el médico.
-No fue de mucha ayuda.
-Criaré a los gemelos con mis hermanos. Aprenderán del campo, vivirán con lo necesario.
-¿Y si uno quiere arreglar zapatos?
-No tengo un taller, todo lo reparo frente a la puerta. Conseguí un tronco muy bueno para sentarme y me construí unos soportes con otra madera. No necesitamos más, oficio y trabajo habrán.
-Haces bien. Trataré de disimular el rastro para que el zar no se pare por aquí.
Maizuradze contempló las flores marchitas que adornaban todavía el lugar y cuando levantó la vista, distinguió a lo lejos un asentamiento.
-Una caravana.
-Son los dorados, dicen que vienen de San Petersburgo - prosiguió Lazukhin.
-El gobierno mandó expulsar a los gitanos.
-Traen la cruz y rezan a mediodía. Los gitanos no hacen eso.
-En el palacio dicen que son paganos y adivinos.
-Andan errantes y se irán si no les dejan vivir.
-¿Les has preguntado por qué?
-Aquí sólo han venido a saber si pueden trabajar.
-Le diré al zar que no los he visto.
-¿Vendrás otro día?
-Si hay peligro.
Maizuradze y Lazhukin volvieron a estrecharse y luego de mirar a la caravana, regresaron con los niños, mismos que continuaban durmiendo mientras el perro, ahora echado en la hamaca con ellos, parecía evitar que se inquietaran. Los dos hombres no intervinieron y sin decir palabra alguna, uno se marchó mientras el otro decidió retomar el trabajo pendiente con un zapato viejo.
La infancia de Goran y Morisi Lazukhin no fue distinta a la de los pobres de Rusia: Ropa vieja heredada y remendada, inviernos inclementes que casi mataban de hipotermia a alguno de sus tíos, comida escasa, lodo y niños con los que liarse a trompadas después de jugar con piedras o correr en el campo. Los dorados se habían quedado y sus casuchas eran coloridas, además de parecer frágiles. La familia procuraba no relacionarse y pronto, se estableció la regla de evitar a las mujeres. Cuando los gemelos cumplieron quince años en 1873, comenzaron a labrar su propio camino.
-Ellas son malas - solía pronunciar Lazukhin cada que Morisi se colocaba a su lado para ayudarle y asumir el oficio de zapatero - Donde hay una mujer, hay problemas, lo has visto con los dorados. Detrás de cada escándalo, hay una o varias mujeres. Se vive mejor así, todos los Lazukhin juntos y sin una intrigosa exigiendo dinero. Si te casas, que tu mujer sea callada, obedezca y no se llene de hijos.
El chico asentaba y enseguida miraba hacia la plantación, donde su hermano Goran cantaba y recogía papas con alegría. A diferencia de Morisi, Goran mostraba interés en las chicas doradas, le gustaba pasar horas recorriendo las plantaciones cercanas y disfrutaba de sus intentos por sembrar árboles frutales y hortalizas. Aunque en casa le advertían que no hiciera caso a las jóvenes que buscaban hacer trueques, él siempre saludaba con una sonrisa y hacía poco, había trabado una amistad con una muchacha de un circo de dorados, Daphnée Defassieux, que le aseguraba que había estado en Francia y soñaba con ser estrella en el ballet. Junto con ella, comenzaba a sentir curiosidad y deseos de escapar y viajar por el mundo.
-Le daré una paliza a tu hermano cuando llegue en la tarde - amenazaba diariamente Lazukhin frente a Morisi, aunque no lo cumplía y la familia presenciaba discusiones cada vez más hostiles. Morisi sufría, pero no desobedecía a su padre y a solas, le sugería a Goran empezar a hacerle caso.
-¡Sólo cállate y ven! - le dijo Goran una noche.
-No puedes tener una vela prendida después de que papá esté en cama.
-Mira esto, Morisi: Algunos dorados van con el maestro que mandaron de la ciudad, me han enseñado a leer. Robé un libro sobre las monedas del mundo ¿Quieres que te muestre?
-¿Has estado con esa gente? ¿Por qué lo haces?
-Debo enseñarte ¿Quieres terminar como mis tíos y papá? Huyendo de una superstición tonta.
-¡Ellos han visto a la Reina de las nieves!
-Sólo les cayó una nevada encima.
-¿Los llamas mentirosos?
-Todo tiene una explicación, a veces cae nieve en primavera y no por eso hay una maldición.
-¡Cierra ese libro!
-Aquí dice que este es un franco, es la moneda de Francia. Daphnée me regaló uno ¿Quieres verlo?
-¿Todavía le hablas?
-¡Me voy a ir con ella!
-¿Qué?
-El circo se acaba en otoño ¡Nos iremos a San Petersburgo y luego regresará con la caravana a París!
-¿Estás loco?
-Morisi, esta es la letra "a" y esta otra es la "c".
A pesar de la reticencia y de guardar el secreto de Goran por temor a su padre, Morisi aprendió a leer, a sumar, a calcular el tiempo de la cosecha y predecir el clima. Los gemelos Lazukhin, sin embargo, conservaban sus aficiones y sus oficios aprendidos con enorme pasión. Pero mientras uno se preguntaba qué tenía la vida por ofrecerle fuera de llenar costales con papas, el otro se preparaba para soportar el dolor de su padre cuando la huída con el circo se concretara.
Sin embargo, el primer viento frío llegó a la semana siguiente. Los Lazukhin, extrañados por el término abrupto del verano, determinaron encerrarse en casa y encender la chimenea mientras el susurro por la maldición familiar se reprimía a toda costa. Durante días, los hombres vivieron comiendo sopa, aseando la casa, atendiendo al viejo perro que comenzaba a ladrarle a las ventanas clausuradas y a la puerta. Poco después, inició una nevada suave y luego la cortina blanca cubrió todo Moscú, matando las cosechas.
En el Palacio Imperial y algunos allegados a la familia Romanov sin embargo, aquello era una buena noticia. Los Lazukhin estaban cerca y entonces, el zar Alexander II mandó una comitiva de la Policía Secreta Imperial a buscarles. Temeroso de que les llevaran ante la corte y finalmente se concretara el traslado de Goran y Morisi a Londres, Maizuradze emprendió camino en solitario desde Yekaterimburgo hacia las granjas de las afueras de Moscú.
Una mañana, cuando el techo de los Lazhukin se derrumbó por la acumulación de nieve, Goran se vio aliviado de salir a pedir ayuda con los dorados. El camino estaba congelado y no se podía ver nada debido a la niebla; pero el chico se negó a retroceder hasta que escuchó gritos y caballos cercanos. La policía hacía una redada en el asentamiento dorado y preocupado por Daphnée, la buscó en su caravana, hallándola en el suelo mientras peleaba por arrastrarse detrás de una zanja. Goran corrió y la levantó del suelo, huyendo rumbo a su casa.
Mientras tanto, Morisi contemplaba como el techo continuaba cayendo y se precipitó a rescatar las notas de su hermano y algunos libros que había metido en secreto, cuando cerca de la puerta, una silueta hecha de cristales de hielo se apareció ante sus ojos. Aterrado, hizo llamar a su padre.
-¡Es la reina maldita! - gritó Lazukhin y la familia entera la observó con asombro. Goran entraría poco después con Daphnée de la mano y quedó estupefacto. Su padre recobró la consciencia y evitando que la silueta besara a sus hijos, incendió el lugar.
Los Lazukhin permanecieron frente al terreno, viendo la casa arder sin apagarse. Las lágrimas de rabia eran compartidas, al igual que el no saber donde obtener material nuevo para reconstruir y no tener dinero. Los gritos del asentamiento dorado se escuchaban cada vez más cerca y se apareció la figura de un elegante jinete al anochecer. Maizuradze se contuvo de preguntar qué había pasado.
-¡El primo Alexander los ha mandado buscar nuevamente, deben irse! - anunció con todas sus fuerzas - ¡Los británicos amenazan con venir por ustedes!
-¿Invadirán como en Crimea? - preguntó Lazukhin.
-Si obtienen la sangre, nos matarán a todos.
-¡Nos vamos! - ordenó alguien y la familia comenzó a correr en diferentes direcciones, acordando verse en la estación de tren pasados dos días. Lazukhin, sus hijos y Daphnée corrieron hacia la ciudad, escoltados por Maizuradze y su viejo perro hasta un cuartucho con las ventanas rotas en un barrio obrero. Ninguno de los hombres quiso conversar sobre lo ocurrido y Maizuradze obtenía provisiones que devoraban enseguida. Lazukhin entonces, reparó en la joven y trató de echarla enseguida.
-¡Les he dicho que las mujeres son unas víboras! - exclamó furioso y tomando a Daphnée de la muñeca para echarla. Maizuradze le sugería guardar la calma, pero aquél, asustado como estaba, no se detuvo.
-¡Las mujeres atraen a la Reina de las Nieves! ¡Esas malditas brujas miserables!
-¡Suéltala, papá! - se interpuso Goran y su hermano Morisi se colocó detrás de su padre. Maizuradze quedó al lado, seguro de que no podían seguir gritando o llamarían la atención.
-¡Te atreves a levantarme la mano! - siguió Lazhukin.
-¡No la toques! - defendió Goran a Daphnée.
-¡Infeliz traidor! ¡Sufre tú el invierno eterno, pero llévate a esa maldita arpía!
-¡Basta, papá! ¡No puedes tenerle miedo al frío!
Lazukhin intentó concretar la paliza que había contenido por años, pero Goran detuvo su puño y sin decir palabra, salió con Daphnee a la calle. Maizuradze salió tras de él y prometió traerlo de vuelta.
Aunque la cita en la estación de tren estaba fijada, Lazukhin y Morisi pasaron el día previo sin mirarse siquiera, temerosos de abrir la puerta y expectantes por quien llegara. El chico deseaba que su hermano se apareciera, que recapacitara y dejara a la joven para irse con ellos. Pero el que tocó fue Maizuradze y traía malas noticias.
-Está imposible afuera, tendremos que irnos en mi caballo - advirtió.
-¿Dónde está Goran? - inquirió Morisi.
-Están persiguiendo a los dorados por todo Moscú. En el palacio dicen que ellos ocultan la sangre pura.
Lazukhin no podía creerlo.
-El Zar sabe quiénes somos - expresó, incrédulo con lo que acababa de oír.
-He dejado a Goran en la estación, esperando con los demás.
-¿Encontraste a mis hermanos?
-Aquí están los billetes de tren y quiero que usen esto.
-¿Qué son?
-Digamos que hay un Maizuradze en el ministerio del exterior y me ha dado unos pasaportes para dejar Rusia.
-¿Dónde iremos?
-Lejos. La cacería terminará en Finlandia, así que no los llevaré. El sur tal vez sea seguro. Morisi, cuida bien todos y cada uno y apréndete estas palabras. Usen todos los billetes, así no los descubrirán.
Maizuradze sacó un papel y Morisi lo dobló y guardó en su remendado abrigo. En la mañana, los tres hombres fueron a la estación y se toparon con una enorme multitud tratando de llegar al andén. La policía continuaba con su redada, pero Morisi, con su ropa llena de reparaciones y zapatos aún mal hechos, no llamó su atención y le dejaron pasar. El resto de la familia estaba ahí, próxima a salir. Goran y Morisi se abrazaron.
-¡No te vayas otra vez! - pidió Morisi, pero su hermano volteó hacia Daphnée. Así quedaba implícito que la chica no se separaría por ningún motivo.
-Morisi, adelántate con papá porque si nos ven juntos, sospecharán - susurró Goran y Morisi obedeció. El perro corrió detrás de ellos y contrario al pronóstico, abordó para acompañarlos.
-Maizuradze, yo me separo aquí - dijo Goran con la voz quebrada - Me voy con Daphnée y la caravana de dorados, mis tíos se quedan conmigo.
-Cuando llegues a Tell no Tales, usa tu nuevo apellido y por favor, nunca le digas a nadie que eres primo del zar. Eres sólo un migrante más en esa isla, no tienes familia, sólo sabes de trabajar la tierra.
-El viaje va a ser muy largo.
-Prometo que los Maizuradze te buscaremos algún día.
-¿Qué pasará con Morisi o con mi padre?
-No lo sé, no los voy a seguir llegando a Praga, el rastro se pierde aquí.
-¿Volveremos a vernos?
-Para acabar con la maldición, sólo queda separarse. No temas, el invierno no puede perseguir a todos. La carreta está afuera, la conduce mi tío y va a Varsovia a dejar unas telas. No pierdas los pasaportes, por favor.
-¿Ahora soy Goran Liukin? ¿De donde salió ese nombre?
-Con ese te reconoceremos.
-¿Cómo encontrarán a mi hermano y mi papá?
-Les di el mismo apellido.
Maizuradze mentía, pero no había tiempo de aclararlo. Los ahora miembros del clan Liukin salieron a la acera, donde el mencionado transporte les aguardaba junto a sus disfraces de mercaderes de tela y poca certeza de qué tan lejos se encontraba la isla. Sólo se sabía que de Varsovia se tomaba un tren a Viena y luego a Albania, en el Imperio Otomano. Llegar al puerto ahí era clave y el barco debía pasar por Trípoli, donde la caravana del pueblo dorado volvería a unirse. Sólo Daphnée intuía que iban casi al fin del mundo.
En el vagón, mientras tanto, el encargado de la boletería revisaba los billetes y pronto a Lazukhin y a Morisi les pidieron los suyos. Luego de revolverse, el hombre colocó en orden todo lo que le habían dado, devolvió los boletos restantes y les observó curioso.
-¿Italianos? ¡Nunca había visto italianos en un tren! Buen viaje.
Los otros dos voltearon a verse en silencio y luego a la ventana, dándose cuenta de que los demás ya no estaban. Las puertas del tren se cerraron, pero Maizuradze se colocó a su lado.
-Nos encontraremos con los demás, lo prometo.
-¿Dónde va Goran? - dijo Lazukhin.
-Donde es necesario.
-¿Crees que es lo mejor?
-En Praga tomarán otro tren, está arreglado. Los colores de los billetes les dirán a dónde caminar. Hay un poco de dinero en esta bolsa, les servirá.
Morisi contempló las monedas, reconociendo las liras italianas y los francos al instante. Cuando el tren emprendió marcha, el chico sacó la lista que Maizuradze le había dado y se consagró a aprender las palabras y las letras del alfabeto latino. Entonces leyó ese cuaderno de bolsillo, aquél que decía "Pasaporte". Entonces supo que tenía que engañar al agente de migración en la estación de Aosta en Italia.
Los dos hermanos se convirtieron en extraños durante sus viajes. Goran pasó meses enteros recorriendo parte de Europa, conoció el mar y en África supo lo que eran el desierto, la sábana, una selva. Vio jirafas enormes, leones dormir, animales ocultándose en la tierra. Supo de venenos y remedios. Conoció tribus hostiles y tribus amigables, instrumentos musicales, ayudó en plantaciones frutales, fue pescador. Daphnée, convertida en su compañera, aprendía bailes, maquillajes, nuevos números para el circo, peinados llamativos y colores inimaginables. El barco a Tell no Tales partía de Sudáfrica en medio de una fiesta y los dorados llegaron a Tell no Tales para establecerse en el campo, en el aire puro. El circo nunca más se iría.
Pero Morisi en cambio, vio paisajes cada vez más grises, comió panes dulces y salados, bebió tés amargos, conoció los merengues y las compotas, se maravillaba de comer un simple emparedado de jamón. No se engañaba, seguía siendo pobre y sólo su padre y su perro eran todo lo que tenía en el mundo. Pero llegar a Italia significó ver el sol más brillante, el campo más verde, la gente agradable. Acababa de perder a su familia, pero no hablaba de ello y mientras aguardaba por su turno, trataba de inventarse un nombre. En la fila, alguien gritó "Maurizio!" y sonaba tan similar a Morisi, que enseguida se nombró así. Pero faltaba un apellido. Si descubrían que era ruso, iría preso por los documentos. Algo debía ocurrírsele y miró a todos lados. Entonces supo de un joven que intentaba llegar a Nápoles, pero había extraviado su equipaje y reclamaba airadamente. Su nombre era Ruggero Leoncavallo, se decía compositor y el apellido impactó a Morisi: Sonaba importante, a gente rica o muy fuerte. Entonces juntó sus ideas.
-Maurizio Leoncavallo - pronunció al llegar con el agente de migración.
-¿Por qué aquí dice "Morisi Lazukhin"?
El adolescente no entendía mucho italiano, pero gracias a un inadvertido talento natural para la actuación, sonrió y sólo se limitó a decir "rusos", causando que el otro se inventara la historia de que Maurizio Leoncavallo y su padre habían viajado a Moscú, sufrido un robo grave y los rusos les habían dado un pasaporte con los nombres alterados. Morisi respondía "sí" a todo y con las palabras italianas que reconocía, logró que le repusieran los pasaportes con los nombres "corregidos" y así, Maurizio Leoncavallo padre y Maurizio Leoncavallo hijo, tomaron el último tren hacia Milán.
Los ahora Leoncavallo, sin embargo, no eran conscientes de lo que la gente ajena al campo en Rusia, veía en ellos. Nunca se dieron cuenta de la belleza que desplegaban, del privilegio que pese a su evidente pobreza, tenían. Nadie era capaz de engañarlos y así, llegaron a un barrio obrero en el centro de la ciudad, a un cuartucho precario en una vecindad olvidada por Dios, pero donde se podía vivir sin que nadie molestara. Su fiel perro se acomodó junto a la entrada y las vecinas comenzaron a ofrecerles su ayuda. Lazukhin, irritado, azotó la puerta en sus caras y enseguida ordenó a su hijo trabajar. Tuvieron suerte de que un zapatero buscaba aprendices y los Leoncavallo conocieron las máquinas, los moldes estándar y los materiales industriales; pero sus arreglos a mano eran tan buenos, que el zapatero pronto los pondría a hacer los arreglos menores, aquellos que lo atrasaban de fabricar calzado para quienes podían pagarlo. Los obreros de las fábricas comenzaron a rondar el lugar.
Conforme se hacían adultos, Goran y Maurizio acabaron diferenciándose radicalmente. Goran fue marino mercante, payaso de circo, comerciante de perfumes y finalmente, cumplió su sueño de vivir en un valle y cultivar frutas. Se había unido a Daphnée y ahora compartían las creencias de Tell no Tales. Ella quedó embarazada. Aún no cambiaba el siglo y una niña, Lía Nathalie Liukin, se convirtió en el más grande amor de su padre. Le hizo bautizar, le inculcó sus nuevas convicciones. El invierno no había llegado.
Maurizio en cambio, era hogareño y con un carácter cada vez más estricto. Le disgustaba que las mujeres le coquetearan, que los hombres de "dudosa reputación" intentaran hablarle. No ganaba mucho dinero, pero se volcaba en su padre y en su perro anciano. Entonces se apareció Assunta, una mujer hija de un obrero, que no sabía leer, que era tan callada y tan dócil. Assunta era una "solterona" de treinta años, santa como una monja. Todos sabían que no se había casado porque era "tímida", pero a menudo, lloraba porque ningún hombre había querido tomarle en serio. Pero Maurizio Leoncavallo, consciente de que su padre enfermaba, no quiso experimentar la soledad. Extrañaba a Goran, preguntaba qué había hecho y al cambiar de siglo, hizo la cuenta. Tenía cuarenta y dos años. Veintisiete de ellos sin ver a su hermano. Entonces habló con el padre de Assunta y se casó con ella. La envidia de las vecinas era irritante, pero él, con su carácter firme, acabó por ahuyentarlas. Su esposa se dedicó entonces a atender a su suegro, a lavar ropa, a esperar un hijo. Su esposo sonreía aliviado y en secreto cuando no concebía, incluso el viejo Lazukhin murió feliz de saber que no tenía ningún nieto a quien prevenir. Hasta 1903, cuando Maurizio Leoncavallo llegó a casa y vio una fina luz blanca con diminutos copos de nieve cayendo.
-"La reina ¿Ha venido a atormentarnos?" - pensó y esa misma noche, su mujer le anunciaría la llegada de su primogénito. La Reina de las Nieves había poseído a su sobrina desconocida, a Lía Liukin, pero disfrutaba de molestar a Maurizio, a quien le enviaba el rayo con nieve cada que Assunta esperaba un hijo. Cuando estos nacían, invariablemente nevaba. Los diez varones Leoncavallo eran liderados por Maurizio, heredero del nombre de su padre por tradición, el hijo mayor, quien trabajaba y daba su dinero por mandar a la escuela a los demás. En vez de zapatero, a su padre le había parecido más conveniente hacerlo obrero y ese cuarto donde vivían los Leoncavallo, se convirtió en el sitio más bello del mundo, con varones apuestos, futuros modelos de éxito porque podrían convertirse en gente importante. La maldición de la Reina de las Nieves parecía haberse acabado, aunque su padre comenzara con las advertencias de alejarse de las niñas y prohibiera severamente a su hijo mayor acercarse a las muchachas del vecindario.
En el caso de Goran Liukin, las cosas dejaron de ser dichosas y perfectas cuando su hermosa hija Lía se hizo famosa entre la realeza europea. Los viajeros relataban en las cortes historias sobre una montañesa hermosa, brillante, de modales extraordinarios y enormes talentos. Príncipes de Austria, el hijo del Káiser, sobrinos de la corona inglesa, etcétera, viajaban a Tell no Tales para deslumbrarse. Pero la niña Lía, de catorce años en ese entonces, era más lista y rechazaba a todos y cada uno. Le llegaban interminables cartas de amor y ella prefería ir a clases y ayudar a su padre. Cuando Daphnée Defassieux enfermó y perdió la memoria, Lía tuvo más razones para rechazar pretendientes. Pero la Reina de las Nieves, harta de los desaires, eligió un buen día atraer a Matthiah Weymouth y Lía no pudo seguir resistiendo. Necesitaba que los Liukin o los Leoncavallo tuvieran más niñas y empezó la espiral de dolor para ambas familias.
Primero, Lía perdió un hijo de Matthiah Weymouth por la viruela; luego, el joven Maurizio experimentó la pérdida de sus nueve hermanos. Con los años, Lía sólo se volvería más desgraciada y Maurizio más solitario, hasta que ella cometió el crimen de concebir un hijo con su padre. La Reina de las Nieves no podía soportarlo más y abandonó a Lía, yendo a Italia para ver si podía forzar alguna unión que le garantizara la sobrevivencia. Pero el destino era cruel y juguetón. Lía Liukin y Maurizio Leoncavallo acabarían por conocerse. La Reina entonces, acabó ganando la partida. E inadvertidamente, Goran y su hermano Morisi, acabaron reencontrándose y unidos, aunque ni Lía ni Maurizio pudieron saberlo nunca.