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domingo, 9 de noviembre de 2025

Las pestes también se van: Vuelve el invierno


Venecia, Italia. Sábado, 23 de noviembre de 2002

Cuando Katarina Leoncavallo le pidió al doctor Pelletier que le averiguara los resultados del Grand Prix de Helsinki pasadas las seis de la tarde, se sorprendió demasiado de saber que Carlota Liukin había obtenido la medalla de oro. Su hermano Maurizio no mencionó en París la competencia, ni siquiera ella recordaba haberse enterado de tal evento en la agenda de su compañera. De repente, la Katarina competidora resurgía en una recaída e incluso su cabello, indisciplinado por días, volvía a la rigidez previa de un entrenamiento.

-¡Nadie me avisó! ¡Ahora me tengo que enfrentar a esa mujer! - le contó furiosa a un Marco Antonioni que comprendía que la luna de miel estaba terminada y la resaca por la influenza y la boda no tardaba en comenzar. Afuera no habían cambiado las cosas, sólo se habían aplazado.

-¿Vas a ir al torneo? - preguntó él en voz calmada.
-¡No trabaje tanto para darme de baja! - replicó ella con un grito y se miró en un espejo con la frustración de llevar todavía un tanque de oxígeno. En la habitación de junto, Ricardo Liukin contempló a Maeva con un suspiro resignado, aunque aliviado de enterarse dónde estaba Carlota, a quien por supuesto, iba a reprender por apenas informarle del viaje a Helsinki, como si se mandara sola.

Alessandro Gatell sin embargo, supo que debía retomar su improvisado papel de terapeuta de Katarina inmediatamente y aunque no quiso, recordó el drama inicial con el que se habían conocido y la promesa de atenderla, así que se levantó, esperó a que Katarina terminara con su rabieta y la llamó con un gesto nada sutil. Marco no entendía nada, pero su esposa prácticamente le exigió quedarse en su lugar con un enérgico "no te metas".

-Katarina está de vuelta. Felicidades, Marco - se burló Tennant Lutz y le sugirió a Juulia Töivonen correr su cortina y no hacer ruido para evitar otro altercado. La otra hizo caso y respiró hondo.

En el pasillo, los pacientes curiosos esperaban que algo sucediera para al fin llegar a sus casas y poder hablar libremente sobre la joven más hermosa del mundo. Gatell lo intuía y llevó a Katarina hacia el corredor donde se había casado, seguro de que nadie escucharía media palabra.

-¡Estás a punto de correr detrás de tu hermano! ¿Eso harás, Katarina? - inició sin amabilidad.
-¡Tengo que entrenar! 
-¡Con esa neumonía te vas a morir!
-Estoy bien.
-¿Para qué quieres arriesgarte? ¿Cuándo es ese torneo?
-Diciembre.
-No estás en forma y se te inició tratamiento por desnutrición.
-Voy a tomar las vitaminas y ya.
-Eso no se arregla con pastillas.
-Puse todo mi esfuerzo en llegar al Grand Prix Final, no lo voy a echar a perder.
-¡Lo que tú planeas es ver a tu hermano!
-Es mi entrenador.
-¡Te acabas de casar! 
-¡Voy a patinar! - gritó Katarina con tanta fuerza, que se escuchó por todos lados y un crujido parecido al de la nieve, anunció la aparición de un agrietamiento de la pared transparente del lugar. Gatell tomó a la chica del brazo y la llevó al corredor de la escalera.

-¿Qué pasa contigo? - prosiguió él.
-Me urge salir de aquí.
-Katarina, hace nada decías que debiste decidirte por Marco antes.
-¿No tiene diagnósticos qué hacer?
-Prometí ayudarte.
-Yo no lo pedí.
-Piensa en la Katarina que llegó aquí llorando.
-Me sentía mal.
-Maurizio es tu hermano.
-Hay una competencia que tengo que atender.
-¡Maurizio es tu hermano!

Katarina se llevó las manos al rostro y mordió sus labios una vez, al punto de sangrar.

-Me traicionó otra vez - dijo ella.
-¿Por qué quieres verlo?
-No es eso, es que en serio deseo ganar, hace mucho que no tengo un título, los jueces me van a perjudicar si no lo logro ahora.
-Dime la verdad.
-Es esa.
-Katarina...
-No me mire así.
-Sabes que tu hermano está esperando que lo busques.
-Si no consigo un oro, mi carrera se acabó.
-¿Estás segura?
-Oí a los jueces en Nueva York.

Katarina tomó asiento en un escalón y respiró muy hondo, abrazando luego sus rodillas. 

-No hay un remedio mágico para la neumonía. 
-Doctor ¿Qué debo hacer ahora?
-¿Cuál es el plan, Katarina?
-¿Cuál? Salir, ir a Sapporo, patinar, ganar. No hay otra cosa que me importe en esta parte de la temporada.
-Hablo del otro plan, del real.
-No tengo uno.
-¿Es verte con Maurizio y fingir que nada pasó, verdad?
-No.
-¿Por qué con la cabeza dices que sí?

Ella sintió escalofríos, miró sus pies y continuó.

-Me casé ¿En qué estaba pensando?
-¿Quieres a Marco?
-¡Claro que no! 
-La cabeza dice lo contrario otra vez.
-Él es sólo un chico que me persigue a todos lados y nunca le hablo.
-Lo conocías perfectamente hasta ayer.
-¡Hasta ayer yo estaba creyendo tonterías, hoy he cambiado de opinión!
-Porque tu hermano te traicionó nuevamente.

Katarina se levantó de golpe, abrió la puerta y la cerró de una patada. La gente la miraba sorprendida y ella se detuvo ante la máquina de café, contemplando el bote de azúcar y un paquete de galletas, sintiéndose culpable por tener ganas de llevar algo a su boca. Gatell intentó tranquilizarla, pero el doctor Pelletier fue quien la llevó de regreso a su habitación, no sin antes detenerse a hablarle delante de Susanna Maragaglio.

-Esto no es un consejo, es un recordatorio: No desprecies a Marco Antonioni.
-No le importa.
-Es hora de tomar las cosas en serio. Es una advertencia.
-¡Usted se calla!

Katarina se recostó enseguida, corrió su cortina y se cubrió hasta la cabeza, llorando en el acto. Su esposo intentó consolarla, pero ella le gritó que le dejara en paz y le arrojó su sandalia para demostrar que no estaba dispuesta a recibir sus abrazos ni sus palabras. Ricardo Liukin, quien se asomaba burlón, prefirió anunciar la situación con un "bienvenido a la vida real, Marco" y alejarse riendo. Tennant no ocultaba que le divertía un poco.

-Te lo mereces.
-Cállate, Tennant.
-Eso pasa cuando no entiendes que todo es demasiado bueno para ser verdad.
-No seas hipócrita.
-Marco, míralo así: Te casaste con una chica que acaba de recordar que no te quiere.
-Katarina me adora.
-Afuera la espera su hermano.

Tennant fue rotundo, algo sonriente como Ricardo, pero la presencia de Katarina Leoncavallo dejó de molestarle en ese momento.

-¿La dejo llorar? - preguntó Marco.
-No lo sé, no es mi esposa.
-Se me olvida que vives para ser un imbécil.
-¿Vas a pelear conmigo?
-No lo vales, Tennant.

Marco también cerró su espacio y el silencio se apoderó de cada rincón, pero esta vez no venía acompañado de descanso, sino de las lágrimas incontenibles de una Katarina que debía asimilar una nueva decepción con una sensación de abandono frío que no se ahogaba nunca.

-Ese matrimonio fue un error - declaró Ricardo al colocarse junto a una Susanna que no decidía qué hacer. Estaban frente a un colapso.

-Llevan un día de casados.
-La relación se terminó.
-¡Ricardo!
-Marco fue muy ingenuo.
-¿No puede ver feliz a nadie? ¡Los felicitó ayer! 
-No me malinterprete, Susanna. Es que no se puede ignorar un asunto pendiente.
-¿Satisfecho?
-¿De qué?
-Ahora entiendo por qué Katarina prefirió deshacerse de un amante como usted.

Susanna se separó del señor Liukin y fue donde Marco, quien confundido, miraba a la cortina de su esposa sin atreverse a hacerla a un lado.

-¿Qué hago? - le consultó el chico
-Esperar a que ella abra.
-¡Sabía que haría esto!
-No, Marco, no lo tomes así.
-Katy no deja de pensar en Maurizio.
-Verás que no es grave.
-Sólo fui su distracción aquí dentro.
-Marco, necesitas paciencia. 
-¿Qué va a pasar cuando nos den de alta?
-Confirmarás que ella te ama.
-Le prometí arreglarlo todo.
-Su corazón ha estado roto mucho tiempo.

Susanna frotó la espalda de Marco para confortarlo y luego de unos minutos, Katarina, que había escuchado todo, abrió su cortina. El joven se incorporó y se sentó en la cama de ella. Susanna entendió que debían estar a solas y volvió a su sitio en la silla del pasillo. El doctor Pelletier y Gatell, apenas intercambiaron unas frases cortas, pero definían que Katarina Leoncavallo era una paciente fuera de sus campos y su sanación requería de algo más que las terapias que los médicos pudieran brindarle.

En su habitación, Katarina y Marco se contemplaron unos minutos hasta que ella tuvo ganas de expresar algo.

-No entiendo por qué Maurizio no me dice la verdad y por qué necesito verlo y perdonarle todo y actuar como si no me lastimara. Siempre me desplaza por algo o por alguien, él huye de mí.
-Eso no es tu culpa, chica bonita.
-¡Pudo contarme lo de Helsinki y nunca lo hizo! 
-¿Qué te molesta de eso?
-¡Que lo podía apoyar!
-Maurizio sabe que siempre estás con él.
-Nunca es suficiente y no puedo aceptar que siempre elija a alguien más... Él escogió a Carlota Liukin y yo me aferro en lugar de irme.
-Katarina, yo me haré cargo.
-¡Lo amo, Marco!
-Lo sé.
-No entiendo por qué mi hermano no me quiere.

Marco se descolocó un momento. Él estaba acostumbrado a la obsesión incestuosa de Katarina, a las manipulaciones, algunas involuntarias y sutiles; otras frontales de Maurizio. Pero esto era diferente: Un ir y venir de atención y desprecio, una ilusión y desilusión constante, un desplazamiento disfrazado de cercanía y a momentos, de complicidad fraterna. Era el peso de un asfixiante y nunca admitido desamor. 
 
-No entiendo por qué no me quiere - repitió Katarina y Marco la cubrió y abrazó, la protegió del mundo con sus largos brazos. Al fin la joven había dicho la verdad, el origen de esa espiral que la atrapaba en la órbita de Maurizio Leoncavallo, su hermano , ese hombre que amaba con todo su ser. 

Marco permaneció allí, acompañando a su esposa, desestrañando ese misterio que eran los Leoncavallo, preguntándose cómo los enfrentaría y vencería con su corazón frágil y su escoliosis por Marfan. Cómo destrozar todo para al fin curar a su amada Katarina y llenarla de afecto y devoción. Hacía tanto frío, había tanta nieve al exterior y aún así, Katarina traía el invierno adentro y la calidez apenas había llegado para tratar de derretir los cristales de hielo que le habían clavado en el alma. El remedio podía ocupar toda una vida en hacer efecto.

Pero por el momento, Marco Antonioni sólo tenía que estar.

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