viernes, 3 de mayo de 2019

Un hombre de apellido Leoncavallo



Italia. Años treinta.

"-Lía Nathalie Liukin.
-Puede llamarme Lía.
-No veo experiencia en oficinas o tiendas.
-Sé escribir a máquina y hablo francés.
-¿Fue arqueóloga?
-También actriz y costurera.
-¿Puedo preguntarle por su edad sin caer en la descortesía?
-Acabo de cumplir treinta y seis.
-¿Es casada?
-Ni siquiera he tenido hijos.
-¿Cómo podría ayudarme como secretaria si desconoce de administración?
-Se equivoca. He venido por la vacante de gerente de producción.
-Es muy atrevido.
-Tengo un título en Ciencias."

Con aquella conversación, Lía Liukin obtuvo un puesto en una empresa llamada Breda que se dedicaba a producir y distribuir acero para la fabricación de armamento y aviones en la ciudad de Milán. No tardó en descubrir en su primer día que la habían engañado y en realidad, se encargaría de coordinar a los obreros en las cortadoras de acero, mismos que eran señalados como los más incompetentes de Italia y eran famosos por sus retrasos, paralizando las actividades de sus compañeros de la recién fundada área de ensamblaje y también de Fiat, la única empresa que continuaba adquiriendo materiales con lealtad.

-Bienvenida al infierno - le diría por bienvenida el contador que gestionaba la plantilla laboral, sin ocultar que le daba risa.

-¿Es horrible estar aquí?
-Suerte con esos salvajes.
-Iré a conocerlos.
-El casco es obligatorio en las áreas de producción.
-Lo sé.
-¿Sabía que nunca ha entrado una mujer al taller?
-No será la primera vez que se vean cosas nuevas.

Así, un soleado miércoles se convirtió en la primera visita femenina para los trabajadores de Breda, mismos que pararon las máquinas al escuchar unos tacones por las escaleras metálicas y tomaron formación para ver andar a una Lía Liukin que con su vestido beige con flores y botones dorados parecía notar algunos problemas como falta de luz o cableado en mal estado. A partir de entonces, se acostumbrarían a su imagen, sosteniendo papeles y tomando notas; sonriendo por las láminas de acero de todos tamaños y grosores, contando la asistencia y preguntando a los que tosían si se hallaban bien de salud.

Con las semanas, algunas ideas como una segunda sección de cortado para pedidos de gran volumen o dotación de caretas de seguridad se concretaron y Lía fue ordenando tan caótica división por medio de asignaciones grupales e individuales a cada trabajador. Aquella estrategia era para conocer su productividad y pronto, los números arrojaron el nombre del obrero con mejor desempeño: Maurizio Leoncavallo, encargado de la cortadora número siete.

-Leoncavallo es problemático - advertía el contador.
-¿De qué tipo? No me ha dado dificultades.
-Está organizando un sindicato para frenar los despidos.
-Los recortes no han dependido de nosotros.
-Señora Liukin ¿es usted ingenua?
-Sin rodeos.
-Es sabido que sus "gráficas de producción" son las mismas que utiliza la empresa para descartar a quienes no cubren cuotas mínimas o son ancianos.
-No se me ocurrieron con esa intención.
-Usted le ahorra a Breda mucho dinero.
-¿Quiere decir que los trabajadores están enfadados?
-Puede liquidar a Leoncavallo para evitarse problemas, señora.
-Si quiere armar un sindicato, tal vez me dé pelea.
-Tiene la ventaja, Liukin. Ese hombre no sabe leer.
-¿Cómo opera las máquinas?
-Lo desconozco.
-Iré a hablar con él.
-¿Le comunicará su despido?
-Ese Leoncavallo me va a escuchar.

Lía Liukin descendió con prisa y ante la vista de los empleados, aguardó a que Leoncavallo volteara. Él sólo mostró su rostro.

-¿Todo bien con la cortadora? - preguntó ella.
-¿Algún problema?
-Revisé sus registros.
-¿Perdí el trabajo?
-Leoncavallo...
-¿Van a cambiarme?
-No.
-¿Sus dibujos le dicen que yo no sirvo?
-Con todo respeto pero no creo que sepa qué es una gráfica, Leoncavallo.
-Tengo catorce años cortando acero.
-No se apresure.
-¿No le da vergüenza dejar en la calle a gente honrada que no pudo ir a la escuela como usted?
-No quiero decir eso.
-Si yo me voy, los demás también.
-La plantilla se renueva al día siguiente.
-¡Les dije que trajeron a esta señora para fastidiarnos!

Como Leoncavallo elegía hablar a gritos, atrajo al resto de sus colegas, ocasionando que Lía conversara en voz baja.

-Leoncavallo ¿quiere calmarse?
-Usted empezó.
-No me deja explicar.
-Tiene voz de ratón.
-No se ría de mí.
-Estoy despedido así que puedo decirle que se le está cayendo la cara y que usa faja también.
-¡No sea grosero! Y no uso faja.
-Pero se le cuelga el rostro.
-¡Eso no es cierto! ¡Retráctese, majadero!
-La grosería es que usted haga que nos corran.
-¿Quiere guardar silencio por un minuto? No vine a correrlo ni a hablar de si se me nota la edad... ¿Se nota?
-No me haga perder el tiempo, señora. Y quítese de ahí que nos levanta los tubos.
-¿Cuáles tubos?

Leoncavallo y compañía estallaron en risas y Lía demostraba que no entendía la broma.

-¡Ay! Sólo siga en sus labores.
-Dígame a qué bajó porque debo terminar con estas láminas antes de las cuatro - pronunció Leoncavallo más tranquilo y con un volumen más razonable.
-Es que quiero que me enseñe a usar la cortadora.
-¿Usted qué?
-Es por las gráficas, no sé como hace este trabajo.
-Mis lentes sirven.
-No queda duda de ello.
-Mejor vuelva a ordenar papeles, señora.
-Es que no puede tener este empleo ¡no sabe leer!

La expresión de Maurizio Leoncavallo se tornó furiosa.

-Lárguese.
-Leoncavallo, no me malinterprete.
-¿Se acercó para burlarse?
-No.
-Renuncio.
-¡Leoncavallo, espere!
-¡No voy a ser su payaso!
-Las máquinas tienen instructivos ¿cómo trabaja si es...?
-¿Una bestia?
-Es que en las gráficas...
-Guarde silencio.
-¡Quiero que el mejor empleado de la empresa me enseñe a cortar acero y de acuerdo a mis notas, es usted!
-Hasta para humillar a la gente es mala.
-¡Aprenderé sola!
-Suerte cuando pierda la mano.

Lía leyó las indicaciones básicas en la máquina y la encendió, pese a las advertencias de los empleados de que no lo hiciera. Con las fuerzas que tenía, levantó una lámina de gran grosor e intentó hacerla pasar por una cuchilla vertical, cayéndose por la fuerza y ocasionándose un sangrado en los dedos.

-¿Qué estaba haciendo? ¡Esa cuchilla no sirve para ese grosor! - regañó Leoncavallo.
-Yo quiero saber como trabaja - respondió Lía en el suelo, llorando por el dolor.
-¿Se siente bien? ¿Dónde está su uniforme, sus guantes y la protección para sus ojos? ¿Sabe que pudo averiar la cortadora o que a veces hay limadura de acero en el suelo?... Le ayudo a levantarse.

Lía acabaría la jornada en la enfermería, con un pequeño vendaje en la mano y roja como un tomate, sin decir nada. En las jornadas siguientes, no saldría de su oficina y al revisar la lista de asistencia, notaría la ausencia de Maurizio Leoncavallo, así como la cortadora siete sin utilizar. Luego de una semana, mandaría llamar a un par de obreros para pedirles que lo convencieran de regresar, recibiendo en respuesta varias negativas así como el recado de que se fuera al infierno. Por ello, decidió ir a buscarlo durante un desfile de los Camisas Pardas, en las afueras de una oficina de telégrafos y de un taller de soldaduras, en donde le reportaban que le habían visto laborar. No hubo resultados.

Un mediodía, los compañeros administrativos le insistieron a Lía en que dejara el asunto por la paz, sobretodo el contador.

-Él decidió irse y nos ahorramos su último sueldo.
-Fui muy mala.
-Leoncavallo no hace falta.
-¡Claro que sí! Es el más eficiente de este lugar.
-¿No te estás obsesionando con esto? No le dijiste mentiras.
-Sus cuotas son excelentes.
-Era un obrero conflictivo. Se fue y los demás se olvidaron de su sindicato.

Desde ese momento, Lía comenzó a bajar diariamente las escaleras en punto de las trece horas y cada que pasaba cerca de la cortadora siete, la veía con detenimiento. Poco después, le pidió a sus subordinados que le mostraran cómo utilizarla y les prohibió tocarla cuando acabaron las lecciones. Algunos le contaban a Leoncavallo si lo encontraban; otros intentaban molestarlo pero él siguió con su vida hasta que el asunto se enfrió y un nuevo obrero ocupó su puesto, aunque no el mismo lugar en el taller.

Algunos meses más tarde, durante la salida de los trabajadores de las fábricas, Maurizio Leoncavallo halló a Lía Liukin en una banqueta contraria, del brazo de uno de los ingenieros de Breda. Como bien pudo suponer, ella había hallado a un novio y por la compañía de otros directivos, el asunto iba en serio. Leoncavallo pensó que las cosas habían tomado el lugar indicado y recordó cómo detenía la cortadora cuando escuchaba los tacones de esa mujer en la escalera mientras apostaba por el color de su vestido con los amigos. Siempre perdía pero no le molestaba porque al día siguiente ella escogería el tono errado de la tarde anterior.

Después, fue Lía quien distinguió a Leoncavallo caminando, con el rostro bajo, en una calle cercana a un taller automotriz durante una lluvia vespertina, con los bolsillos vacíos. No sabía que él acababa de perder su empleo de soldador y buscaba desesperado algún lugar como albañil o herrero. Tuvo la tentación de aproximársele pero no lo hizo.

Así llegó la primavera de 1935. El ambiente de fiesta se percibía en cada rincón de Milán y las juventudes fascistas marchaban a la menor oportunidad mientras la compañía Breda firmaba convenios con la Regia Aeronautica para proveer de acero a la fuerza aérea italiana. Poco a poco, las leyes comenzaban a cambiar y una mañana llegó, junto al memorándum que establecía el sábado como jornada laboral prácticamente forzosa, una carta para Lía Liukin de parte del servicio migratorio. El dictamen era claro: Tendría que marcharse del país y su límite era el mes de noviembre. No podía siquiera evadirlo en el trabajo porque la notificación también era para los altos mandos de Breda, quienes la mandaron llamar para ratificar la decisión de rescindirle el contrato. Al menos le dejarían quedarse durante el tiempo de gracia para que buscara a dónde ir o en un caso remoto, renovar su permiso de residencia.

-El abogado de la empresa no va a defenderme - le contaba Lía al contador.
-Al gobierno no le gustan los extranjeros.
-¡Conseguí el contrato con la Regia Aeronautica!
-Pero no eres italiana ¿qué remedio?
-La gente de Fiat también negocia conmigo.
-¿Te vas a casar con el ingeniero Fioretti, verdad?
-Fioretti canceló la boda esta mañana.
-¿Por qué?
-Nunca le dije que soy migrante y es todo.
-Lía ¿qué va a hacer?
-Iré a supervisar las cortadoras y haré un par de llamadas a Fiat para revisar el retraso en las entregas.

Lía Liukin secaría sus lágrimas y luego bajaría con sus hojas en blanco a tomar notas. Los obreros la notaban tensa pero ella se detuvo como siempre en la cortadora siete.

-¿Le han dado mantenimiento a esta máquina? Tenemos un encargo de Fiat que no se ha cubierto ¿quién quiere usarla? - preguntó expectante y alguien alzó la mano:

-¿Por qué no va por Maurizio Leoncavallo? Él la maneja bien.
-¿Leoncavallo?
-No tiene trabajo.
-Creí que estaba de soldador.
-Lo corrieron por comunista.
-¿Perdón?
-La última vez que lo vimos, lo despidieron en una construcción por ser anarquista.
-¿Anarquista? Es imposible... ¿Creen que vuelva?
-Es eso o que desentierren a su padre y lo lancen a una fosa común.
-¿Su padre murió?
-Hace poco, sua mamma también.
-¿Dónde puedo encontrarlo?

Lía Liukin saldría temprano de la empresa y tomó un tranvía que atravesaba el oeste de Milán hasta el centro de la ciudad, en un barrio de obreros que siempre estaba lleno. Durante el camino, ella se volcó en recordar a Leoncavallo, dándose cuenta de que había olvidado varias cosas, excepto la impresión recibida cuando las primeras gráficas de producción mostraban su gran desempeño o la vez que vio su rostro, ese fatídico día de su renuncia. Los directivos aun le preguntaban por qué le había importado tanto ese episodio y ella ni siquiera había pensado en él durante meses, así le diera por contemplar la cortadora siete todos los días.

Ella descendió, luego de preguntar, en una calle concurrida. Había mujeres con niños y globos, quizás porque había una primaria cercana. Los pocos negocios eran bares de poca monta y de reparaciones eléctricas sencillas pero a esa hora, la vigilancia de los camisas pardas y la policía se dejaba sentir, ocasionando una inexplicable algarabía y al mismo tiempo, una repartición de panfletos del Partido Comunista que se ocultaban en las canastas y en los zapatos. Lía escondió uno debajo de su blusa luego de doblarlo rápidamente y se apresuró a preguntar por Maurizio Leoncavallo, a quien hallaría saliendo de un bar, con un uniforme azul y botas industriales negras.

-¡Leoncavallo, me alegra tanto verlo! 
-¿Qué se le ofrece?
-Me dijeron que vive por aquí y yo quiero darle un trabajo.
-Claro que no.
-¿Volvería a la fábrica? Puedo hacer que lo readmitan.
-¿Con usted como mi jefa?
-Me cambiarán en noviembre.
-Me dijeron que se casa.
-En realidad, me tendré que ir.
-¿Usted?
-No soy italiana. Me expulsaron del país.

Leoncavallo miró a Lía con cierta sorpresa.

-Acepte la oferta, regrese a la cortadora - evadió ella.
-Lo intentaré cuando usted se vaya.
-¿Es tan orgulloso?
-No la saludé ¿usted qué cree?
-Pasó un año.
-No sé leer ¿de qué le sirve un obrero así?
-Puedo ayudarlo.
-Hizo suficiente por mí, ciao.
-¡No quiero que lo vuelvan a despedir por comunista!

Leoncavallo tapó la boca de Lía y la llevó a un callejón con cierta agresividad.

-¿Quiere que nos maten? ¡Hay camisas pardas por todos lados!
-Disculpe Leoncavallo...
-¿No se cansa de molestar?
-Es que me han relatado sus dificultades.
-Espere.
-Supe que lo han llamado anarquista en otro lado.
-¡Cállese!
-¿Por qué?
-Vamos a mi cuarto ahora.
-¿Dónde?
-Nadie le creerá que viene conmigo si no se quita los guantes.
-¿Qué pasa?
-La policía... También quítese el collar.
-Listo pero no sé qué ocurre.
-Camine.

Leoncavallo sujetó la mano de Lía para abandonar el lugar y confundirse entre la gente. Él procuraba sonreír y ella, sonrojada, peleaba con sus tacones y sacudía su cabello, haciéndole pensar a más de un oficial que era una pareja que iba comenzando.

-Qué buena actriz resultó, señora.
-Trabajé en el teatro.
-¿Saben eso en Breda?
-También he sido maestra, patinadora sobre hielo, asistente de laboratorio, escribí artículos de arqueología y...
-No presuma tanto, por favor.
-Me entusiasma, no puedo evitarlo.
-¿Qué se siente saber tanto?
-En realidad, he aprendido poco. No somos tan diferentes, Leoncavallo.
-Usted fue a la escuela. Yo no puedo entender lo que está escrito en nada.
-¿Por qué no lo intenta?
-Las letras se me mueven y enciman.
-¿Qué?
-Es en serio, me ha dolido la cabeza muchas veces y siempre veo un punto al final.
-Eso es raro.
-Sin estos lentes soy prácticamente ciego.
-Existe el braille.
-¿El qué?
-Un modo de lectura que podría enseñarle. Usaría sus dedos.
-¿Aprender a leer? ¿A mi edad?
-¿Por qué no? Le aseguro que no querrá dejar los libros.
-¿Sabría cosas?
-Si es ambicioso, terminaría la universidad.

El incrédulo Leoncavallo comenzó a sentir una vergüenza enorme. Aunque su sentido común le aconsejaba alejarse de los camisas pardas, hacer entrar a Lía a un edificio descuidado, con goteras, de barandales frágiles, no era algo que hubiera querido dejarle de recuerdo. Notó enseguida la diferencia con sus vecinas, la energía y el buen aspecto, la hipócrita admiración de otros hombres y la vecindad expectante que podía ser insoportable.

-Es aquí - indicó Leoncavallo y Lía Liukin se impresionó de que realmente fuera una habitación en un tercer piso.

-Adelante, tengo una silla ¿gusta un café?
-No, gracias.
-¿Tiene algo que echar al fuego? Encenderé la estufa para que no pase frío.

A Lía se le ocurrió entregarle el folleto que le habían dado en la calle.

-Diario reparten estas cosas aquí - mencionó Leoncavallo.
-Me han dicho que ha perdido trabajos porque lo acusan de comunista.
-No sé de qué hablan.
-¿Pero es cierto?
-¿Qué?
-Lo del empleo.
-Una vez me entregaron un papel y cuando entré al taller, me echaron.
-Lo siento mucho.
-Eso pasa, señora.
-¿En que está ahora?
-En nada. Pinté la pared de un bar en la mañana, gané unas liras.

Leoncavallo echó el folleto al fuego y Lía advirtió sus cambios, como su cabello más largo o su rostro más delgado pero no se había afeitado por un par de días. Examinando más, la ausencia de una cama o de una mesa daba un aspecto triste.

-¿Se siente cómoda? ¿Necesita algo?
-En absoluto.
-¿Siempre es tan...? - Leoncavallo rió un poco.
-¿Tan qué?
-Ceremoniosa.
-¿Dónde escuchó esa palabra?
-Los vecinos a veces me leen cosas.
-¿Cómo qué?
-Los carteles de la calle o los precios en el bar. Luego viene una niña que me pregunta mi opinión sobre los cuentos que le dejan de tarea en la escuela y su madre me trae galletas.
-¿A usted le gusta esa mujer?
-¿Quién?
-La mamá de esa chiquilla.
-No. En realidad, no lo he pensado.
-¿Usted ha tenido novia o una esposa?
-Me agradan algunas muchachas pero nunca he estado con alguien.
-¿Por qué?
-Antes porque tuve que cuidar a mis padres y ahora porque tengo que sobrevivir.... ¿Usted se casó con el ingeniero Fioretti, verdad? Los vi hace tiempo juntos.

A Lía le sorprendió aquella pregunta.

-No habrá boda - contestó ella.
-¿Él la dejó?
-Le dije que me están pidiendo que me vaya del país.
-¿A dónde irá?
-Me han dicho que Provenza es hermoso en invierno. Tal vez trabaje de secretaria.
-¿Dónde es Provenza?
-Francia.
-¿Por qué no regresa a su tierra, señora?
-Queda muy lejos y no tengo a nadie.
-¿Es de España o de Grecia...?
-Tell no Tales.
-Parece un viaje muy largo.
-Está en África.
-Me han contado que allá la gente es oscura, baila alrededor del fuego y hay leones en todos lados.
-Eso no es cierto. No toda la gente es oscura, pocos tienen rituales con fuego y Tell no Tales es una isla sin leones.
-¿Me mintieron?
-África es muy grande y hay ruinas romanas en algunos lugares y animales feroces en otros.

Leoncavallo no paraba de mirar a Lía.

-¿Y ahora?
-Si estuviera en la cortadora y apostara por el color de su vestido, hoy habría ganado por primera vez - agregó él, sonriente.
-¿Qué dice?
-Era un juego que teníamos. El que adivinaba se ganaba llevarle una flor a su escritorio, señora.
-Le aviso que todavía lo hacen.
-Me habría encantado equivocarme siempre.
-¿Qué?
-Yo decía un color y al día siguiente usted lo usaba.
-¿En serio?
-Le debo una flor... Varias, es que todos los días se ve hermosa.
-Gracias.

Lía sonrió y creyó caer en cuenta. Leoncavallo acababa de decirle que ella era la mujer que le atraía.

-Lamento haberme portado mal con usted.
-Lo he olvidado.
-Insiste en no volver.
-La llamé vieja arrugada enfrente de todos.
-No es lo mismo.
-Tal vez no sé leer pero sabía que me echarían de la fábrica. Sólo no quise creer que usted les ahorraría el discurso.
-Leoncavallo, es un trabajador valioso.
-Quería un sindicato incluso antes de su llegada, señora Liukin.
-¿Cómo se le ocurrió formarlo?
-De la radio. Dicen que es para defendernos del patrón.
-Es algo noble.
-Ingenuo.
-¿Quién quiso despedirlo antes?
-Hay camisas pardas en Breda.
-¿No le agradan, verdad?
-No.

Maurizio Leoncavallo sacó dos tazas y sirvió café mientras Lía procuraba no recordarle que había declinado la invitación minutos atrás y lo observó tomar asiento en el piso.

-Disculpe si no tengo galletas con fruta.
-¿Cómo sabe que me gustan, Leoncavallo?
-La veía comerlas cuando volteaba a su oficina. También sé que canta y habla sola.
-¿Me espiaba? ¿Cómo cubría sus cuotas?
-Se ponía en la ventana ¿qué culpa tenía yo?
-Casualmente miraba desde la cortadora siete.
-¿Qué era lo primero que le aparecía cuando se asomaba?

Lía se abstuvo de responder porque Leoncavallo tenía razón. Desde las oficinas de aquella división de Breda, esa máquina era casi omnipresente.

-Me sentaré junto a usted.
-Señora, va a ensuciar su vestido.
-No importa, me siento incómoda.
-No tengo cojines ni nada.
-No es eso. Es que no me agrada que esté aquí y yo en la silla.
-Es una atención con usted.
-Leonvacallo, es mejor que yo tome lugar a su lado, así no me siento como en la empresa.
-Me gustaba verla desde la cortadora, así en lo alto.
-¿Es un halago?
-¿Puedo saber algo?
-Adelante.
-¿Es cierto que me ha extrañado?
-¿Quién le dijo?
-Algunos obreros son mis vecinos.
-Jajaja, supongo que no puedo negarlo. Su estación ha estado clausurada desde hace un año, Leoncavallo.
-Me cuentan que usted se para enfrente de la máquina cuando hace la inspección.
-Porque puedo recargarme.
-¿Tan bueno era con la cortadora?
-Nadie rinde igual.
-¿Sabe que noto ahora que estamos cerca?
-Diga.
-Que me acordaba mucho de usted.

Lía Liukin sonrió y bebió su café, decidiendo entre insistir con el trabajo o marcharse cuando él se incorporó y sacó de una caja algunas mantas, cubriéndola sin pedir permiso.

-El frío en primavera es molesto - declaró él.
-Hoy está soleado.
-¿Por qué está tiritando?
-Tiene razón pero ¿usted no se cubre?
-Estoy bien.

Pero Lía no era tonta y supo que Leoncavallo le había dado lo que tenía.

-La estufa necesita más papel pero no tengo.
-Leoncavallo, venga a taparse.
-No quiero faltarle al respeto, señora.
-No le conviene resfriarse.
-Cuando era niño, caminaba descalzo en la nieve.
-Lo mismo hice de chica.
-No se preocupe.

Ella decidió acercársele otra vez y lo cobijó, transformando ese gesto en un abrazo y luego en una mirada mutua, prolongada.

-Lía, eres tan bella.
-Leoncavallo, yo...
-Perdone, no quise decirlo.

Pero ella eligió besarlo, descubriendo que Maurizio Leoncavallo jamás había sentido algo similar y nunca había tenido una mujer en sus brazos.

-¿Qué debo hacer? - dudó él pero juntó su labios por segunda vez, fascinado porque ella lo rodeaba y ambos se recostaban en el suelo como si necesitaran más espacio.

Durante esa tarde y esa noche, Lía Liukin y Maurizio Leoncavallo eligieron entregarse mutuamente, escuchar sus latidos, contemplarse para conocer cualquier lunar o pata de gallo, tocarse para memorizar cada detalle. El fuego de la estufa se apagó cuando ella decidió que se iría el lunes por la mañana, sin mediar una explicación. Prefería recordar a Maurizio como un lindo imprevisto y permanecer en la mente de él, siendo siempre la primera. Leoncavallo despertaría sin entender por qué Lía se había marchado y los vecinos le alcanzarían a decir que había tomado el tranvía de las cinco de la mañana.

La renuncia anticipada de Lía Liukin a Breda se regó como pólvora entre los obreros ese mismo lunes y Maurizio Leoncavallo se enteraría al salir a la calle, sin estar seguro de donde ir. Le atravesó por la cabeza que ella podía estar esperando el tren.

-Se fue, olvídala - oyó decir a sus amigos y por una suerte que tal vez se presenta por tener esperanzas, le dio por ir a la fábrica, en donde se le informaría que Lía había pedido como último favor que el trabajo le fuera devuelto.

De nuevo, el tiempo se encargó de correr con cierta libertad. Pasó el resto de la primavera, se agotó el verano y en noviembre, Maurizio Leoncavallo fue mandado llamar por el ingeniero Fioretti a su oficina. Pronto reconoció en otro escritorio al contador de la compañía, ese que solía laborar con Lía Liukin.

-Leoncavallo, tengo que agradecer sus servicios - inició Fioretti.
-¿Me despiden otra vez? Me estaba portando bien.
-No es grato que entre aquí.
-Como sea.
-Recibimos una carta de Fiat. Le ofrecen un puesto.
-¿De verdad?
-Recibió una recomendación hace tiempo por parte de esta compañía.
-No entiendo.
-Al parecer, lo quieren para supervisar un equipo de ensamblaje.
-¿Cuándo tengo que presentarme?
-¿Acepta la oferta? Empiece mañana, lo recibirán en el taller del Campo Vittorio Emmanuelle y corte su cabello.
-Gracias.
-Me retiro. Termine con sus láminas.

Fioretti miró a Leoncavallo con desdén y abandonó el lugar, dejándolo con el contador. Este último se animó a hablar.

-Antes de que se vaya, Leoncavallo, permítame decirle algo.
-Hágalo.
-Lía Liukin habló bien de usted con nuestros socios en Fiat.
-¿Lía?
-Usted conoce nuestros materiales y qué hacer con ellos. Suerte.

De aquella conversación se enteraría más tarde Lía Liukin en su casa, mientras batallaba con un ataque de náuseas. Cerca de la puerta se hallaban sus maletas.

-Por Dios, mujer ¿fuiste al médico?
-Contador, me disculpo por esta escena horrible.
-Me dijeron que te vas la próxima semana.
-Aparté hotel en Provenza.
-¿Estás cansada?
-¿Cómo van las cosas en Breda?
-Regresamos a nuestros peores tiempos como proveedores.
-¿Nadie trabaja?
-Le avisaron a Leoncavallo de la oferta en la armadora de Fiat.
-¿La aceptó?
-Se presentará mañana.
-Entonces no tengo asuntos pendientes.
-Lía ¿no piensas avisarle?
-No. Leoncavallo debe trabajar y estará bien.
-¿Qué pasará cuando su hijo pregunte por un padre?
-Sólo me tendrá a mí.
-Puedo respetar eso pero no creas que Leoncavallo no hace preguntas.
-¿Él?
-¿Crees que en Breda nadie adivinaba que entre ese obrero y tú, había algo?
-No le hablé en la fábrica más que una vez.
-Por favor, Lía. Las flores en la mesa, las galletas o el día que te regalaron una tarjeta musical ¿quién era capaz de tantos detalles?
-No fue él. Los trabajadores hacían apuestas tontas.
-Leoncavallo era el de la idea.
-¿En serio?
-Algunos creen que lo despediste para evitarte peleas con el ingeniero Fioretti y la prueba es que lo reinstalamos cuando abandonaste la compañía. Además, lo fuiste a buscar.
-¿Por qué nunca me dijo, contador?
-Pensé que te habías dado cuenta porque pasabas el tiempo mirando a la cortadora.
-No conocí a Leoncavallo hasta el día que lo eché sin querer.
-¿Él es más que el padre de tu hijo, verdad Lía?

Ella nunca supo si había contestado afirmativa o negativamente.

Conforme se acercaba el día de la partida de Lía Liukin, la ciudad de Milán se volvía asfixiante. En la radio o en la calle, la propaganda fascista se expandía y la multitud imitaba el saludo de las tropas cuando las miraban pasar o los discursos de Mussolini se transmitían por radio. En Fiat no era la excepción y Maurizio Leoncavallo era cuidadoso de no sumarse a la corriente, normalmente ocultándose detrás de algún vehículo hasta que las manos volvían a su lugar. La compañía había comenzado a vender autos al régimen y como en otros lugares, era difícil no involucrarse con los camisas pardas o ver a los colegas adherirse al Partido Fascista. En ese viernes en particular, la armadora recibía no sólo la visita de un coronel y pilotos de la Regia Aeronautica, también la de dos directivos de Breda que presumían con cierto orgullo el acero utilizado para un modelo que aun estaba en pruebas para sustituir el nuevo Fiat 6.

-Por cierto, Breda nos cedió a un trabajador talentoso. Leoncavallo ¿viene con nosotros? Él corrige el mal trabajo de nuestro proveedor - mencionó un ejecutivo de Fiat en broma. Maurizio se aproximó y extendió su mano en cortesía a los invitados a pesar de su resistencia. Pronto reconoció al contador de Breda y al saludar al ingeniero Fioretti, se pudo notar que eran adversarios.

-Cuentan que nunca se han llevado bien - susurró un directivo de Fiat.
-Cherchez la femme! - rió el coronel antes de que aquellos dos se tomaran distancia y el recorrido continuara. Leoncavallo explicaba como podía qué tipo de metal se utilizaba, la verificación de los cortes o el tiempo para realizar alguna soldadura. No le agradaba usar la palabra pero quería evitar tantas preguntas como fuera posible y enseñaba diseños de puertas o descapotables para terminar la exposición rápidamente. El grupo se iba concentrando en los bocetos cuando Leoncavallo sintió que lo apartaban un poco.

-Leoncavallo ¿tiene un minuto?
-¡Contador! ¿que se le ofrece?
-Es Lía.
-¿Lía?
-Me he tomado esta licencia porque ella será deportada.
-¿Le ha pasado algo?
-Leoncavallo, hable con ella. Está embarazada.

El propio Leoncavallo se sorprendió enseguida.

¿Su hijo también es mío? - preguntó nervioso.
-Le anoté la dirección en este papel - prosiguió el contador.
-No puedo leer.
-Entonces, lo llevo.
-¡Rápido!
-¿Va a dejar el trabajo?
-Tengo que verla.
-¡Leoncavallo, no se apresure!
-Si ese niño es mío, que ella me lo diga.
-¿Está seguro de esto?
-Lía no se puede ir.

Maurizio Leoncavallo siguió al contador sin excusarse con nadie, desairando al coronel y al ingeniero Fioretti que pretendían pedir más detalles sobre los acabados y el ensamblaje.

Así fue como Maurizio Leoncavallo se dejó conducir hasta una calle limpia y bonita, donde había una casa de gran portón verde y rejas, con abundantes macetas. Lía Liukin entraba en ella después de realizar unas compras y su gran vientre hacía que su vestido luciera un poco más corto de lo que era en realidad. Él no sabía cómo acercarse.

-Depende de usted - dijo el contador.
-¿Se va?
-Leoncavallo ¿recuerda que le comenté que esa mujer era inalcanzable cuando llegó a la acerera?
-Contador, yo no creía que estaría aquí.
-¿Sigue dudando?
-No es eso.
-Le dije que los obreros que miran alto no tienen futuro.
-Lía lleva a mi hijo.
-Si no va por ella, entonces no la merece, Leoncavallo.
-No sé cómo iniciar.
-De la misma forma en que empezó a dejarle regalos en su escritorio. Además, su niño le espera.

El contador subió a su auto y fingió marcharse, dejando a Maurizio Leoncavallo tratando de calmarse luego de que en un arrebato, presionara el timbre y descubriera que Lía descansaba sobre una piedra mientras lo miraba, entre atónita y cansada a través de la reja.

-Está abierto - afirmó ella y Leoncavallo se atrevió a pasar, tropezando un poco y cerrando con cuidado.

-¿No te lastimaste?
-Lía, me avisaron de tu embarazo en Fiat. Debí venir antes.
-Leoncavallo, no tenías que hacerlo.
-¿Por qué no me contaste?
-No te quiero atar.
-¿De qué hablas?
-No te puedo obligar a reconocer una paternidad.
-¿No es mi bebé?
-No me malinterpretes, Leoncavallo. Tú y yo estuvimos juntos una vez.
-¿Por qué te fuiste?
-Es que ni siquiera hemos tenido un comienzo o una cita.
-¿Por qué no ahora?
-Sigue sin mí.
-Lía, no te vayas con mi hijo.
-Estarás bien y conocerás a alguien que se quede.
-¿Por qué tú no?
-¡Tengo casi cuarenta, Leoncavallo!
-Aun falta.
-¿Por qué querrías intentarlo si estoy vieja?
-Quiero educar a mi hijo.
-Pero tú...
-No tengo qué darle, lo sé. Tampoco puedo soñar con una casa como ésta.
-Leoncavallo, eres joven, vete.
-¡Quiero hacerme cargo!

Lía Liukin no sabía cómo continuar y él se colocó a su lado.

-Te llevarán lejos de aquí.
-Leoncavallo...
-Maurizio, por favor.
-De acuerdo.
-¿No quieres que te visite de vez en cuando?
-Eso sería bonito.
-Lía ¿podrías escribirme?
-Te enviaré fotos ¿Sigues viviendo en...?
-No. Bueno sí pero busco otro lugar, he estado ahorrando.
-Pensaba rentar esto pero puedes quedarte.
-Es muy grande, mujer, ¿qué haría con tanto espacio? No lo puedo mantener.
-Exageré cuando la compré.
-¿Por qué lo hiciste?
-Creí que me casaría y el jardín estaría lleno de niños y quizás un perro grande.
-El ingeniero Fioretti es un tonto.
-Es fascista, déjalo.
-¿Aun quieres tener un montón de niños?
-¿Es una táctica para que me quede?
-Lía dime... Perdón.
-Maurizio ¿qué se te metió en la cabeza?
-Nada.
-¿Estás insinuando algo?
-No te cruces de brazos.
-¿Estás diciéndome que te ofreces para darme hijos?
-¿Por qué no?
-Chistosito.
-Pero hablo en serio.
-Maurizio, me van a deportar.
-Vámonos a donde quieras entonces.
-Estás loco.
-Serán seis niños.
-¡Oye!
-Ya tenemos uno.
-¿Quién te dijo que pienso en más?
-¿No te gustaría que el chico tuviera hermanos?
-¿Seis chiquillos entre tú y yo? ¿Tienes idea de lo que pides?
-¿Quieres el patio lleno?
-Es una fantasía.
-El mayor se llamará Gianluca.
-¡No, no, no, señor Leoncavallo! No puedo permitirle eso ¿Qué le hace pensar que el primero es varón?
-Que todos en la familia hemos sido hombres.
-Es una niña.
-Eso se sabe cuando nace.
-He soñado con sus vestidos y sus coletas.
-Será la primera de la familia.
-Le pondremos Amelia.
-No.
-Maurizio...
-Carolina Leoncavallo.
-¿Alguna razón?
-Me gusta como se oye.
-Carolina... Tienes razón, Maurizio.
-Ella será tan bella como tú, Lía.
-¿Estás emocionado?
-Voy a ser papá.

Maurizio Leoncavallo apretó la mano de Lía Liukin y ella sonrió como si algo se arreglara.

-En dos días vendrá alguien de migración para asegurarse de que tome camino a Francia.
-Iremos.
-Maurizio ¿crees que en esta casa sería posible estar con nuestros retoños?
-¿Aquí?
-Me ofrecieron un buen trabajo.
-¿Dónde?
-En Fiat. Quieren que me encargue de sus adquisiciones de materiales.
-¿Serías mi jefa otra vez?
-No pero iría al taller de ensamblaje de pruebas con frecuencia.
-Yo trabajo ahí ¿Cómo sabes?
-Tal vez mandé una carta...
-¿Tú me recomendaste?
-Lo mereces.
-Me pondrás a adivinar el color de tu vestido otra vez.
-Cásate conmigo.
-Lía, yo tenía que pedírtelo.
-Mandaré por tus papeles.
-¿Estás segura?
-Nos faltan cinco hijos para jugar en el patio.

Lía Liukin y Maurizio Leoncavallo se quedaron conversando, sentados en la piedra de la entrada, sin evitar risas y la certeza de que tenían mucho en común. Continuaba siendo un día soleado y la pareja ignoró el ruido de los autos, el canto de los pájaros y el nuevo discurso de Mussolini con tal soñar un poco, de respirar, de disfrutar un poco de libertad.