miércoles, 22 de julio de 2020

Las pestes también se van (Familia)

"La muerte y la doncella", Egon Schiele (1915)

Milán, Italia. Agosto, 1918.

Maurizio Leoncavallo tenía quince años y era el mayor de los diez hijos del señor Leoncavallo, el zapatero de un taller precario próximo a una vecindad igual de deteriorada. Como las necesidades de una familia pobre suelen ser apremiantes, ese joven trabajaba desde los seis, primero como deshollinador y luego como un albañil de larga jornada que podía llevar un sorbo de sopa de papa y un mendrugo de pan a su boca cada noche. Ese hijo mayor se encargaba de organizar a sus hermanos, todos pequeños, para el aseo y para dormir temprano y también era responsable de cuidarlos cuando su madre sentía que le abandonaban las fuerzas luego de lavar ropa ajena. En la escuela, los niños Leoncavallo destacaban por leer y dibujar y por ambas razones, Maurizio vivía con la enorme exigencia de aportar su mísero sueldo para comprar el material escolar posible, a costa de las mayores privaciones. 

-Has nacido tonto ¿qué se le va hacer? - le repetía su padre y su madre hablaba feliz de los halagos y buenas notas de los pequeños, que Maurizio no sabía si sentía envidia. Alguna vez, un oculista le había dicho que requería unos lentes y en lugar de reunir un poco de dinero para tratar su mala vista, había comprado un juego de geometría y una cajita de lápices baratos para esos nueve torbellinos que no se daban cuenta de que le dolía la espalda y deseaba cerrar los ojos en lugar de perseguirlos en esa habitación dónde vivían. 

Por ello, el señor Leoncavallo se enfadó sobremanera el día que Maurizio llegó temprano a casa y cayó tendido en el piso, con tos abundante y una gran fiebre. Su madre le colocaría una manta y le permitiría usar el catre de la familia mientras intercedía ante su marido para incluso colocarle compresas frías al muchacho y darle el lujo de dormir, con la expectativa de que el malestar se le pasara. Pero aquello no sucedió. A la mañana siguiente, su piel hervía, la palidez le había dejado casi invisibles los labios y su nariz sangraba de vez en vez luego de accesos de tos cada vez más prolongados. El señor Leoncavallo apenas se daba cuenta de la gravedad, cuando tres chiquillos enfermaron al mediodía y el resto de los hermanos terminaron postrados sobre sus camas de cartón antes de las tres de la tarde. La señora Leoncavallo intentaba atenderlos, obligarlos a beber agua o comer algo, pero ninguno podía hacerle caso y pronto, uno de ellos no le respondió cuando intentó despertarlo. Era Gianni, el más chico, el que apenas había llegado a los dos años. La madre gritó desesperada y sostuvo a su niño con la esperanza de reanimarlo. Más tarde, fue Luca, el más inteligente de la familia, el que tenía once y le gustaba jugar a la pelota. Su mirada quedaría cristalizada, como una figura de hielo que no se derretiría nunca. Maurizio Leoncavallo notó que el último vistazo de aquél desafortunado había sido para él, aunque no entendiera por qué. Deseaba llorar, desgarrarse del dolor, pero su debilidad era otro obstáculo y el cansancio lo venció, aunque no pudo dormir. El señor Leoncavallo llegaría a casa con la novedad de que dos críos habían muerto y su mujer comenzaba a expectorar, pero se sostenía de pie por la posibilidad de que aquello se detuviera pronto. El sacerdote no se daba abasto con tantas personas que le pedían rezar por sus fallecidos y un doctor que no sería capaz de atenderlos a todos. Una familia entera en la planta baja de la vecindad había perecido; otros daban el último suspiro en la calle, una conocida estaba saludable en la mañana y occisa antes de la cena. El señor Leoncavallo tomó una silla entonces y suspiró mientras reprimía la furia y las lágrimas hasta que la interminable tos de Maurizio le hizo perder la paciencia.

-¡Levántate, bruto! ¡Déjale el lugar a tu madre! - ordenó y el chico volvió al suelo, a recostarse junto a Giuseppe y Stefano, gemelos, los más traviesos y los que siempre brillaban en la lección de matemáticas. Uno de ellos había obtenido un diploma por ello y lo había llenado con una sustancia verde que nunca se supo qué mezcla era, mientras el otro le había hecho un agujero antes de exponerlo en la pared. A las ocho de la noche, ambos habían dado el último suspiro.

-¡No puede ser! - gritaba la señora Leoncavallo y contó a sus hijos. Quedaban seis: Simone, el más callado, los otros gemelos, Vincenzo y Niccolò; Giorgio, el pelirrojo, también Salvatore, el más afectuoso de la familia y Maurizio que, por alguna razón, lucía más grave. Escuchar a su madre repitiendo sin parar la cuenta hasta el número seis, devino en un trauma para Maurizio Leoncavallo, que al igual que ella, terminaría obsesionándose, aunque sin advertirlo. El seis se volvió una esperanza vana cuando Giorgio pareció convulsionar mientras su padre intentaba sostenerlo. De todas las escenas, la muerte del pelirrojo fue la más aterradora, con el niño de ocho años azotándose, jadeando, quedando el cadáver como si hubiera saltado al vacío, dejando un insólito charco que el señor Leoncavallo no se atrevía a limpiar.

-¡El médico se desplomó en la escalera! - exclamó alguien pero nadie lograba entender qué acontecía. La portera, el carnicero, la familia del cuarto de junto, los adolescentes del piso de arriba con los que Maurizio tenía prohibido juntarse, la chica rubia del patio, de todos ellos se había extinto la voz y con los dedos de ambas manos se representaba a los que quedaban en apariencia sanos. El señor Leoncavallo estaba enfermo también, pero no perdía la fortaleza ni sucumbía como los demás y entonces, Vincenzo y Niccolò cedieron por él. El miedo se apoderó de Simone y de Salvatore y su hermano mayor se arrastró hacia ellos, abrazándolos para calmarlos, besando sus pequeños rostros y ocultando sus lágrimas para balbucear cancioncitas que se le ocurrían sobre los bosques y los arroyuelos que verían algún día. Fue entonces cuando el callado Simone dejó de serlo para delirar sobre planetas extraños y estrellas absurdas hasta detenerse de golpe poco después. 

Los Leoncavallo sabían que no podían pagar los funerales ni se atrevían a tocar a sus muertos. Maurizio contemplaba a su madre destrozada y pronto, Salvatore lo apretó para no separarse. El niño de nueve años tenía las mejillas oscuras, como si tuviera unos enormes moretones y luego de notarlo, su hermano mayor tuvo un ataque de tos más pronunciado que los anteriores y la sensación de ahogarse. Aquello alertó al ya pasmado señor Leoncavallo, pero el chico logró contenerse al sacar energías que sólo Dios sabría cómo conservaba y a costa de expulsar más sangre por su ya irritada e insoportable nariz.

-No te preocupes, Salvatore. No te dejaré solo - mencionó Maurizio al volver a la calma y el pequeño le dio un beso en la frente, idéntico al de las buenas noches que recibían a diario por parte de sus padres. Por razones que sólo un niño amoroso puede concebir, Salvatore Leoncavallo tenía una inmensa admiración por su hermano mayor y hablaba mucho de él en la escuela. La maestra sabía que aquel joven cargaba pesados ladrillos, construía grandes paredes y era capaz de soldar cualquier cosa antes de volver cada noche y encargarse de los niños. Incluso, había intentado ir a la guerra a los trece, aunque por esa lógica razón lo habían rechazado y sus padres dado una reprimenda con un periódico viejo.

Empezó a clarear luego de una larga madrugada y el calor del verano apareció como un arrullo, cuando el silencio llegó a la vecindad y una mujer en silla de ruedas se asomó a preguntar con señas si estaba sola. Aunque no recibiera contestación, ver desde su puerta al señor Leoncavallo la aliviaba un poco y dijo que nadie le quedaba ya. De las demás habitaciones no había respuesta y pronto, personal del Ayuntamiento de Milán entró para inspeccionar. Alguien había dado el soplo.

-¡Es fiebre de las moscas de arena!* ¡Tengan cuidado para sacar los cuerpos! ¡Doctor! ¡Veamos quiénes siguen vivos! - gritó una persona que vestía un uniforme blanco y una mujer, una enfermera, subió al piso donde vivían los Leoncavallo inmediatamente. 

-¿Hay alguien? - siguió la voz y la enfermera hizo llamar al médico cuando se topó con la desoladora imagen de Giorgio Leoncavallo.

-Aquí ha pasado algo diferente a otras familias, doctor. La gripe mató a los niños - susurró.
-¿Queda alguno?
-Un jovencito y parece que sus padres.
-Veré de qué se trata. Usted permanezca aquí y acérquese si lo solicito. No toque nada y guarde su distancia.

La enfermera observó alrededor suyo sin aceptar que prefería salir corriendo y sus otros compañeros contaban los cuerpos que debían llevarse.

Por otro lado, el médico era quien iba anotando, no sin sentirse trágicamente cautivado, lo que iba apareciendo ante sus ojos cansados: Pies morados, expresiones perdidas y los lindos ojos cerrados del infante más pequeño. Los Leoncavallo eran hermosísimos y hasta en la muerte conservaban el garbo, como esculturas etéreas. Si no hubiera sido un humano, Maurizio Leoncavallo habría sido confundido con el ángel más bello de la creación y por ende, en esa terrenal escena, digna de un cuadro que alguien imaginaría después, existía una espeluznante, pero firme voluntad en la naturaleza de preservar lo más asombroso, de volver dominante lo más impresionante a la vista, aunque la envidia le hiciera castigarlo, sin poder repudiarlo. Incluso, la luz rehusaba posarse sobre los muertos con tal de iluminar con fuerza la belleza barroca de su joven amado.

-Salvatore, ha llegado la ayuda - dijo el muchacho con abierto abandono. El hermano había muerto en sus brazos y ahora, debía soltarlo para que un extraño lo revisara. Salvatore fue depositado sobre su cama, con su manta y con el beso de despedida de su hermano, el más admirado. Al perderlo, Maurizio no quiso hablar y mejor miró a la entrada como si se reprochara a sí mismo.

-Las pupilas no parecen dilatadas y no tienes manchas en la piel. Tampoco hay fiebre ¿Te sientes agotado? - evaluaba el médico.
-Estaba muy caliente, le puse compresas - contestó la madre.
-¿Tuvo tos? 
-Dos días y sangró su nariz.
-¿La tenía congestionada?
-¿Qué?... Él tosía y sólo le salía la sangre, doctor.
-¿Alguno de ustedes tuvo diarrea o vómito?
-No... A Luca le dolía el estómago y se murió así.
-¿Ustedes han tenido molestias?
-Un poco de tos y cansancio pero se ha quitado.
-Señora, les recetaré aspirinas.
-No tenemos dinero para comprarlas.
-Vendré mañana para saber cómo siguen ¿Sabe que el Ayuntamiento debe sepultar a sus hijos, verdad?
-¿Se los llevarán?
-No pueden quedarse aquí.
-¡Mis niños no salían de casa!
-¿Podría darme su nombre? Le avisaremos en donde podrá llevarles flores.

El señor Leoncavallo tuvo un momento de entereza y atendió aquella petición y otras preguntas más sobre cuántos vecinos conocía o si alguien había caído enfermo antes de ellos. El desfile de cuerpos hasta las carrozas en la calle no parecía tener fin y cuando tocó el turno de los nueve niños Leoncavallo, Maurizio no pudo evitar tocar sus manos ni besar sus rostros. Habían tenido que sujetar a su madre para que no fuera corriendo detrás mientras repetía sus nombres: Gianni, Luca, Giuseppe, Stefano, su pelirrojo Giorgio, Vincenzo, Niccolò, Simone y Salvatore, que parecía haberse quedado con el anhelo de vivir.

-Señor Leoncavallo, su otro hijo ha resistido más de treinta y seis horas. Es probable que sobreviva - añadió el doctor.
-¿Maurizio?
-Es el único que tiene ahora.

El matrimonio Leoncavallo se miró entre sí y el padre levantó a su hijo inmediatamente para colocarlo en el catre otra vez y la madre se dispuso a calentar agua para darle un café y algo de pan. A partir de ese momento, ambos se aferrarían a ese joven y lo forzarían a comer, a hablar y a recordar que su cumpleaños dieciséis sería en tres meses. El médico asistiría diario por dos semanas para asegurarse de que todo estuviera en orden y para declarar que Maurizio estaba a salvo.

Lo ocurrido con sus hijos pequeños ocasionaría que los Leoncavallo protegieran a ese joven de todo: De conocer mujeres, de acercarse a la gente, de hacer cualquier cosa que no fuera trabajar y llegar temprano a su hogar. El chico se volvería el cuidador de sus padres cuando estos envejecieron y más tarde, sería un hombre anónimo y de reprimida gracia, cuya mayor aspiración sería la de cortar acero en una fábrica para poder pagarse unos lentes y cumplir con la renta.

Después de la tormenta, era una gran suerte. De las ciento sesenta y dos personas que habitaban la vecindad, la gripe sólo había permitido que sobrevivieran cuatro.

Milán, Italia. 2 de junio, 1963.

-Carolina vendrá hoy con su hijo y su marido - anunció Lía Leoncavallo mientras decoraba la mesa del comedor para la cena de la Festa della Reppublica junto a sus hijos. En cambio, Maurizio Leoncavallo parecía llegar de un funeral luego de adquirir el pastel familiar y por ello, ni siquiera saludó.

-Llegó correo - dijo el hombre secamente, así que Lía dejó sus servilletas de lado y se dispuso a revisar las cartas, descubriendo una de su padre. Ocultándola de los demás, la mujer se encerró en su estudio para leerla, mientras se preguntaba si su esposo aún sentía intriga por todo aquello que no tuviese las marcas de la escritura braille.

-Lía, he venido a saludar - susurró un joven llamado Ilya Maizuradze que se introducía por la ventana con su uniforme militar.

-¿Qué haces aquí?
-¿Maurizio está en casa?
-Nunca se pierde una celebración.
-¿Tienes tiempo, Lía?
-Ilya, es mejor que te vayas.
-¿No vas a darme un beso?
-Me siento enferma.

Ella aceptó un abrazo y algunas caricias mientras pensaba que era una mujer de sesenta y cinco años con un amante de veintisiete. Y si Maurizio Leoncavallo llegaba a conocerlo, le molestaría más que se tratara de un hombre soviético que su juventud en sí.

-Te vi el otro día en el Duomo ¿Tu esposo es tan estricto? - mencionó él cuando Lía lo apartó.
-Siempre dices lo mismo.
-Es que te ordena.
-¿No has pensado que entre los dos, mando yo?
-No es así.
-Mi hijo Federico se ha casado y si viste lo que estoy pensando, en realidad no discutíamos.
-Maurizio es un cretino.
-Hacerle caso es la mejor forma de quitármelo de encima.
-¿Por qué sigues casada con él?
-Eres ingenuo. 
-No lo quieres.
-Al que no quiero es a ti. Ilya, tú sólo me sirves para tener la clase de sexo que me gusta.
-¿Él no te toca?
-Yo no toco a Maurizio y antes de que preguntes, te digo que él es mucho mejor que tú en mi cama.
-No te creo.
-Entre mi marido y yo, mando yo.

Ilya Maizuradze no comprendía media palabra y se limitó a curiosear en silencio sobre la correspondencia que aquella mujer leía sin estar feliz.

-Mi padre se ha reunido con mi hijo y me avisa que tengo un par de nietos ¿Te gustaría saber sus nombres, Ilya?
-¿Por qué no?
-Lorenzo y Ricardo. Uno de ellos tiene quince años. Se los han dejado encargados junto con una vecina para que mi hijo pueda hacer un viaje.
-¿Te ha dicho a dónde?
-No y es mejor. Sólo me enteré de que mi crío es un desobligado pero ¿qué más da? Teniéndome de madre, no aprendería otra cosa.
-¿Por qué nunca le dijiste a Maurizio?
-No fui capaz. 

Ilya Maizuradze no imaginó alguna respuesta, salvo una sonrisa. Sabía que Lía se distraía con él, pero no estaba seguro de que fuera por aburrimiento o por sentirse atractiva; ella no buscaba amor o ego.

-Iré con mi familia ¿Te he contado sobre mi niña, Carolina? Volverá a casa y he puesto las flores que le gustan en la sala.

La mujer tomó un encendedor y redujo a cenizas la misiva de su padre antes de salir sin despedirse y toparse a Maurizio Leoncavallo en la puerta. Parecía mentira que se hubieran convertido en una pareja que conversaba de forma escasa.

-Ve a la sala, Lía.
-Como pidas.
-Hablame de las cartas que llegaron.
-Son de Fiat.
-¿Qué quieren?
-Nos han invitado a su cóctel por el éxito de sus nuevos autos.
-No iremos.
-De acuerdo.
-No me mires así.
-¿Te asusta, Maurizio?
-Las visitas están por llegar.
-Qué serio estás.
-Arregla los últimos detalles.

Ese matrimonio podía confundirse con una reunión de extraños que resultaba incómoda. Eran fríos en público y frente a su familia, distantes entre sí; pero Maurizio Leoncavallo intentaba romper esa barrera mientras Lía pensaba que Ilya Maizuradze era un juguete adecuado al evadir a un marido represor de sus hijos y en alguna época, un celoso asfixiante que le exigió ser sumisa.
 
¿Estás bien? - pronunció el señor Leoncavallo al verla toser.
-Él médico me ha dado algo para el resfrío.
-Recuéstate.
-No ahora. Carolina tocará el timbre pronto y no la voy a importunar.
-No te emociones al verla o pensará que le perdonamos todo.
-Lo que hizo es asunto pasado.
-Se escapó porque no le permití irse a una prueba con Rossellini.
-¿Te creíste que sólo fue por eso? ¡Jajajaja! ¡Maurizio querido! Tu hija no aguanta las estupideces con las que tratas a sus hermanos.

Lía Leoncavallo estuvo a punto de decir "también me tienes cansada" pero en su lugar, una serie de estornudos la obligó a tomar asiento en el pasillo y cubrirse con un pañuelo antes de fijarse en el reloj para saber si le correspondía ingerir alguna medicina. Maurizio la observaba con amargura.

-Sólo falta que me prohíbas estar enferma.
-Quédate en cama.
-Te dije que no.

La mujer se levantó a prisa y luego de lavar sus manos, preguntó en la cocina si el estofado de ternera estaba listo. Sus hijos, Giancarlo y Daniele, se habían encargado de preparar la cena y le tenían una copa de vino lista.

-No bebas, Lía - continuó Maurizio Leoncavallo.
-Vaya, si pudieras impedir mi respiración, no dudarías un segundo.
-Te hará daño.
-¿Es que no quieres verme borracha?
-¡Es que tomas pastillas!
-¿Te importa, Maurizio?
-¡Suelta eso!

El hombre arrebató la copa y la arrojó al suelo, dejando a su esposa boquiabierta y a los demás atónitos por un instante. Lía se quedó con los pies juntos y el charco de vino manchando sus tacones oscuros.

-Déjennos solos - ordenó ella y los muchachos obedecieron al contemplarla cruzarse de brazos. Desde otra puerta, Ilya Maizuradze atestiguaba sin saber si intervendría.

-¿Qué seguirá? ¿Arrojarme un jarrón a la cabeza o quizás golpearme, Maurizio? - preguntó Lía cuando se creyó con la privacidad asegurada. El hombre no bajaba la mirada a pesar de su semblante desesperado y lo vio romper en lágrimas.

-¡Maldita sea, Lía! ¿Qué te pasa?
 -No sé de qué hablas.
-¡Deja de tratarme como si no fuera tu esposo! ¡No me ignores!
-¡Suéltame!
-¡No me tocas ni me besas! ¡Ni siquiera me das permiso de mirarte! ¡Te necesito, Lía! 
-Qué dramático.
-¡Necesito protegerte, necesito que me desees, que por lo menos me saludes en la mañana! ¡Ni siquiera te pido que hagamos el amor o que me abraces antes de dormir! ¡Yo me conformo con recibir un beso tuyo en mi frente! - rogó él. 
-¿Todo este circo era por algo tan sencillo? Ay, Maurizio, no eres divertido.

Ella colocó el dorso de su mano en la mejilla de él y la deslizó lentamente, provocando que su esposo cerrara los ojos y anhelara que aquello nunca terminara. Lía no deseaba prolongar esa escena y prefería esperar por la visita de su hija en la sala.

-No te vayas - suplicó Maurizio.
-¿Ni siquiera me permites calmarme en el sillón?
-¿Por qué no hablamos?
-¿De qué? ¿De que por tu culpa no he visto a mi hija en diez años? ¿De que controlas a mi hijos y los obligas a hacer lo que tú quieres? ¿De que te has encargado de hacerme una mujer muy infeliz? ¿De que no me divorcio porque tenerte asco es la mejor venganza que encuentro? ¿O de que me busqué un amante para divertirme en la cama que comparto contigo? ¿De qué quieres llorar ahora? ¡Y suéltame! Carolina no tarda en llegar.

La mujer arregló un poco su falda y sirvió una nueva copa de vino, sin abandonar su expresión de rechazo. Su marido le buscaba la mirada inútilmente cuando la tos le volvió violenta, necesitando de una silla de inmediato.

-¡Lía, ve a la cama! ¡Llamaré al doctor!
-¡No te atrevas, Maurizio!
-¡Carolina entenderá que enfermaste!
-¡Cállate, idiota!
-Tienes la piel muy caliente.
-¡Quítame las manos de encima!
-¡Puedes contagiar a tu nieto! - concluyó él y la mujer bajó la mirada con un gran enfado.

-Saludaré a mi hija y después iré a recostarme ¿Estás feliz, Maurizio?
-Grazie.
-¡Odio que tengas razón!

Lía apartó a su esposo de mala gana y consumió su copa de golpe, además de retocar su maquillaje. Tan nerviosa se hallaba, que chascaba sus dedos sin parar, llamando la atención de sus hijos al ocupar su lugar en la sala.

-¿Dónde está Federico? - curioseó la mujer.
-Fue por Carolina a la estación de tren - contestó su hijo Bruno.
-¿Y su esposa?
-Quiso comprar más vino.
-Al menos tiene sensatez.
-Mamma ¿Te sientes bien?
-Todo perfecto si tengo alcohol en la mano - concluyó Lía sin poder tranquilizarse y se dio cuenta de que Maurizio utilizaba otro sillón para fingir leer algo al mismo tiempo. Por su lado, su hijo más joven, Enzo, optaba por pasar desapercibido y simulaba revisar el almanaque de una droguería esotérica mientras escuchaba rock and roll por la radio con volumen bajo. Esas escenas familiares, sin mediar palabra, con apenas intercambio de preguntas y respuestas, se habían convertido en la rutina, mientras los hombres Leoncavallo constataban como su padre aún se rendía ante su mujer, conteniendo, para evitar otra pelea, sus anhelos de apretarla contra sí o de llevarle un café.

Para Lía Leoncavallo, la espera era casi un ataque de angustia. Aunque no revivía el recuerdo de la mañana en que descubrió que Carolina había escapado, si tenía la misma sensación de sentir un gran trozo de hielo atravesándole el pecho y volteaba a la entrada como si su hija llegara en ese instante. Después de perder la cuenta de sus días de ausencia y las escasas cartas que recibía de su parte, la mujer pensaba que haría una gran celebración al ver a su nieto, un niño "de ojos aceitunados y que se parece tanto a su abuelo", según sabía. Del yerno no conocía ni el nombre, pero sí que era comerciante de perfumes y viajaba mucho en familia. 

-No me siento bien ¿Alguien llamará al médico después del brindis? - expresó ella de pronto, mirando a los demás como si hubiera dicho lo contrario. Sabía que todos la creían candidata al alcoholismo, pero no le importó al servir otra copa. Sus hijos optaron por dejarla sola con su esposo, otra vez.

Lía y Maurizio Leoncavallo apenas se atrevieron a mirarse y darse cuenta de que faltaba muy poco para quedarse solos en esa enorme casa. Con Carolina y Federico formando sus propias familias, era de suponer que el resto estaba pensando en partir. Giancarlo había obtenido un trabajo como reportero, Daniele rentaría un apartamento en un vecindario cercano; Bruno buscaba empleo como diseñador gráfico y Enzo tenía interés en ir a fiestas mientras contaba los semestres que le faltaban en la escuela de ingeniería industrial. Todo en contra de la voluntad de su padre.

-El divorcio sería el último de nuestros desastres - murmuró Lía al pensar que Maurizio no envejecía ni a golpes. Él no tenía canas, ni una arruga corrompía su rostro, no existía rastro de encorvamiento ni algún dolor en la rodilla que le recordara que tenía sesentaiún años. Vaya suerte, porque ella notaba el tiempo con sus propias patas de gallo, en sus ojeras y en los sostenes que apenas le mantenían erguido el pecho. Pero lo había visto ya. El espejo, el sol, la naturaleza misma, amaban a ese idiota con pasión. Las flores se giraban al sentirlo pasar, el agua de cualquier charco no lo salpicaba y hasta el viento le alejaba el polvo y el frío. Era extraordinario.

-Carolina querrá verte contenta - le recordó Maurizio.
-Tú y yo no podemos seguir con esto.
-¿Podrías esperar a que al menos los chicos se independicen?
-Sabes que ninguno de los dos saldrá de ésta cárcel. Supongo que volveremos a conversar de tonterías y compartir la habitación sin que te eche al suelo.
-Lía...
-No digas nada. Vamos a necesitar esas palabras para seguirnos odiando.
-Yo te amo.
-No, tú no.

La naciente discusión murió con el sonido del timbre y con la voz de Carolina Leoncavallo saludando a su hermano Giancarlo. Lía sentía su corazón acelerarse y con una sonrisa que le devolvía la vida a sus gestos, se dirigió a la puerta, abriendo los brazos en el acto.

Mamma! ¡Te he extrañado tanto! ¡He hecho tantos viajes de los que he querido contarte yo misma! ¡Qué hermosa te ves! - saludó la joven Carolina y apretó fuerte a Lía mientras un bello aroma a frutas se imponía en el aire.

-Has cambiado tanto, Caro - suspiró la mujer.
-Sólo me ha crecido el cabello.
-Te veo tan alta.
-Siempre lo he sido, mamá.
-Olvidé cuánto.
-Mira, él es tu nieto. Le he puesto el nombre de mi padre. 
-¿Él? Había creído que era un bebé.
-Bueno, tiene cuatro años.
-¡Es hermoso!
-Ya habla y corre mucho.
-Se ve tan calmado.
-Bebé, saluda a tu abuela Lía.
-Tienes tanta razón. Se parece a su abuelo y ha sacado su cara.
-Mamá ¿Le abrazas?

Lía cargó al pequeño Maurizio y entonces, su marido se atrevió a acercarse, aunque con la mirada baja.

-¡Papá! ¿Te da gusto verme? - preguntó Carolina, pero el hombre quedó encantado enseguida con su nieto, que tenía los mismos ojos que su progenitor, el fallecido señor Leoncavallo, e idéntico porte al de los hermanos que había tenido alguna vez.

-¡Sonríe como lo hacía mi madre! Carolina ¿De verdad has traído a tu hijo?
-¡Claro que sí, papá!
-Es un niño tan... 
-¿Estás bien?

Maurizio Leoncavallo sostuvo al pequeño y luego de retirarle su boina, le pareció reconocer un poco de sus hermanos, como la alegría de Gianni, las cejas y la boca de Vincenzo y Niccolò, las mejillas de Giorgio, la nariz de Salvatore, la expresión curiosa de Stefano y Giuseppe, la gracia de Luca y las manos de Simone. 

-Estoy muy contento. Este niño me recuerda a gente que quiero tanto.

Carolina Leoncavallo asumió que podía pasar y de la mano de su madre entró muy contenta a la sala. Detrás de ella venían sus demás hermanos y Cristina Leoncavallo, su cuñada.

-¿Alguien ha visto a Federico? - curioseó Lía.
-Está sacando las maletas del auto con Goran - respondió Carolina.
-¿Goran?
-Así se llama mi marido.
-¿Dónde lo conociste?
-En Bari. Él fue a verme al teatro.
-¿Te dijo a qué se dedicaba?
-Mamá, te escribí para decirte que él exporta perfumes y hemos ido por África.
-¿Sus proveedores son...?
-De Marruecos, Senegal y Tell no Tales.
-¿Tell no...?
-¿Pasa algo, mamá?

Maurizio Leoncavallo miró a su esposa enseguida y añadió:

-Es que tu madre nació en ese lugar, Carolina.
-¿De veras? Nunca nos habían dicho.
-A ella no le gusta hablar de eso.
-¡Entonces Goran le caerá de maravilla!
-¿Y cuál es su apellido? 
-Liukin.
-Liu ¿qué, perdón?
-Mi esposo se llama Goran Liukin Jr.

Maurizio y Lía voltearon a verse inmediatamente.

-Qué serios se han vuelto - comentó su hija.
-No es eso, es que el apellido de nuestro yerno es inusual - prosiguió Maurizio.
-Él dice que a lo mejor es ruso pero no sabe. Mi suegro nunca nos ha platicado.
-¿El señor Liukin?
-Vive en un departamento en una callecita con dos nietos que tiene. Mira, traigo la foto, papá. 
-Se parecen mucho a él.
-El más grande se llama Lorenzo y el otro es Ricardo. Mi niño jugó con ellos cuando fuimos de visita.

Lía arrebató aquella imagen al sentir que le dolía la cabeza.

-Mamma ¿Te sientes bien? - inquirió su hijo Federico, que estaba entrando.
-Creo que me está dando gripe, se me pasa en un momento.
-Te llevo a recostarte.
-¡No! Estoy un poco nerviosa, no sabíamos mucho de Carolina y ahora nos trae hasta un bebé.

La señora Leoncavallo comenzó a llorar mientras observaba a su nieto en brazos de su abuelo y ataba dolorosos cabos que le ocasionaban repulsión.

-¡Dile a ese tal Goran que no lo quiero ver y llévate a tu bastardo de aquí! - gritó la mujer.
-Mamma ¿Te pasa algo? - se extrañó Carolina.
-¿Qué te dijo Goran? ¿Cómo te enredó? ¡Contesta!
-Te dije que me vio en el teatro y como cualquier admirador, me mandó regalos y me invitaba a cenar. Luego me convenció de casarnos, él tiene una empresa muy sólida...
-¿Qué tanto lo conoces, Carolina?
-Mamma, no hice muchas averiguaciones, él me presentó a mi suegro hace poco. Sólo me dijo que su madre lo abandonó porque tenía otra familia. De hecho, me llamó la atención que él y yo tenemos un solo apellido, él es Liukin, yo soy Leoncavallo y cuando preguntó, le dije que el tuyo no te gusta y es como tu secreto.

Carolina enmudeció y pronto Lía giró de nuevo hacia su marido, agregando:

-Tenías razón, Maurizio. Debimos buscarla cuando huyó y nunca dejarla ser actriz.

Todos se miraron entre sí.

-¿De qué estás hablando, mamma? - inquirió el joven Enzo, pero no fue atendido. Lía alzó la vista y distinguió junto a Federico a un hombre de cabello trigueño y piel dorada que la reconocía sin ninguna duda y se le iba acercando.

-¿Te atreviste a tener un hijo con ella, Goran? - exigía Lía saber y aquél asentó con una sonrisa que demostraba cinismo.

-Ay, no ¡Alguien! ¡Alguien mate al niño! ¡Que maten al niño! ¡Traigan un cuchillo y mátenlo! - gritaba la mujer y Maurizio Leoncavallo sostenía con más fuerza a su nieto, alejándolo cuando Goran Liukin Jr. quiso tomarlo.

-Mamma, no entiendo - decía Carolina.
-¡Aléjate de ese hombre!
-¿De Goran?
-¡Que te separes de él!

Como Lía sostuviera con violencia a Carolina, Maurizio intervino.

-¡Suéltala!  
-¿Te vas a poner a cuidar de tu hija? ¡Llegas tarde, hipócrita!
-¡No la vas a lastimar, Lía! 
-Maurizio, déjame deshacerme del niño si quieres que Carolina esté en paz.
-¡No te metas con él, no!
-¿Quieres lavar tus culpas dándotelas de un gran abuelo ahora? 
-¡Nuestro nieto no nos ha hecho nada!
-Goran Liukin Jr. es mi hijo. Carolina es su hermana - confesó Lía con la voz apagada y en el acto, consumió otra copa de vino mientras se sentaba y observaba con desprecio al risueño Goran.

-Te abandoné, Goran ¿Creíste que sentía remordimiento? Enamoraste a tu hermana y mira, me la cobras con tu bastardo ¿no? Hemos dado un espectáculo frente a los hijos que adoro y frente al imbécil que seduje para que me diera su apellido y  así no volver a verte... Lo increíble es que te desquites conmigo, en lugar de sentir vergüenza por ser hijo de quien eres.

Lía Leoncavallo o Lía Liukin, no importaba más y ella tosía porque el cuerpo y la gripe no le daban para reírse. Acaso le quedaba sentir odio por alguien y un chiquillo de cuatro años se lo había ganado, aunque estuviera libre de culpas.

-Carolina, supongo que te voy a felicitar. Mira que llamar a tu vergüenza "Maurizio" es más que suficiente para arrastrar al idiota de tu padre. Incluso has tenido la virtud de regalarle al horror aquél el exacto rostro de su abuelo tonto... Goran, tienes talento, pero no te saldrás con la tuya.

Lía se incorporó y de un cajón secreto en una mesita, sacó un revólver plateado, con el que apuntó enseguida a su nieto.

-Baja eso, mujer ¡Por favor! - rogó Maurizio Leoncavallo.
-Ese niño trae desgracias.
-¡No cometas una imprudencia!
-¿No ves que es el hijo entre dos hermanos?
-Mi nieto es inocente.
-Sólo te importa porque es igual a ti.
-No, Lía ¡Él tiene cuatro años!
-¡Ay, Maurizio! Este nieto no puede existir en un mundo donde su abuela ha cometido un crimen porque ¿Te has dado cuenta? He admitido que Goran Liukin Jr. es mi hijo... Pero no he revelado con quién lo tuve.

Lía sonrió apenas y la fiebre regresaba a hacerla sufrir.

-Goran odia que en Tell no Tales le repitan que un padre y su hija le concibieron. Al señor Liukin le has visto en la foto; sobra decir que le drogué y enredé porque me habían dicho que nunca tendría un bebé. Mi propio padre probó que se equivocaban y Goran es tan estúpido que cree que voy a vivir con el precio de mi crimen. Hice tanto bien en abandonarlo y nunca sabrá por qué... Aunque Goran sea tan miserable y Carolina tan tonta, ahora son padres del niñito Maurizio, supongo que se apellida Liukin Leoncavallo ¿verdad? Pero yo no voy a cargar con eso.

Lía retiró el arma del rostro del pequeño y se disparó en el cuello, salpicando a su nieto y a Maurizio Leoncavallo con una impresionante cantidad de sangre, dejando al resto de la familia en absoluto pasmo y a Goran con el ánimo de levantar el revólver, limpiarlo y colocarlo en su lugar.

-Me voy de aquí - murmuró Carolina Leoncavallo cuando se le destrabaron los labios.
-Toma a tu hijo - contestó su padre.
-Te lo regalo.
-¡No puedes dejarlo solo!
-Es tuyo ahora, papá.
-¿Dónde vas?
-Iré a perderme con alcohol. Dile a Maurizio que lo odio.
-Es un niño.
-Mia mamma se mató.
-¡Carolina, no te vayas!
-El monstruo también tiene gripe y le toca su medicina a las ocho.

La joven se echó a correr y su padre intentó levantarse sin éxito. Goran Liukin no fue detrás de ella.

-¡Estará usted muy feliz, desgraciado! - gritó el señor Leoncavallo.
-¿Por qué cree que lo hice? - habló al fin el fallido yerno.
-¡Tiene un hijo!
-Yo no lo quiero.

Goran Liukin Jr. se dio la media vuelta con la carcajada por delante y salió de la casa sin mirar atrás. El niño Maurizio rompió a llorar por lo asustado que se encontraba y su abuelo, que lo había apretado hasta ese instante, lo apartó violentamente.

-¿Qué voy a hacer con este bastardo ahora? - gritó con la rabia por delante y lo golpeó en la cara, con la impotencia de no ser capaz de abandonarlo. El pequeño comenzó a toser y Maurizio Leoncavallo ordenó con desdén que se llamara a la policía y a un médico, porque Carolina se había llevado el jarabe de su hijo en el bolso. 
*La "fiebre de las moscas de arena" fue el nombre dado en Italia a la gripe española.