sábado, 15 de mayo de 2021

Las pestes también se van (La princesa y el caballero de Venecia)


Mike Hazlewood en 1969.
Créditos a quien correspondan.

Venecia, Italia. Lunes, 18 de noviembre de 2002.

A pesar de vencer la fiebre y alimentarse para sanar tan pronto como fuera posible, Katarina Leoncavallo requirió que le colocaran nuevamente una mascarilla de oxígeno y decidió hablar lo mínimo por creer que así se ayudaría un poco. Estaba desesperada y cansada de estar en cama, sin saber gran cosa del mundo exterior ni oír otra cosa que no fuera la lluvia. A esa hora, había perdido la cuenta de los pacientes que habían fallecido en Terapia Intensiva y se preguntó si ella merecía un lugar en aquella sala mientras otros pacientes esperaban.

-Tendrás compañía - le anunció Alessandro Gatell con enorme cansancio y sin darle más detalles, lo contempló dando instrucciones mientras los ojos comenzaban a cerrársele. El doctor se había contagiado y le daba una enorme vergüenza no haber sido cuidadoso. Eran apenas las siete de la mañana de un día lunes infernal en urgencias.

-Me sustituirá el doctor Pelletier, le he hablado de ti - se despedía Gatell.
-¿Dónde irá? - murmuró la joven.
-No lo sé, quizás me dejen aislarme en alguno de los hoteles que reservó el Ayuntamiento si paso la evaluación. Pórtate bien, Katarina.
-¿Sabe quién va a estar conmigo aquí?
-La persona que sea, es una epidemia.
-Más le vale caerme bien.
-Mientras no la quieras matar.

Katarina Leoncavallo se rió y obediente a la rutina de las enfermeras, se quedó dormida para esperar el desayuno. Hacía tanto frío que creyó ingenuamente que le llevarían una segunda manta si continuaba tiritando o por lo menos le conseguirían unos calcetines para aliviar sus pies.

Poco más de tres horas después, la chica abrió los ojos y reparó en que era tarde para el desayuno. Al voltear a su derecha, recordó que dejaba de estar sola en el aislamiento seis y no podía poner mala cara, hallando en cambio a un joven que le sonreía antes de girar la cabeza hacia el techo con el rostro enrojecido. Al igual que ella, tenía mascarilla de oxígeno pero no cabía en la cama y sus manos delgadas resaltaban unos dedos muy grandes, haciendo que al doblarlas parecieran arañas.

-Te ves hermosa cuando duermes, al fin lo sé - halagó él.
-¿Cuándo llegaste?
-No vi el reloj, sólo dijeron que tenían el lugar disponible.
-No esperaba que me encontraras.
-Venecia sabe que te metieron en este hospital.
-¿Qué hay de ti?
-Bueno, ahora le contaré a todos que hablé contigo.
-¿Te pusiste muy mal?
-Afortunadamente.

El chico volvió a sonreír y miró a Katarina con enorme agrado, sorprendiéndose de lo pequeña que era. Cuando él la veía desde los canales, la joven parecía imponente e inalcanzable.

-No podía respirar y al menos sabes del alivio que siento con esta cosa en mi cara. Espero que no me dé otra infección porque sería un fastidio, Katarina.
-Te ves muy pálido.
-Estaré bien.
-Tus manos son enormes.
-Porque tengo Marfan.
-¿Qué cosa?
-Mis brazos y mis piernas son más largos de lo normal. Mi doctor piensa que cuando tenga sesenta se me reventará la aorta.
-Ouch.
-Voy a recordar que estuve aquí contigo ¿No vas a decirme que viviré mucho y que no me pasará nada?
-Nunca se me ocurre qué contestar.
-No serías Katarina si lo supieras ¿Soy tan malo?

Ella negó con su mano.

-Si salimos de aquí, volveré a mirarte desde mi góndola mientras regresas a tu casa. Quizás nunca me saludes pero al menos te hice reír.
-Perdona por no hacerte caso.
-Ese es el chiste, bella mujer.

Él no paraba de mostrar lo contento que se sentía y Katarina Leoncavallo le observó con sus lindos ojos almendrados. El chico era Marco Antonioni, el gondolero que trabajaba en la estación de San Geremia en Cannaregio, próxima a la Calle del Pignater donde vivía ella. Curiosamente, ambos se habían visto por primera vez en otro sitio, en Murano, isla donde a él le daba por trabajar los fines de semana cuando necesitaba dinero para costearse alguna salida o un viaje corto a una gran ciudad con amigos. Cuatro años antes, a él le habían dicho que una hermosa jovencita se había mudado de Milán y era prima de Maurizio Maragaglio, ese policía que solía comportarse como si Venecia no mereciera sus servicios. Katarina tenía el aspecto de ser igual de arrogante cuando Marco al fin pudo descubrirla con un lindo vestido negro de lentejuelas brillantes.

-No deberías estar aquí - señaló ella con melancolía, preparándose para la siguiente escena desagradable que podía llegar en cualquier momento.

Marco Antonioni era muy alto, con el cabello rubio, corto y quebrado, sus ojos eran grises con grandes ojeras y su rostro muy delgado aunque no muy fino, tenía dientes pequeños y su figura delataba una ligera escoliosis que no parecía traerle dolor. Aunque los gondoleros acostumbraban utilizar polos rayados, él siempre iba de negro para disimular que padecía síndrome de Marfan y procuraba nunca alzar los brazos para no asustar a la gente. Su habilidad para lidiar con el escaso espacio que ofrecían los puentes era digna de admirarse, aunque sus compañeros preferían mandarlo a navegar por los canales más grandes y le asignaban paseos con turistas que podían llevarlo al puerto de Venezia, a San Polo desde el Gran Canale o frente a San Marco. Pese a las distancias, nunca faltaba a su rutina por las tardes de hallar a Katarina en alguna banqueta e imaginar que la llevaría a casa un día.

-¿Puedo invitarte a ver a los Stocks cuando salgamos de aquí? Tocan en un bar de Santa Croce y sé que te gustarán - dijo él con determinación.
-Maragaglio me ha hablado de ellos y no he podido ir. 
-¿Eres novia de un buzo, verdad?
-¿De Miguel? Ya no.
-Acompáñame.
-¿Por qué no?
-Conseguir una cita no fue complicado.
-Marco, perdona por comportarme grosera contigo.
-Eres una chica bonita.
-Es que te hablo porque estoy enferma.
-No importa ¿Tengo oportunidad?

Katarina no encontró qué palabras hilar.

-Lo sabía - rió el muchacho.
-Marco, lo siento.
-Me gustas pero nunca he sido tu tipo.
-He estado distraída, es todo.
-¿No estabas enamorada de otro hombre?
-¿Cómo sabes?
-Si te interesa alguien, le sigues los pasos.

Marco Antonioni continuaba mostrándose feliz y la joven pensó que lo había decepcionado. En un momento, él giró de nuevo hacia ella con su mascarilla empañada.

-Deberíamos ir al concierto de Jeff Beck en Verona antes de Navidad - sugirió ella.
-¿Seguirás hablándome cuando volvamos a casa?
-Sí.
-Bueno, entonces tenemos una segunda cita.
-No te emociones.
-Quería ser entusiasta.
-Me agradas.
-Eso es más de lo que esperaba, Katarina.

Ella pretendía quejarse por quedarse con hambre al notar que una nueva dosis de antiviral le sería suministrada y ante la mirada de Marco se fingió durmiente. El enfermero que cubría el turno la trataba con delicadeza extra para no molestarla.

-Ya pasó - avisó Marco luego de recibir su medicina.
-Mi hermano me aconsejó actuar así para que las inyecciones no me duelan.
-¿Sirve?
-No ha fallado.
-Te ves cansada de verdad.

El joven sujetó su mascarilla para pegarla más a su rostro y sentir que respiraba mejor.

-Intenta cerrar los ojos - aconsejó Katarina.
-Siento que me falta el aire.
-Estar enfermos es horrible.
-Nos pusieron juntos.
-Dejemos la conversación para después, yo también siento que ... que mis pulmones se desinflan ¡ay, qué espanto! - carcajeó la chica antes de notar que las manos de Marco acaparaban su atención. Ante su vista eran tan raras y góticas y para su sorpresa, suaves y lúdicas, como si sostuvieran hilos en el aire.

-No soy un freak - mencionó él.
-Disculpa.
-Katarina ¿Por qué no preguntas si puedes tocarme?
-Es que te incomodaría.
-Toma mi mano para que se te quite la curiosidad.
-¿Qué?
-Mira, te la acerco.
-No quería importunarte.
-Siente mis huesos, anda.
-Marco, en serio, lo siento.
-Tu piel es muy linda.
-Estoy avergonzada.
-Tus dedos son muy bonitos.
-¿Gracias?
-¿Puedo sujetarte mientras miramos al techo?
-Eh, supongo que sí.
-¿No hay posibilidades para mí? ¿De verdad?
-Marco, yo no estaba pensando en eso.
-Al menos habrá dos citas. Tengo mucha suerte.

Marco Antonioni resolvió reírse por el fracaso de su intento con Katarina Leoncavallo y ella lo imitó por nervios y pena. Era un momento amigable a pesar de todo y él podía quedarse con la decepción para sí mismo. Permanecer en el aislamiento seis al lado de esa mujer soñada y bella era suficiente.