domingo, 21 de julio de 2019

1992

Anna Shcherbakova/Foto cortesía de IG

Milán, Italia. Noviembre de 1992.

-Katarina, ve a tu habitación, por favor. No puedes estar aquí - Había dicho Maragaglio al distinguir a la niña en el pasillo mientras sus primos y sus tíos entraban y salían de la recámara del abuelo Leoncavallo con los rostros de consternación y reprimida tristeza.

-¡Mauri, llévatela! - ordenó Maragaglio y la niña preguntaba sobre lo que había pasado antes de que la fingida sonrisa de su hermano la hipnotizara y aceptara ir con él a otro lado. Pasaba del mediodía y la policía y el forense habían llegado a la casa Leoncavallo para certificar un fallecimiento "por causas naturales".

-Encontré esta pulsera y la muñeca junto a la cama del señor Leoncavallo. Lo siento mucho, Maragaglio - entregaba un oficial sin querer añadir más.

-Estas cosas son de Katarina - dijo Maragaglio con la voz apagada.
-¿Tu sobrina?
-Es mi prima pero ayer cumplió diez años.
-¿Es de las que descabeza las muñecas?
-La castigó nuestro abuelo, es una historia muy larga... Katarina tenía la pulsera puesta esta mañana, yo le ayudé a ponérsela.
-¿Quién descubrió el cuerpo?
-Ella fue a despedirse antes de ir a la escuela y le dijo a su madre que él no se movía. Katarina dejó esto cuando quiso despertarlo, tal vez.
-El señor Leoncavallo tiene un golpe importante en el rostro.
-Lo sé. Yo se lo di.
-¿Por qué?
-¿Es un interrogatorio?
-Algo hay que apuntar en el expediente.
-Lo golpée por una buena razón.
-Maragaglio ¿qué puede hacer un anciano?
-Llamarle "puta" a Katarina. No le digas a nadie.
-¿Tienes testigos?
-Toda la familia ¿necesitas más?

El colega de Maragaglio bajó la voz y lo apartó un poco.

-¿Tu prima es la más pequeña de la casa?
-Claro que sí.
-Una de las almohadas de tu abuelo tiene manchas de pintura en cada lado.
-¿Perdona?
-Las huellas dactilares de alguien están marcadas.
-¿Qué insinúas?
-Las manchas son verdes y la pintura está seca. Le oí a un perito decir que su tamaño corresponde a las manos de un infante. También encontraron fibras de poliéster en la nariz del señor Leoncavallo.
-¡Es una tontería!
-Te recomiendo esconder la muñeca, Maragaglio.
-¿Qué dices?
-Tiene pintura.
-Habla claro.
-También hay huellas dactilares verdes en el armario de donde sacamos la almohada.
-Katarina salió del cuarto del abuelo anoche. Dijo que le había dado un beso.
-¿Eso es usual?
-Sí.
-Puede ser que la niña manchó la almohada y la cambió.
-Ténlo por seguro ¿Hay rastros en las sábanas?
-En la pijama, la mesa de junto y en las paredes.
-Katarina revuelve pinturas y luego sus manos aparecen por toda la casa.
-¿Podemos verificarlo, Maragaglio?
-Revisen todo.

Para aquel agente no resultó extraño que Maragaglio se ofendiera un poco por la insinuación hacia Katarina. La policía de Milán sabía del cariño que le tenía a la niña y luego de ver cómo ella derramaba un líquido naranja en la sala e impregnaba los muebles sin querer, parecía aclararse el misterio.

-Te dije - reiteró Maragaglio y los presentes observaron cómo él intentaba tranquilizarla por el desastre mientras sus padres le reprochaban ser tan descuidada y su hermano limpiaba lo que podía.

-¡Manchaste el retrato de tu abuela, niña! - regañaba Cristina Leoncavallo.
-Perdona, mamá - murmuraba Katarina, sin fijarse en que su codo golpeaba otra foto que acabó en el piso.

-¡Es el recuerdo de la boda religiosa de mis padres! ¿Por qué siempre tienes que destruir nuestros recuerdos, niña tonta? - exclamaba enfurecido Federico Leoncavallo y Katarina se refugió en los brazos de su hermano con abundantes lágrimas que se detuvieron cuando él besó su mejilla. Maragaglio en cambio, optó por recoger los restos de vidrio del piso y luego mandó traer una rebanada de pastel del refrigerador, entregándosela a su prima en cuanto tomó asiento en una silla.

-Katarina es despistada, se pone nerviosa - enfatizó Maragaglio poco después al agente que lo había cuestionado. En ese momento, el forense iniciaba la revisión de la casa entera, hallando en el comedor los rastros de una gran fiesta y un peluche de conejo impregnado con pintura verde seca, al igual que la hallada en la recámara del viejo señor Leoncavallo. Un frasco destapado, un godete, varias hojas en las que se leía "¡Feliz cumpleaños, abuelo! y pinceles que habían salpicado la alfombra, aparecían en un rincón de aquel lugar y se reforzaba el argumento de que Katarina Leoncavallo era la causante de varias marcas en la casa, porque en cada habitación aparecían diversos colores y entrevistando a sus familiares, se oían quejas interminables sobre manchas imposibles.

-Muchas cosas y prendas del señor Leoncavallo tienen acrílico seco de varios días. Al parecer, sólo son descuidos de la niña - señaló una perito y Maragaglio escuchaba aliviado mientras su esposa entraba de hacer unas compras y se encontraba con ese alboroto.

-¿Aún no terminan? - preguntó Susanna Maragaglio.
-Les dije que revisaran todo - respondió Maragaglio.
-¿Qué es lo que buscan?
-Las pinturas de Katarina.
-¿Por qué?

Maragaglio fue con su mujer a la cocina, en donde no había nadie.

-Encontraron las huellas de Katarina alrededor de nuestro abuelo.
-Eso es normal, ella siempre se despedía de él.
-Susanna... Las huellas están en una almohada que encontraron en el armario, lado a lado.
-¿Tú la viste?
-También supe que el abuelo aspiró fibras de no sé qué.
-¿Qué quieres decir?
-Puse a todo mundo a peinar la casa para que quede claro que es normal ver las manos de mi prima en todos lados.
-Ay, Maragaglio, eso no era necesario.
-Había que probarlo.
-¿Por qué llamaste al forense?
-No fui yo pero igual tenía que avisarle a Intelligenza, a la policía, llamar una ambulancia y llenar papeles para evitar problemas.
-Te ves preocupado, amor.
-Susanna... Noté algo raro en el abuelo cuando lo vimos en la cama.
-¿Estás seguro?
-Era pánico.
-Pero se ve apacible.
-La boca... Algo no me convence.
-Los infartos duelen mucho, supongo.
-El abuelo estaba bien del corazón.
-¿Entonces?... Maragaglio, escúchame. A veces la gente no despierta y un segundo está sana y al otro sólo son como tu abuelo y un montón de gente que no encontrará nada.
-Ayer se veía entero ¡viste lo que le hizo a Katarina!
-¡Maragaglio, acepta que tu abuelo está muerto!.
-Susanna...
-No quise gritar eso... Sé que lo querías mucho y que es el padre que pudiste tener pero te conozco ¿Vas a obsesionarte?
-No.
-El abuelo murió en su cama, no hay más que investigar.
-Lo lamento, es difícil para todos.

Maragaglio abrazó a Susanna y después de suspirar hondo, preguntó:

-¿Conseguiste el regalo de Katarina?
-¿No es un mal momento para dárselo?
-Se sentirá mejor después de lo que le ocurrió esta mañana.
-Tienes razón, Maragaglio ¿Cómo está?
-Ha llorado mucho y hace rato derramó otro bote de pintura.
-Lo siento tanto por ella.
-Tal vez le levantemos el ánimo.

Maragaglio y Susanna fueron de la mano hacia la sala y al ver que Katarina y Maurizio compartían unos vasos de jugo, tuvieron la ocurrencia de colocarles unos gorritos de fiesta.

-¿Podrías cerrar los ojos de Katy? Susanna tiene una sorpresa - susurró Maragaglio.
-Es un mal momento - replicó Maurizio.
-Ayer también fue su cumpleaños y el abuelo no se portó bien con ella.
-Tienes razón.
-¿No te ha dicho cómo se siente?
-No para de hablar de lo que vio en la mañana.
-Se distraerá un poco antes del funeral. Vamos a alegarle el día.

Maurizio se colocó detrás de su hermana y cubrió su cara sonrosada sin objeciones, no sin generarle expectativas. Susanna Maragaglio sacó entonces un par de cajas de una bolsa dorada, causando la curiosidad del equipo forense y de algunos familiares.

-Feliz cumpleaños, Katarina - pronunció Maurizio y la niña sintió como las manos de él se colocaban en sus hombros.

-Abre los ojos, Katy - dijo Maragaglio y Katarina obedeció, reaccionando incrédula.

-Son tuyas y esperamos que juegues mucho tiempo con ellas - señaló Susanna antes de que la tímida pequeña se aproximara y apretara las cajas como si fueran lo más valioso del mundo.

-Felicidades, Katy - reiteró Maragaglio y ella no sabía si abrir sus obsequios o guardarlos en lo más profundo de un baúl para que nadie fuera capaz de destrozarlos. Alguien le entregó su conejo de peluche y ella rompió a llorar de la ilusión.

-Ayer tuvo un pésimo día. Se pondrá mejor en un rato - aseguró Maragaglio a los testigos y estos continuaron sus labores sin hallar algún rastro importante.

-¿Quieres jugar conmigo? - preguntó Maurizio mientras tanto.
-¿De verdad? - prosiguió Katarina.
-¿Qué estabas haciendo con tu conejo ayer?
-¡Ay, no quiero! ¡Me van a romper mis juguetes!
-No pasará nada.
-¡No es cierto! ¡El abuelo dijo que me va a castigar!
-Katarina, podemos inventar otra cosa.
-¿Que el conejo es una mascota?
-Claro, lo que digas.
-¿Mi abuelito no se va a enojar, verdad?
-Katarina, él no lo hará otra vez.
-¿Cuándo despierte le podré enseñar mis muñecas?
-Manchaste mi cara.
-¡Perdona, Mauri!
-¡Me estás embarrando de naranja!

Los hermanos Leoncavallo se tiraron al suelo de la risa.

-¿Nadie le ha dicho a Katarina? - se sorprendió Susanna.
-No sabemos cómo lo va a tomar - aceptó Maragaglio.
-Pero se puede poner mal.
-Estaba haciendo la tarjeta de cumpleaños del abuelo hace rato.
-¿Otra vez?
-Katy cree que le rompieron la que hizo ayer porque es fea.
-Tienes que hablar con ella.
-Sus padres deben explicárselo.
-Maragaglio, ¿hablas en serio?
-No se me ocurre algo, Susanna.
-Que su hermano te ayude.
-Maurizio se la pasa jugando.
-Katy se va a dar cuenta de todas formas y no vamos a dejarla sola en casa durante el entierro.

Maragaglio creyó que su esposa tenía razón y cuando los hermanos se tranquilizaron, se aproximó de nueva cuenta con la ceja izquierda levantada.

-Katy, hay algo que debo decirte - Maragaglio hizo que la pequeña tomara asiento con Maurizio a su lado.

-Es sobre el abuelo.
-¿Está enfadado? - tembló ella.
-No.
-¿Se enfermó? Es que terminé la tarjeta que me pidió.
-No llores, Katy.
-¡No quiero que me jale el cabello porque otra vez me salió mal su regalo!
-No es eso.
-¿Tengo que devolver las muñecas?
-¡Nada de eso, Katy!
-Me rompió la que me dio mi hermanito.
-Katarina, nuestro abuelo no te castigará.
-¿Se siente cansado?
-Desafortunadamente, él no despertó.
-¿Sigue dormido?
-Katarina, el abuelo no respira, no va a levantarse.
-¿Fue mi culpa?
-¿Qué?... Niña, no, no. El abuelo era un hombre muy viejo.
-¡Me regañó cuando le di su beso de buenas noches y me dio un golpe en la cara porque manché su almohada!
-¡Eso no importa ahora, Katy!
-¿Le hice algo malo?
-El abuelo murió mientras dormía, no tienes que ver en eso.
-¡Me hizo enojar!
-Dejó de respirar, Katy. Los ancianos mueren en sus camas a veces...

Katarina Leoncavallo palideció y enseguida se aferró a su hermano, ocultando para siempre una sonrisa por la felicidad que le daba aquella noticia. No más tirones a su pelo recién peinado, ni insultos al estar jugando en un pasillo, se terminaban las manchas de salsa de tomate en sus vestidos porque el abuelo le tiraba encima los platos cuando ella no quería comer; tampoco habría más cachetadas porque llamaban de la escuela a menudo para reportar que Katarina no sabía comportarse o hacía las tareas incorrectamente y mucho menos volvería a perder sus cosas por "jugar a las suripantas", expresión que ella no entendía pero que la llenaba de terror cada que hallaba los trozos de plástico en la basura.

-Katarina ¿estás bien? - preguntó su hermano pero ella se soltó para comprobar las buenas nuevas y corrió mientras la familia no hacía el menor esfuerzo por detenerla, salvo por Maragaglio.

-¡Alto, Katy! - ordenó él pero la niña se introdujo en la habitación del abuelo Leoncavallo, con su alfombra vieja que ahora recibía gotas de pintura naranja, con los retratos de la abuela Lía que se mantenían impolutos y que le habían costado una paliza por tocarlos una vez; con la silla de madera en donde la habían obligado durante años a sentarse para darle las buenas noches al hombre aquel y desde la que se inclinaba para besar una mejilla que le provocaba asco pero también culpa por ser una niña tan tonta que no podía complacer a su abuelo con alguna calificación buena en la escuela o un comportamiento ejemplar al menos una vez.

Katarina Leoncavallo sujetó la mano fría del cadáver de un hombre de noventa años y la soltó para comprobar que no recibía respuesta, volteando hacia ese rostro con la boca abierta, como en un susto que se quedaría para la posteridad... Y aun así, la niña Leoncavallo se dio cuenta de que esos gestos, esos ojos cerrados, eran idénticos a los de su hermano, que el viejo era tan hermoso como él, tal vez un poco más. Era como un Dorian Gray al que unos lentes le habían dado el frustrado semblante de un anciano tan fuerte, que todo Milán sabía que no sólo mandaba sobre su familia, sino en cualquiera que deseara, a la hora que gustara.

Temerosa, Katarina volvió a juntar sus labios en el rostro del abuelo pero permaneció lo suficiente para susurrarle al oído:

-¡Vete al infierno porque si revives te vuelvo a matar, maldito viejo imbécil! ¿Me oyes? ¡Lo volvería a hacer, hijo de las mil putas!

La niña rompió a llorar intensamente, al grado de que Maragaglio y Maurizio tuvieron que llevársela al jardín, en donde ella, quizás por un impulso liberador, se atrevió a sacar sus muñecas y abrazarlas como si obtuviera consuelo y su peluche de conejo, que por fin podría casarse con la más bonita de ellas. Mientras la familia y los peritos confundían el llanto con tristeza, Katarina Leoncavallo pensaba. Porque a veces sólo queda la imagen.

La noche anterior, la familia había celebrado la cena por el cumpleaños del señor Leoncavallo y todos portaban sus estrellas partigianas, indicando su respeto. Para Katarina Leoncavallo, en cambio, había sido una jornada de pesadilla desde temprano, cuando antes de salir, su estrella se desprendió de su atuendo, ocasionando que el abuelo jalara su coleta y la obligara a pedir perdón de rodillas ante una imagen de la insurrección contra Mussolini. Más tarde, su hermano la dejó en la escuela, en donde sus compañeros de grupo no se habían cansado de aventarle cucarachas muertas, patear su mochila, arrojarle un licuado de avena sobre el uniforme, hurtar sus lápices para ocasionarle un regaño de su maestra y finalmente arrebatarle su prendedor, cosa que la hizo arrojarse con furia hacia el compañero responsable, a quien hirió al tirarlo por una escalera, ameritando una urgente llamada a sus padres. Sin embargo, quien se presentó fue el abuelo Leoncavallo, a quien le entregaron en mano su estrella. El hombre llevó a su nieta de regreso a casa con recriminaciones y palabras altisonantes de por medio para acabar cachetéandola por ser incapaz de defender el símbolo partigiano en su pelea. La pequeña fue castigada sin ir a entrenar con su hermano en la pista de hielo del Agorá Milano, así que intentando congraciarse, había ocupado la tarde para diseñar una tarjeta de felicitación con sus pinturas. Sin embargo, el señor Leoncavallo la rompería al recibirla mientras le reprochaba ser una inútil, ordenándole que pasara la cena en una esquina, repitiéndola hasta que estuviera bien hecha, prohibiéndole comer o distraerse. La niña había recibido innumerables golpes en las manos por tirar sus colores y sus padres le repetían que su conducta era una vergüenza para todos.

Como el lector seguramente ha intuido desde hace unos episodios, el cumpleaños de Katarina Leoncavallo se presentaba el mismo día que el de su abuelo así que nadie se acordaba, salvo su hermano Maurizio y su primo Maragaglio quienes, aprovechando que el brindis había pasado e iniciaba una divertida sobremesa, se le habían acercado con una muñeca patinadora de vestido azul claro para felicitarla. Como era el juguete que más deseaba, ella dejó de lado sus intentos por terminar la tarjeta y poco después, su prima Susanna le dio un conejo con smoking tan abrazable que lo primero que se imaginó fue una linda boda en un jardín lleno de flores blancas. Ella oficiaba aquella ingenua ceremonia hasta que fue sorprendida en el beso que consolidaba el matrimonio. La celebración se detuvo de golpe y el inmisericorde abuelo partió la muñeca en tantos pedazos que resultó inservible. Katarina quedó pasmada mientras recibía una cruel reprimenda de la que sólo alcanzaba a oír la palabra "puta" con tanta insistencia que ni siquiera se percató de que Maragaglio había golpeado al señor Leoncavallo ni que su hermano le sacaba del comedor para depositarla en su cama. La niña derramó el llanto en los brazos de Maurizio cuando pudo reaccionar y cayó dormida poco después, sin enterarse del repentino cambio de mando en la familia, producto de ese incidente. Quizás por ello, Katarina despertó por la voz del anciano anunciando que las faltas de respeto de su nieta serían corregidas a la mañana siguiente. En ese instante, su madre entró para ordenarle que le diera el beso de las buenas noches al abuelo y ella lo hizo mientras él le advertía lo que le sucedería. Aterrada otra vez por la posibilidad de recibir más golpes, Katarina aguardó a que el reloj marcara las tres de la mañana, cuando el efecto de la pastilla para dormir que tomaba el viejo no le dejara posibilidades de responder.

Descubriendo que tenía una maravillosa habilidad para el sigilo, la pequeña bajó por las escaleras para observar como había quedado el rincón del comedor con sus papeles mojados y su conejo manchado, tocándolos e impregnándose en el acto con la pintura verde que había arruinado el piso sin remedio. Vio lo que sobraba del pastel de chocolate y pistaches, probando su crema e inundando su paladar con el mejor sabor nunca conseguido. Curioseó con los restos de una pasta Alfredo deliciosa y los champiñones que habían acompañado un gran estofado de res. Ella se habría conformado con estar en la mesa familiar, aunque nadie la felicitara jamás. Entonces descubrió un patín de su muñeca en el asiento del viejo Leoncavallo y algo detonó en su ser. Un anhelo por contraatacar, por arrancar algo, por vengarse, finalmente la asaltó.

Levantándose de nuevo mientras el tono verde le humedecía los dedos, Katarina regresó al primer piso, comprobó que nadie se hallaba despierto y abrió el cerrojo de la recámara principal, donde su abuelo parecía dormir apacible. Sobre la alfombra, más restos de su muñeca aparecían y ella, fuera de sí, tomó una almohada, apretándola contra la cabeza de ese hombre. Aunque él fuera más fuerte y extrañamente tratara de despertar, Katarina recargó su peso entero, sacando fuerzas inusuales para sí misma, concentrando su ira como una salvaje hasta que el pecho de ese viejo cesó su movimiento. Al retirar la almohada, la boca del señor Leoncavallo estaba abierta por una instintiva necesidad de respirar y ella, asustada, quiso ocultar su crimen depositando el arma homicida en el armario y cambiándola por un cojín limpio, además de regresar a su habitación, agitada por lo ocurrido y cubriéndose con sus sábanas para ahogar ese grito de satisfacción por haber sacado las uñas para rasgar la autoridad de la persona que más odiaba y que se merecía ese final tan callado e inesperado; aunque esa suerte de David y Goliat no pudiera confesarse.

Al final, la escena sospechosa no lo era tanto para quienes constataban que una niña torpe había convertido su enorme casa en un mural. Las almohadas estaban completas, los aparentes tiempos coincidían y la gente a veces aspiraba lo impensable por accidente, por el aire o por un reflejo durante un paro respiratorio, como todos esperaban declarar.

Cualquiera puede morir en la cama.