viernes, 25 de julio de 2025

Las pestes también se van (Un recordatorio de amor)


Venecia, Italia. Viernes, 23 de noviembre de 2002.

Maragaglio fue dado de alta a las cinco de la tarde y luego de que le concedieran tomar una ducha, él mismo tomó su ansiolítico recetado sin renegar y preguntando cuando tiempo duraría el tratamiento. Le recomendaban terapia, pero él mismo admitía que no sabía dónde acudir o con quién tomarla y alguien le pasó una lista breve con especialistas que podían atenderle en consultorios alejados de su casa y que procurarían que nadie en Intelligenza Italiana se enterara de su diagnóstico. 
-¿Irás? - le preguntó Edward Hazlewood.
-Va a ser difícil, pero no puedo sufrir otro ataque.
-Apaga ese teléfono.
-Debo retomar el trabajo.

Maragaglio se apartó un poco y luego de revisar sus mensajes, borró todos y cada uno, incluyendo uno de Lleyton Eckhart que era muy importante. Ya habría tiempo de intoxicarse en Tell no Tales de cualquier tema y seguir adelante con sus planes respecto a Marine.

-Hay que llegar a casa y ponerme a ser papá, que los niños han estado solos mucho tiempo - dijo Maragaglio y luego de despedirse del personal y dejar un recado de agradecimiento a la doctora que lo había atendido, abandonó la clínica con una sensación de alivio. Su suegro, el señor Berton, le dió una palmada en la espalda, aunque no pasaba de ser un gesto de presencia y no de afecto genuino o de comprensión. 

-Sólo lo hago por mis nietos - dijo el hombre y Maragaglio atinó a levantar la ceja mientras Hazlewood en silencio pensaba que eso era lo último que se necesitaba escuchar. Los tres tenían que regresar juntos a San Polo y no podía existir ninguna discusión que volviera a alterar el ambiente. 

-Pediré informes de Susanna y Katarina ¿Alguien quiere mandar un saludo? - preguntó Maragaglio y caminó hacia el vecino hospital de San Polo, impresionado de lo solitaria que ahora lucía la entrada. Aunque no podía acceder a la recepción, se había colocado una mesa exterior donde se podían dedicar mensajes a algún paciente, mismos que se colocaban en una caja transparente y eran recogidos por el vigilante de la puerta minutos después.

-Dígale a mi hija que estoy para ella y que vuelva a casa cuando guste.
-Por supuesto, suegro.
-Maragaglio, sólo le recordaré una cosa: Algún día va a pagar todo lo que le ha hecho a Susanna.
-Y seguiré siendo su yerno.

Hazlewood sabía que era momento de mediar, así que se colocó entre ellos mientras aprovechaba para anotar las inquietudes de los tres, aunque Maragaglio optaba por hacer una nota por su cuenta y guardar silencio para poder partir.

La lancha de Giampiero Boccherini se veía mucho más vieja con la luz de la tarde y el señor Berton contempló a éste con un fuerte disgusto. Maragaglio se esforzaba demasiado en no reírse y Hazlewood se quedaba pensando en los secretos personales de sus vecinos, mucho más complicados que cualquiera que tuviera él, aunque tuvo la certeza de que el señor Berton intuía algunas verdades y Giampiero no era de su agrado.

-Tenían que ser amigos, par de canallas. Los dos debieron dejar en paz a mis hijas y ahora los tengo que aguantar - reprochó Berton a Maragaglio y Giampiero y estos dos se miraron mutuamente con la complicidad de siempre.

-Al menos Anna no sufre por un borracho - continuó Berton.
-Yo sí rompí con su hija.
-¡Cállate, Giampiero! Te pasas el día bebiendo y buscándola. Mínimo, el otro desvergonzado nunca ha negado la clase de serpiente que es.
-Me casé con otra.
-Te divorciaste y volviste a mi puerta siendo un fracasado, además. Vaya yernos que me tocaron ¡Un par de despreciables que no valen ni el esfuerzo de matarlos yo mismo!

Maragaglio abandonó el talante alegre y contempló a Giampiero conducir sin ocultar que tomaba jugo de pera. Ese era un ciclo constante, un intento más para consumir menos licor, aunque con el cáncer cerebral, a su amigo ya le daba igual.

-Hazlewood, usted no debería rodearse de escorias. Este par lo meterá en más problemas si empieza a ayudarlos.
-Maragaglio es importante para Katarina, señor.
-No me interesa. Usted es un buen hombre, ponga distancia.

Nadie se atrevió a agregar alguna frase o gesto y la lancha partió hacia San Polo mientras la policía sustituía precariamente la labor de los buzos colocando los banderines de navegación, mismos que en lugar de estar en rojo, se hallaban en amarillo. 

El hielo en los canales era cada vez más denso y el crujido alertó a Giampiero y Hazlewood sobre la posibilidad de quedar varados en el canal. Tendrían que remar y esa posibilidad se acompañaba con el hecho de que habría bloques peligrosos y puntas afiladas que podían ser infranqueables. 

-Terminaremos caminando... No me miren así, ustedes no son los únicos que saben de agua congelada - dijo Maragaglio señalándose a sí mismo y al señor Berton, recordándole a los otros dos que estaban frente a un policía y un gelatero veterano. En un momento dado, Maragaglio deseó que los canales se volvieran sólidos y aquello no tardó en ocurrir.

-¡He perdido la lancha! - gritó Giampiero y trató inutilmente de desprender algo de hielo. Hazlewood no decía palabra alguna.

-Te dije, vamos - continuó Maragaglio.
-Per la mia Madonna! ¡La jodida lancha!
-No le pasará gran cosa, la reportaré y la remolcarán.
-¡Eres un hijo de puta, Maragaglio!
-Yo mismo la reclamaré, lo prometo, Giampiero.
-Desgraciado.
-Sólo vámonos.

Aunque ninguno de los otros tres quería arriesgar su vida pisando el nuevo suelo helado, Maragaglio sintió una comodidad que lo hizo pensar de nuevo en esa coincidencia, primero tan molesta y luego tan práctica, de helarse todo apenas él lo pensara. Detestaba el frío intenso, pero le era útil para llegar a dónde fuera y obligaba al resto a seguirlo naturalmente. El grupo parecía una exitosa jauría de lobos, caótica al final, pero el líder era capaz de ceder el mando y Maragaglio pronto le pidió a Hazlewood que se hiciera cargo. El viento se volvía inclemente a medida que salían del barrio de Dorsoduro y las banquetas alrededor del Gran Canale acumulaban tanta nieve y hielo, que ni siquiera la policía se atrevía a caminar en ellas.

-Ha iniciado la neblina, no creo que nos rescaten - anunció Hazlewood. Alguna vez, por surgerir que Venecia se hiciera de algún rompehielos, le habían llamado ridículo en el Ayuntamiento.

-Las tuberías no tardan en ceder ¿Creen que podamos acercarnos a una con agua caliente? Nos dejará caminar más seguros - siguió diciendo y el señor Berton recordó que nunca había visto los canales en estado sólido durante su vida. 

-Sería más facil con unos patines - concluyó Giampiero, antes de que los cuatro notaran que iban en una especie de cuesta arriba. El Gran Canale presentaba evidentes variaciones de nivel y en los sitios donde l'acqua alta había impactado, era un suplicio caminar. La peor parte venía al aproximarse a la Fondamenta del Vin, dónde el suelo era más resbaloso y Maragaglio cayó, golpeándose la nariz y ocasionándose un sangrado. El ataque de risa de Giampiero y la celebración del señor Berton incomodaron más a un Edward Hazlewood que optó por ayudar y colocar a Maragaglio sobre el borde de la banqueta. 

-Eso dolió - admitió Maragaglio luego de intentar hacerse el duro. 
-Creí que usted sabía de agua congelada.

Hazlewood notó que acababa de burlarse de Maragaglio, aunque sin malicia ni sonrisa y procedió a introducirle trozos de tela provenientes del forro de su suéter para detener la hemorragia.

-Mi padre me enseñó ese truco cuando era niño.
-El agua también moja.
-Él estuvo en el ejército británico, combatió en Dunquerque - siguió Hazlewood y Maragaglio notó que su improvisado enfermero era, hasta cierto punto, joven todavía. 
-¿Por qué me cuenta eso?
-Porque su caída me lo recordó... Gracias.

Hazlewood se animó y continuó revisando a Maragaglio hasta que este dejó de sangrar.

-Más merece - reprochó Berton y Giampiero volvió a carcajear.

-Yo también lo quiero, suegro - comentó Maragaglio, consciente de que cualquier comentario extra, desataría el enfrentamiento. Había evadido esa discusión por veinticinco años y no quería tenerla, al menos no mientras Susanna se hallara enferma. Por otro lado, Katrina lo había llamado un par de ocasiones y aprovechando la pausa forzada, finalmente le contestó, aunque brevemente y conteniendo sus palabras. Giampiero y Hazlewood disimularon al darse cuenta.

-¿Estás mejor? - preguntó Giampiero.
-No me fracturé.
-¿Tu chica nueva va a ser un problema? - curioseó en voz baja.
-Para nada, hay un arreglo.
-¿Cuál?
-Ella se queda en París.

Maragaglio permaneció serio, pensando que era la primera vez que mantenía a una amante a distancia y podía tener las cosas en orden. Durante su reciente espiral, había pensado mucho en Susanna, en Katarina, en casi cualquier cosa y Katrina había desaparecido de su mente durante días, pero tampoco lo veía como algo malo o como el inicio del fin; simplemente era un respiro que reforzaba su decisión de estar con ella.

Hazlewood por su cuenta, optó por intentar entender a los otros tres hombres, a la complicidad de la que estaba formando parte y a su curiosidad por no haber sido infiel; así que se desconcertaba por jurar implícitamente silencio, como si comprendiera la situación ¿Su moral no era tan firme o aún no determinaba cómo intervenir? Pero si pensaba en Katrina y lo que sabía, podía estar seguro de que quien saldría perdiendo, sería ella.

Unos minutos más tarde, el grupo al fin pudo suspirar de alivio. El hielo se hallaba al ras de la banqueta en la calle Paradiso y entonces notaron que las casas de los Berton y los Hazlewood eran un poco más lejanas de lo que recordaban, un poco más pequeñas. Los Hazlewood con su techo gris con verde y la fachada blanca; los Berton con su techo de tejas y su puerta inservible que había vuelto a abrirse.

-Creo que cambiaré el cerrojo - anunció Hazlewood y adelantó sus pasos, tratando de cubrir inútilmente su rostro al soplar el viento. Sus manos quedaron cubiertas por una fina capa de nieve que anunciaba que la tormenta iba a reanudarse, aunque no renunció a sus nuevas intenciones y luego de entrar en su casa, colocarse una chaqueta más adecuada y sacar sus herramientas de una caja junto a una mesita, se enfrentó nuevamente al aire helado y a la novedad de que su hijo Fabrizio se hallaba con Anna Berton. No le dirigió la palabra a nadie y se consagró a atender el desperfecto de sus vecinos, en un intento ingenuo de dejar de pensar en el día tan abrumador que había experimentado. 

Por su parte, Maragaglio tuvo energías para acomodarse enseguida en el sillón y abrazar a sus pequeños hijos, quienes demostraban sentir bastante frío. Aunque el viejo Berton se horrorizaba con la idea de qué la gente durmiera en la sala, no puso objeción a sus nietos en ese instante y su hija, Anna, resolvió enseguida repartir algo de té, aunque le preguntara a su padre en voz baja por cualquier noticia.

-Esa niña, Katarina, se ha casado, pero nadie está contento.
-Sabíamos que Maragaglio lo tomaría muy mal, papá ¿Qué les han dicho en la clínica?
-¿Sobre ese idiota? Que tome medicinas para los nervios.
-¿Es serio?
-En mis tiempos, te curabas de tonteras trabajando.
-¿Te preocupaste?
-No iba a dejar que se muriera aquí.
-En eso tienes razón.
-Anna, ¿Alguien ha llamado? 
-Susanna quería hablar con su marido.
-¿Consiguió un teléfono?
-El doctor Pelletier se lo prestó. Ella sonaba mucho mejor hoy, dice que ya no siente nada malo.
-Avísale a ése.
-A Marabobo le caerá bien saberlo. Descansa, papá, en un momento te serviré café.

Anna Berton sonrió un momento y giró hacia Maragaglio, quien claramente había escuchado todo, pero actuaba tan bien, que la mujer no se dió cuenta de que no tenía que dirigirle la palabra.

-¿Vas a llamarla de una vez?
-Gracias, Anna.
-Maragaglio, algo pasó mientras no estabas.
-¿Es importante?
-Susanna me pidió que buscara esta caja y te la diera.
-¿Qué hace aquí? 
-¿Te acuerdas de esa cosa?
-Es de un regalo que le hice a Susanna.
-¿Le diste zapatos?
-Las balerinas rojas que le envidiabas.

Maragaglio sonrió para sí mismo y aprovechando que sus hijos lo rodeaban, quiso contarles la historia de cómo Susanna había perdido sus zapatos cuando paseaba con él mientras les caía un aguacero veneciano, pero no tardó en quedarse mudo e inmóvil.

Simultáneamente, en el hospital San Marco della Pietà, la alegría y las buenas noticias habían comenzado a cambiar el ánimo de los pacientes. La mayoría se sentía mucho mejor, sin tos y sin fiebre; los que habían experimentado náuseas ahora apetecían cualquier cosa y un buen aspecto caracterizaba a aquellos cuya oxigenación oscilante parecía terminar.

Susanna Berton, sin embargo, podía estar segura de haber sanado ya que su prueba sin el oxígeno auxiliar estaba siendo exitosa. La influenza no volvería a molestarla, pero sabía que en cuarenta y ocho horas estaría de vuelta con sus hijos y con un Maragaglio que seguramente estaría ocupado en algún asunto inconfesable. Sólo anhelaba un momento familiar tranquilo, donde sólo se hablara del cumpleaños del compañerito de lentes, del señor de la tienda que regañaba a los vecinos, de que faltaba café en la despensa y de que no era bueno tomar jugo de naranja en las mañanas. Pensaba en la reacción de alivio de su marido con lo último, que bebía el líquido amarillo sólo por complacerla y darle la ilusión de que así se mantendría con energía.

-Maragaglio debió volver a casa ¿Cree que haya encontrado mi regalo?
-Es seguro - le respondía Alessandro Gatell con la visible molestia de seguir soportando las puntas nasales y cierto dolor de cabeza. Susanna no le mencionó más y se ofreció a llevarle más café, no sin asomarse a las habitaciones que tenía enfrente y ver a Ricardo Liukin abrazado de Maeva Nicholas y claro, a Katarina y Marco conversando entre risas. El doctor Pelletier examinaba algunos papeles y llenaba formas que el Ayuntamiento le había encargado.

-Señora Maragaglio, ¿Se le ofrece algo?
-Sólo estoy inquieta.
-¿Quiere que la revisemos?
-Oh, no se trata de eso.
-¿Hay algo que pueda hacer por usted?
-Me he quedado angustiada, mi marido no ha estado en casa.
-Es un policía.
-Tengo la sensación de que le ha ocurrido algo.
-Bueno, es un hombre que creo muy ocupado.
-No ha llamado en todo el día.
-¿Quiere que volvamos a contactarlo?
-Me da una pena enorme.
-No entiendo por qué.
-Le había preparado una sorpresa.
-¿Celebra un aniversario?
-El del día que lo conocí.
-¿Se acuerda?
-Son veinticinco años, es tan cursi que ese día se me haya quedado en la mente...

Pelletier, a diferencia de otras personas que sentían conmiseración por Susanna, sonrió genuinamente y comprendió que la fecha no podía pasar sin más.

-Acompáñeme, lo celebraremos.

Susanna sentía había pedido un favor y eso la ruborizaba, aunque no se daba cuenta de que no molestaba a nadie. El doctor entró en una sala pequeña y oscura, donde un joven dj programaba las peticiones variopintas de los pacientes y personal médico, no sin colar canciones que le gustaban con frecuencia porque no podían reclamarle. Al chico no le desconcertaba que Pelletier entrara, pero sí que lo hiciera acompañado.

-¿Podrías hacerme un favor? Mi paciente quiere festejar su aniversario y llamar a casa.
-¿Qué tengo qué hacer? - preguntó el chico.
-Coloca este tema cuando yo te diga.
-Hecho.
-¿Crees que se pueda oír en un celular?
-No hay problema.
-Gracias.

El doctor giró hacia Susanna, cuyas manos temblaban de nervios.

-Llame a casa, Maragaglio estará ahí.
-¿Y si no es así?
-Es sólo un intento.

La mujer sonrió con los ojos brillándole y tomó el teléfono con el corazón palpitándole con fuerza. Tantos recuerdos llegaban a su mente, tantas imágenes: Maragaglio con su chaqueta de cuero, ella con su lazo rojo en su trenza floja, la primera vez que había escapado de casa con él y sus zapatos arruinados por la lluvia que habían ameritado una compra urgente de las balerinas rojas que durante años fueron los favoritos de Maragaglio y ella los atesoraba junto a su caja. A Susanna le ganaban las lágrimas de evocar su boda en un registro civil, con su chamarra top roja, su falda de manta negra, despeinada sí, pero con esas balerinas que en esa época, era todo lo que ambos podían declarar como propio.

-¿Maragaglio? - pronunció ella emocionada.
-Estoy con los niños, llegué hace rato.
-Me tranquiliza mucho, te hemos extrañado.
-Volví, Susanna ¿Cómo te sientes? ¿Te atienden bien?
-Me han cuidado.
-Le diré a tu doctor que te dé una cobija de felpa, no quiero que pases frío, está congelado afuera.
-Ha nevado.
-Todo se congeló.
-Presentí que te había ocurrido algo malo.
-¿Malo? No, nada, sólo trabajo. Estuve gestionando la boda de Katarina y atendiendo unos asuntos de la cuarentena con la policía, lo normal..
-Sentí como si estuvieras triste y no sé por qué, pero soñé contigo llorando.
-¿Estabas preocupada?
-Mucho ¡Me pone feliz saber que estás en casa!
-Tu padre y Anna me recibieron sin ganas de verme.
-Te quieren, no te angusties.
-Susanna, tu hermana me ha dado tu caja de balerinas.
-¿Te ha gustado?
-No creí que las tuvieras todavía.
-Están rotas.
-Encontraremos un zapatero.
-Es que yo... Hoy quería sorprenderte.
-Aun tienes el disco que me regalaste.
-¡Esa canción es especial para nosotros!
-Volví por ti después de oírla.
-Es que... Sólo quería darte una sorpresa.
-Susanna, créeme que me has sacado una sonrisa, me he acordado de cuando te regalé los zapatos, de la galería donde trabajabas y hasta del día que nos conocimos.

Eso último acabó por iluminar el rostro de la señora Maragaglio, quien no creía que él también tuviera presente el primer momento de esos veinticinco años juntos.

-¡Te amo tanto! - gritó ella y enseguida, le hizo el gesto al dj de colocar la canción que quería dedicar. Maragaglio por su cuenta, busco el viejo tocadiscos de la familia Berton y seguro de que funcionaba, colocó un vinilo de 7". De inmediato, Anna y el viejo Berton se llevaron las manos a la cabeza por reconocer la melodía de Abba que detestaban y que había sonado hasta el cansancio en su casa cuando Susanna se había a atrevido a dedicársela a Maragaglio y enviado el single a Milán. 

-Grazie ¡Ti amo! - exclamó él y Susanna no pudo contestar porque el llanto la rebasaba.

En el hospital, la canción sonó en cada rincón con un volumen un poco más alto de lo habitual y en la casa Berton, Maragaglio no dudó en tomar de las manos a sus hijos y sobrinos para bailar con ellos mientras les decía que con esa canción, él y Susanna habían decidido estar juntos y casarse, así como vivir en Milán. 

Pero la felicidad no fue compartida con todos: Ajena a la sonrisa de Susanna e ignorante de lo que Maragaglio hacía, Katarina Leoncavallo permaneció inmóvil y llorando en la orilla de su cama sin ponerse controlar. Marco Antonioni se colocó junto a ella y preguntó qué sucedía, sin obtener una certeza. La cabeza de Katarina se llenaba de memorias sobre su abuelo, quien aprovechaba cuando esa "canción indecente" sonaba en volumen alto para darle palizas atroces, romper sus tareas y obligarla a cambiarse de ropa luego de manchársela de tinta china. Nadie sabía que el anciano era quien colocaba a Katarina sus otrora característicos vestidos blancos, amarillos o rosas y la forzaba a disculparse de rodillas si se atrevía a ponerse pantalones o incluso, cortar su cabello. La joven sentía que aquel infeliz le había hecho algo, pero no podía darse cuenta de qué.

viernes, 4 de julio de 2025

La urgencia

Yulia Polyachikhina, Miss Rusia 2018.

París. Sábado, 23 de noviembre de 2002.

Ilya Maizuradze continuaba con sus actividades personales en París para evadir su llamado a Chechenia. Su límite era próximo y antes de encontrarse con Kleofina Lozko, otra persona lo aguardaba en el Salon Proust del Hotel Ritz y tal como le informaba el portero, la mujer había arribado ese mediodía y tenía pautadas bastantes reuniones ese fin de semana.

El señor Maizuradze portaba uniforme militar, sus lentes gastados de un armazón dorado sutil y una carta oculta, misma que sacó frente a una mujer que lucía una corona cuyas perlas parecían flotar en el aire. Tanta elegancia, lejos de inhibirlo, le pareció excesiva, pero cobraba sentido al distinguir el rostro delicado de Deva Romanova Holstein-Gottorp, única descendiente de la familia imperial rusa y última Gran Duquesa Romanov.

-¡Oh, Ilya, qué alegría verlo! - pronunció la joven de veinticuatro años, sin atreverse a abandonar su asiento, así se notara que había ensayado un abrazo. El hombre tomó asiento y sin pronunciar cosa alguna, entregó la misiva, sorprendido de que no existieran micrófonos, cámaras o espías alrededor. Ni siquiera el personal se hallaba presente.

-¿Los Isbaza no son mi familia? ¡He viajado tanto para el mismo resultado! - se lamentó ella - ¿Cuándo pararán estas malas noticias? ¡Mi familia ha muerto esperando!

Ilya Maizuradze trató de no reírse y luego de mirar al suelo y a la puerta, finalmente decidió corresponder a la conversación por primera vez en años.

-No entiendo por qué quiere hallar a esas personas ¿Qué sentido tendría? 

Pese a la severidad, la joven prosiguió:

-Simplemente, la de no seguir sola. Los Romanov hemos muerto, uno a uno y sin respuestas.
-Victoria de Inglaterra es su prima, señora.
-Que se haya casado mi tío Boris con una hermana del rey Eduardo, no me hace familia.
-El zar Nikolai también era pariente directo de George V; otro primo por cierto.
-¿Es que lo hemos fastidiado, Ilya? ¡Usted es el único guardián de la sangre pura que queda!
-¡Y usted no entiende que no la encontraré!
-¿Ha renunciado?
-He averiguado en cada casa real y con dinastías nobles. Nadie.

Deva Romanova bajó la cabeza.

-¡Tanto esfuerzo y la familia se perdió! - lloró.
-Sigo sin comprender por qué usted se aferra. Hasta donde sé, mi abuelo evitó que Nikolai conociera el paradero del último Romanov campesino y mi padre desapareció después de la Gran Guerra Patria, así que muchas referencias nunca tuve.
-Los Maizuradze han sido siempre los protectores imperiales.
-Mi abuelo se negó.
-¿Hemos sido malos?
-Trataron de vender la sangre pura en varias ocasiones. En cambio, los Maizuradze acompañamos a esa gente desde que Carlomagno lo encomendó. Ni siquiera desde el extravío los voy a traicionar.

Deva secó sus lágrimas.

-Mi familia me contó que la sangre pura se emparentó con la nuestra al escapar de la Revolución Francesa ¿Louis XVI era pariente?
-Otro primo traicionero ¿Por qué la insistencia en preguntarme siempre esa verdad? 
-Es que no entiendo, siempre escondimos a esas personas. Cuentan los campesinos de las afueras de Moscú, que aquellos cosechaban papas.
-¿Por qué no busca entre ellos, señora?
-Lo hice. Ninguno es un Romanov y no sé la razón de mantener mi fe en que podré reunirme con alguien.
-No me citaría si no tuviera un rastro.
-Hace unos meses ví a Sergei Trankov en Rusia, creí distinguir el dije de la sangre pura en su cuello.
-¿Disculpe?
-El corazón de Santa María del Mar, ese que robó Jean Lafitte y luego se perdió en el tiempo. Mi familia guardó el dibujo y quiero que me confirme si es el mismo.

Ilya Maizuradze arrugó el ceño para disimular que conocía esa historia perfectamente. El dije había permitido que Sergei se fuera de Rusia apenas Vladimir Putin lo había contemplado con esa joya puesta y además, sabía perfectamente a quien le pertenecía.

-Lamento decepcionarla.
-Pero el presidente me ha dicho que por eso le liberó de su arresto ¡Le reproché tanto!
-La urgencia nos hace ver cosas que no son.
-¿Soy la que queda?
-Si quiere ser la última Romanov, no la voy a detener.
-Un rastro nos llevó a Chechenia a mi padre y a mí cuando era niña.
-¿A dónde? 
-No se moleste, por favor.
-¿Pretende que yo continúe con su estúpida obsesión?
-Le pedí el favor al presidente...
-¡Si la Gran Duquesa no hubiera estado en este mismo salón en la revolución, todos los Romanov estarían muertos! 
-¡Lo sé, lo comprendo!
-¡Usted es una tonta, señora! Si no fuera por su escaño permanente en la Duma porque Krushev intervino a favor de su famila, usted estaría lavando platos en cualquier bistro de París.

La joven duquesa permaneció callada, sobretodo porque aquello era cierto. En 1968, su abuelo, el Gran Duque Romanov, Dmitriy Romanov Holstein-Gottorp, había recurrido al embajador soviético de aquél entonces para arreglar el retorno luego de una quiebra económica triste. Al negarse la familia real británica a su auxilio, el destrozado Dmitry había hecho un trato: conservaría sus títulos y su escaño permanente en la Duma, pero sería diplomático a fuerzas y pactaría a nombre de la URSS sin recibir privilegios y perdiendo sus propiedades y joyas europeas, que en el tiempo presente, eran patrimonio del gobierno ruso en el extranjero. La corona que la joven Deva portaba a todos lados, era lo único que quedaba del esplendor imperial.

-Lo que todos desean, es que el heredero reclame el trono. 
-¿No haría usted lo que fuera por recuperar la dignidad, Ilya?
-En este asunto, no la he perdido.
-¿El gobierno francés sabe la cláusula de Carlomagno?
-Se mueren de ganas de que se cumpla, la guillotina brilla... ¿Sabe que los británicos abrirían un frente de guerra contra Francia y Rusia si aparece la sangre? 
-Recurrí a Victoria.
-Y como siempre, tuve que arreglar el desastre ¿Sabe que el MI6 persigue a unos tales Hazlewood por culpa suya, señora? 
-¿Ellos saben algo?
-Lo más gracioso es que no ¿Por qué los Romanov siempre le hacen daño a alguien? Hizo bien mi abuelo en perder a esos campesinos.
-¡Ilya!
-¿Para qué los quiere? 
-Sé que no murieron en los campos de concentración, ni en los gulag. 
-Intente ser feliz con eso.
-Sólo quiero recuperar a mi familia.
-El costo es echarle el Imperio Británico al mundo. Ese precio no se paga, señora.

Deva Romanova Holstein-Gottorp volvió a llorar de nuevo e Ilya Maizuradze se negó a cuidarla como antes. 

-Me preguntaba por qué mi jubilación no llegaba y descubro que prefiero hacerme matar en Chechenia. Cuando mi padre me contó que mi abuelo perdió a los Romanov campesinos, pensé que la misión había terminado. Ahora comprendo que la realeza sigue jugando.
-¿Qué hará Ilya?
-Lo de siempre, sólo soy un guardián. Cuando la bala me atraviese, la partida de todos habrá terminado.
-¿Y si el dije aparece? ¿Si Trankov lo vende?
-Rece porque nadie lo lleve consigo.

Ilya se levantó enojado y pensó en que no se conocía el verdadero camino del linaje puro carolingio. Esa sangre, tan buscada, tan importante, directamente bendecida por Dios... Pero los Maizuradze conocían la historia verídica: La de la familia humilde que, atormentada por un invierno eterno, rogó escapar de la Reina de la Nieves. Un soleado día de aparente fortuna, llegó la historia ante Carlomagno, el conquistador, quien emprendió campaña en su ayuda. Cautivado por la inusual belleza de Regina, la hija mayor de esa familia desgraciada, el rey les tomó como parte de la corte, asegurándoles que estarían a salvo y de la unión nacerían dos hijos. Pero el daño estaba hecho: la Reina de las Nieves había poseído el cuerpo de esa muchacha elegida y había purificado su sangre al extremo para ser especial, para vivir la vida terrenal con comodidades. Pero al ser bautizada, la Reina de la Nieves fue condenada a vivir entre los pobres y con la misma familia, perseguida por la pureza, misma que se había delatado porque una mujer por generación, congelaba todo a su paso. Los Maizuradze, quienes habían recibido la encomienda de Carlomagno de cuidar ese linaje, se habían encariñado genuinamente, asumiendo su protección, incluso cuando la corte francesa los había llevado ante el Rey Sol para emparentar nuevamente. Los Maizuradze, que conocían mejor su ascendencia propia, les habían fugado a Rusia para evitar el fatal sino de sus parientes en la revolución francesa, sin poder evitar que el apellido fuera reconocido por los zares. Al unirse por matrimonio a los Romanov, los miembros de la familia La Cour modificaron su apellido a Lazukhin y optaron por regresar a las actividades del campo, sobretodo al darse cuenta de que su maldición jamás se iría. Pasaron siglos y los Lazukhin continuaron en sus plantíos pequeños, lejos de la opulencia Romanov, hasta que un día, la revelación de la pureza de su sangre llegó a Inglaterra, ocasionando que un Maizuradze se escapara con un niño llamado Goran Lazhukin, mismo que, al ser hijo único, llevo consigo a la Reina de las Nieves a todos lados, hasta juntarse con un pueblo migrante, también ruso, pero despreciado, los dorados, que buscaban dónde vivir hasta que un barco les llevó a la isla de Tell no Tales, ya ocupada por los azules, que no eran más que franceses expatriados que enseguida les relegaron a las afueras y a pasar más pobreza. Los Maizuradze entonces, leales, decidieron extraviar sus huellas y separaron sus caminos, volviendo imposible que descendientes como Ilya Maizuradze, supieran la identidad de la sangre que protegían, salvo por señales inequívocas como un sueño que involucraba a una niña de abrigo rojo y un dije que al tocarlo, hería a quienes no tenían la sangre pura; pero el objeto se había perdido en algún momento, lo había tenido el pirata Jean Laffite hasta el hundimiento de su barco y no se supo más. Luego, al llegar la Revolución Rusa, la familia imperial se había comprometido a rastrear la sangre, pero por mala suerte, los abundantes registros del apellido Lazukhin aparecieron, confundiéndose con los del primo extraviado, quien para entonces, se había nombrado como Liukin.

Sin embargo, la historia siguió y la Reina aguardó y después de desearlo, el joven Goran Liukin se convirtió en padre de Lía, de cuya carne pudo apoderarse. Luego de la tumultuosa vida de aquella mujer y asfixiada por su falta de libertad en Tell no Tales, la Reina viajó por el mundo, hablando un día a Carolina Leoncavallo, de quién se apoderó y se volvió madre de Maragaglio con la esperanza de que este le daría nietas cuando creciera; pero al descubrirse el incesto de Carolina y Goran Liukin Jr., la Reina retornó a Tell no Tales y así, un 2 de agosto de 1988, eligió a una recién nacida Carlota Liukin, una bebé tan bella como la Regina de Carlomagno, irresistible y etérea, perfecta para continuar cumpliendo su condena. Y como siempre, los Maizuradze estaban allí, cuidándola sin conocerlo, hasta que el dije de Santa María del Mar fue distinguible de nuevo. 

Ilya Maizuradze abandonó el salón con cierto enojo y no se detuvo hasta llegar a su propia habitación, habiendo olvidado sus compromisos y tratando de sacar su furia escribiendo rabiosamente el primer informe que presentaría en el campamento militar ochenta y tres de la República de Chechenia, percatándose de que pronto, la inteligencia británica comenzaría a seguir a la Gran Duquesa Romanov y como siempre, el gobierno ruso tendría que intervenir para la seguridad del bando traidor de la familia Romanov.