jueves, 17 de enero de 2013

La insólita carta a De Gaulle (Oda a los regalos)


A Erick Juayek.

"Usted y yo hemos crecido en un mundo de guerras y me temo que con la inminente llegada de la paz, usted no sabrá qué hacer, ni yo en dónde meter la cabeza para soportar mi creciente vergüenza.

¿Usted se ha preparado para la falta de rigidez que exigirá el mundo moderno? Mientras usted y yo contemplamos cómo nos vamos volviendo ancianos y millones de franceses se han vuelto adultos cuarentones con pocas esperanzas, una generación de jóvenes mucho más sensibles que usted y yo, está casi lista para ponernos de cabeza. No ha reparado en el futuro, general De Gaulle. Mucho menos ha previsto el cambio de ideas que está a punto de suceder.

Millones de compatriotas se preguntan qué sigue. El mismo cuestionamiento me hago desde que he recobrado la memoria de tantos tiempos históricos que se han almacenado en mi cada vez más oxidada memoria: La primer gran guerra de la que nada aprendimos, la revolución comunista que a usted le resulta tan molesta, los veintes y sus tragedias depresivas, los disipados años treinta en los que parecíamos decadentes millonarios y bohemios fácilmente impresionables por intelectualoides de quinta y artistas banales... Todo para no sentir orgullo de llegar a uno de los episodios más oscuros desde que la civilización tomó lugar en un mundo tan hostil y violento. Nunca sabremos del todo qué perseguía el enemigo; nunca sabremos que perseguíamos nosotros. He ahí mi razón más fuerte para no declarar vencedor a nadie. Eso incluye a los perpetradores de ese infame crimen llamado bomba atómica, al que se prestaron las supuestas mentes más brillantes de la Tierra ¡Qué irresponsabilidad! Los genios colaboran con el genocidio más infernal y descarado por obra y causa nuestra ¡Mal rayo nos parta! ¿Qué clase de legado grotesco dejamos adelante?

Usted aún no dimensiona del todo esa tragedia. En mi situación, no tiene caso. Le recuerdo aquella revelación que le hice un verano hace ocho años: Usted tiene por amigo a un cadáver. Desde 1932 estoy muerto.

Por supuesto, usted lo ha olvidado y era pertinente. Siempre admiró mi "crudeza" y mi "carencia de churriguerescas formas" para redactar cualquier cosa. Creyó que aprendí a ser directo después de vivir atrincherado durante cuatro años combatiendo alemanes en la primer gran guerra. Que un ingeniero como yo, de grandes talentos y un futuro sólo comparables con el célebre Eiffel terminase cansado de los honores y las investigaciones (más no de la curiosidad básica inherente a un ser humano) después de comprobar con amargura que no había motivos válidos para volver a su hogar, debió ser devastador para un par de progresistas que pensaron que la locura bélica me había dejado algo bueno. Pero fue tremendamente positivo para la milicia ofrecerme un puesto. Nunca me he dado la licencia de aclarar que lo hice sólo por la simpatía que me unía a los muchachos heridos en Alsacia y que me tenían como inexplicable líder de una división que más bien parecía una cuadrilla de bandoleros vulgares. Usted se rió de nosotros apenas lo nombraron capitán, pero no entendí la razón de por qué me hizo amigo suyo.

El peor día de mi vida sucedió al mismo tiempo que usted era destinado a la Secretaría General de Defensa Nacional. Deprimido y enfurecido, recibí la carta de aviso. El general De Gaulle ahora era mi jefe y no podía llamarlo "amigo" nunca más. Sucedió en el momento correcto; cuando mis entrañas se volvían putrefactas y mis parientes cercanos luchaban por sacarme inocente de un proceso judicial en el que mi culpabilidad era clara, pero mi apellido y mi rango eran apariencias más importantes y pasé a ser una respetable rata impune que suplicaba a su ejército que lo enviasen a misiones que le significaran la muerte. Jamás se cumplió mi deseo. Francia se rindió en 1940 y el mariscal Pétain arruinó mis intenciones con el humillante armisticio. Usted en cambio, me extendió la mano con su discurso "Francia libre" llamándonos a resistir a como diera lugar. Poco después, no supe cómo, me llegó el telegrama en que me animaba a llevar a mi división a los túneles de París y usted en particular me mandó a buscar algo ahí abajo porque sólo podía encargárselo al más leal de los "amigos de la cuadrilla" aunque jamás combatimos juntos. Así es, General De Gaulle como me di cuenta de que usted entraría de lleno a la política como un líder salvador, aunque su intención no fuera esa. Ahí comenzó también mi decepción porque entre más días pasaban en la alcantarilla, más certeza tenía de que a usted le habían fabricado el brillante discurso del 18 de junio que me alentó de nuevo a perder la vida. Mis sospechas no fueron gratuitas y ¡vaya que no erré!: El brillante Charles De Gaulle había aceptado las sugerencias del ministro británico Winston Churchill y su secretario (un lord tal, cuyo apellido no llega a mi mente) de moderar su discurso, de cambiarle párrafos ¿Qué daño le hubiera hecho a Francia decir las cosas por su nombre? ¿Delatar que Pétain nos traicionaría era perjudicial en un país que ya estaba destruido? ¡Jamás odié tanto a un amigo! Mis amargos reproches llegaron a usted cuando era tarde, cuando tuve que abandonar la cloaca para batallar en el campo, para darme cuenta de que éramos, todos, los grandes cobardes que lastimaban Francia y mandaban al mundo al infierno. Porque el heroísmo estaba en las manos de un inocente que en un rato de ocio le dió por fabricar un aún más inocente balín que le servía para armar y desarmar sus juguetes. Por salvar el pescuezo de millones pervirtió su esperanza.
Esas cosas son las que jamás deben perdonársenos.

Recuerdo que el ocaso de la guerra llegó en 1944. En la frontera belga se abría paso un chico de ocho años. Era un rumor, una leyenda casi urbana que se concretó cuando lo ví entrar a Tulle poco después durante la masacre perpetrada por la 2da División SS das Reich. Nunca hallé furia en él. Aún evoco su atrevimiento de caminar al lado de los tanques alemanes arrojándoles balines ¡Qué maravilla para los ciegos! ¡Un chico que me recordaba a mi hijo mayor destrozaba la poderosa maquinaria que volaba en pedazos a cualquiera menos a mí! Por sus zapatos, juzgué que venía de muy lejos. Con él iba su padre, gritando arengas inexplicables. Por inercia, me uní a ellos en su camino errado hacia Alsacia. Los guié, los alimenté con la única lata de frijoles que me quedó, les cedí mi abrigo y así, llegamos a ese último episodio con los panzer. Ese niño me daba instrucciones de cómo funcionaban sus balines y yo fingía que entendía. Aún no sé cómo logramos que los alemanes dieran la retirada en menos de media hora y entramos en la patria germana hasta Berchtergaden. Ese mérito le ha sido colgado al general Phillippe Lecrerc, despreciando al verdadero héroe de Francia.

¿Cómo se le explicaría a nuestros compatriotas, general De Gaulle, que fue un mocoso de ocho años el que libró a Europa entera (menudas cosas de las que me he enterado) de la demencia nazi? ¿Es tan difícil de aceptar que ese pobre desafortunado recorrió el continente desarmando tanques y aviones? Ni siquiera en su tierra natal le harán un homenaje, porque los créditos han sido repartidos entre los incompetentes. En este año de 1945, ya no había nada qué pelear gracias a ese ángel de niño que ni siquiera guardaba maldad o rencor: "Sólo hacía lo justo" dijo él con el poco francés que aprendió. Igual desbarataba panzer que rifles ingleses. Su salomónica actitud quizá le costará pasar al olvido.

Para mayor desgracia, el anónimo prócer ha sido un ruso. Eso no le conviene a los metiches de Washington. Recuerdo el horror con el que el pequeño supo de la bomba en Hiroshima. Aún no terminaba de expresar que no podría deshacerla con sus inventos cuando llegó la noticia de Nagasaki. Fue la única vez que maldijo a la humanidad y especialmente a Roosevelt y a Truman, aunque estoy seguro de que no tardará en maldecir su propia creación. Hoy mismo, poco antes de su partida a Moscú, me ha pedido saludos para usted y me ha dicho con ironía que fue un placer "salvarnos el trasero de forma pacífica y además sin buscar recompensa" como si supiera que somos ingratos. Le arrebaté un balín como recuerdo; sé que pronto deberé usarlo para cumplir mis propósitos".

"P.D. Los nazis han abandonado Tell no Tales al comprobarse que sus leyendas son difíciles de rastrear y el Vaticano quemó los registros genealógicos de la ciudad al principio de la guerra. Esto último lo supe en la cloaca, por medio de un enviado del Papa que no logró salir de la ciudad cuando el ejército alemán tomó París.

Respecto a lo que usted me encomendó, debo decirle que nunca hallé dije alguno como el que su madre mencionaba en sus cuentos, ni rastro de Jean Lafitte. Hoy, que la rendición definitiva del Eje provoca celebraciones, es también la ocasión en la que, oficialmente, la sangre pura ha desaparecido.

Atte: El muerto en vida y capitán, Matt Weymouth.

2 de septiembre, 1945".

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