Tessa Virtue y Scott Moir / Foto: Natasha Ponarina ©
París, junio 2002.
Jean y Judy Becaud se instalaron en un edificio viejo de Montmartre y con dificultad, lograron revivir Le jours tristes con un par de mesas y una cocina rudimentaria. Con escasa clientela y un marido poco cooperativo, ella intentaba mantenerse optimista y procuraba no dejarse ver en la calle, ya que su madre no sabía que había vuelto.
Otro de los dolores de cabeza, tenía que ver con el dinero. El matrimonio Becaud estaba muy endeudado y las discusiones eran la nueva rutina. Él a diario reclamaba que ella gastaba mucho y ella decía que él no quería soltar un solo centavo para hacerle mejoras a su local, el mismo que de tan oscuro parecía covacha. La joven, tan acostumbrada a las flores no podía ni comprar un ramo en la esquina para decorar y las lámparas eran un asunto pendiente ya que siempre estaban caras. Judy meditaba sobre aquello especialmente: necesitaba un socio y rápido, pero lo único que tenía era a un empleado desesperante, un tal Luke Cumberbatch que supuestamente era un buen cocinero pero era desordenado y acostumbraba llegar tarde, además de ser un conocido fracasado en el vecindario.
-"No debí hacerle este favor" - concluía la triste Judy cada vez que Luke arruinaba una orden o espantaba a los aventurados comensales. Ese día en especial, era el peor de todos, con amenaza de clausura por deficiencias en el servicio incluida y encima, el veredicto contable: números rojos.
-¿Qué voy a hacer? ¿Cerrar mañana? No tenemos nada - repetía la pobre a punto del llanto y planeando un nuevo ajuste financiero, aunque implicara reducir los insumos y aplazar de nuevo la compra de un horno que sirviera.
-Se acabó, se terminó lo del café, un apartamento bonito, el cableado nuevo y todo - comentó a su marido por la noche antes de ponerse a llorar y oírlo a él decir que estaba cansado de sus lágrimas. Si ella estaba desesperada, él también, o más: "Tú no perdiste los derechos sobre tus libros ni te embargaron tus cosas, tú no perdiste nada" alegaba Jean con insistencia y con el añadido de que no se quejara, que todavía podían conseguirse unos empleos. Él había preguntado por el de vendedor de zapatos en la acera de enfrente y a ella le recomendó tomar el de ayudante en el bar de al lado. Judy se hallaba incrédula. "Le pediré un préstamo a mamá" sugirió pero Jean respondió: "Claro, ya vas a llorar con tu madre, estás viendo que no podemos pagar ni el sueldo del inútil que contrataste y ahora vas a las faldas a ver que recibes... Como si no nos fueran a cobrar eso también".
La joven se acostó dándole la espalda a su esposo, con el estómago revuelto por el nerviosismo y por tragarse la angustia cada que llegaba un recibo o el recordatorio de que aun no cubrían el anticipo del alquiler. El casero no los echaba por mera pena y porque los creía recién casados.
-Jean, tengo la solución, despediré a Luke - comentó por la madrugada, cuando Jean no la escucharía por ningún motivo y podría levantarse de la cama sin ser víctima de las impertinencias de él, sólo para hallar en el buzón el requerimiento de pago de luz y descubrir que del dinero guardado en una cajita no sobraba ni un céntimo.
Ante tal panorama, Judy haría lo que acostumbraba cada vez que sucumbía a la desesperanza: salir de casa y resolver su situación con una visita familiar. A sus hermanitos les daría gusto verla y su madre le daría una cantidad para sortear los gastos inmediatos, no importaba si como consecuencia tuviera que ayudarle con las costuras en su negocio de ropa para bebés o trabajar de gratis en ese almacén. Jean podría tragarse su orgullo y aceptar que la ayuda les venía bien, así tuviera que visitar a la suegra cerca del Quartier Latin cada semana, pero al caminar por la escalera que llevaba al café, la muchacha entendió que lo que había perdido en Tell no Tales era más que un hogar.
Se imaginó el antiguo Le jours tristes con sus paredes color amarillo pastel, su hermoso mostrador con cupcakes en la parte inferior, la pequeña caja al lado y la barra al fondo, las macetas en las orillas y los cuadros en las columnas. El nuevo Le jours tristes no podía ser así de chiquito, ni de familiar.
El nuevo Le jours tristes no sería encantador ni amigable, ni cercano ni entrañable como el original; sino distante y hasta descuidado, tanto que hasta Luke Cumberbatch encontrara su cabida... Y nada de su marido otra vez, el hombre estaría demasiado ocupado tratando de recuperar su trabajo que no se tomaría la molestia de agarrar el menú y rediseñarlo.
-Como siempre, tienes razón, Jean - se recriminó, como al recordar cada reproche de su madre y su maestro favorito, cual mantra para aceptar que aquellos dos bien podían tener razón en que Judy no aspiraba a un matrimonio funcional. Sentada en un escalón, la joven de dio cuenta de deseaba ver a los muchos o pocos amigos que había hecho en Tell no Tales, a Tamara su leal confidente y por extraño que pareciera, a Ricardo Liukin recogiendo a su hija Carlota y regañando a Joubert, Anton, David y Amy por quedarse riendo y platicando hasta pasada la medianoche.
-Amor ¿Qué haces fuera de la cama? - dijo Jean en una de sus rarísimas madrugadas de insomnio.
-No vi el recibo de luz ayer.
-¿De cuánto es?
-20€
-Ni eso tenemos.
-Me quedaba a oscuras si no compraba velas.
-¿El casero volvió a llamar?
-Le urge que le demos algo, lo que sea.
-En la semana resolveré eso.
-¿Ah sí? ¿Cómo?
-Empeñaré uno de mis premios.
-¿Cuál?
-El del Círculo de Críticos de Tell no Tales. Creo que con 1200€ nos dejarán vivir aquí unos tres meses haciendo la finta de que habrá otro día con suerte.
-¿Tenemos cosas inútiles?
-Pocas, nada con mucho valor.
-Estaba pensando...
-¿Qué cosa?
-Vender el anillo que me diste en Navidad.
-Si tú crees que sirve, adelante.
Judy volteó a ver a su esposo sin dar crédito. Se suponía que aquella sortija era un obsequio de aniversario, significaba algo especial.
-Ay no, vas a hacer tu puchero como en la mañana.
-¡Me regalaste esto, Jean!
-¿Quién te entiende? Me acabas de decir que quieres vender ese anillo.
-¿También me vas a pedir que me deshaga de mis pulseras y de mis aretes? ¡Hasta los que traigo puestos fueron obsequios tuyos!
-Judy, esta no es época para encoger el corazón y no creer que hay que desprenderse de ciertos objetos que pueden ayudarnos a salir del hoyo.
-¡Tú me metiste en esto!
-¿Para qué me sigues?
-No sé por que no peleaste por nuestro café en Tell no Tales.
-Me vas a salir con que tú no diste por vencida; señorita, le aviso que usted se escapó conmigo.
-¡Todo por tu gran bocota!
-Mi gran pluma.
-Gran pluma, gran pluma mi trasero.
-Tenía una obligación con mis lectores.
-No eres periodista, Jean.
-Esa nota es oro.
-¿Por qué no la vendes a un diario si es tan importante?
-Nadie me cree, Judy. Me jodieron ¿entiendes?
-Todos tienen la culpa, menos tú.
-¿Podrías creer en mí? ¿No lo ves? Si estamos en este hueco frío es porque dije la verdad ¿Por qué no lo entiendes? ¿Por qué no puedo llegar a casa después de buscar trabajo y que mi mujer me mire sin pensar que es hora de hacer la maleta porque esto no da para más? ¿Quieres irte con tu madre, Judy? Está bien, esto no es del todo tu culpa, pero sabías que las cosas serían difíciles. ¿Tú crees que no me frustra saber que nadie se toma la molestia de probar lo que cocinas cada mañana? ¿Que no me da impotencia ver que el horno se descompuso y que la despensa se vació? Cada que llega una nueva cuenta brinco de la ansiedad de que tal vez no llegaremos al próximo mes ¡Y aún así confío en que lograremos terminar con este bache, que tú vas a ser feliz otra vez ...!
Judy Becaud miró de nuevo a su alrededor. Todo lucía tan ajeno y tan malo y Jean, a pesar de todo, estaba demostrando que al final del día, le daba por tomarla en cuenta.
-Encontraremos al socio que tanto quieres, Judy, no podemos costear las reparaciones.
-¿Tú piensas que alguien se va animar?
-Debe haber un loco o una loca en París.
-Vamos Jean, hay que dormir y calmarnos, planearemos algo por el desayuno.
-Tomemos el día, visitemos a tu madre.
-¿Estás seguro?
-La amas, la extrañas y te da buenos consejos, además me odia, así que ¿por qué no?
Judy sonrió y abrazó a Jean antes de que ambos fueran a la cama a descansar, como les hacía falta. Fiel a su costumbre, ella no cerró los ojos sin antes hacer sus oraciones, agradeciendo a Dios, en quien creía, que al fin su marido hiciera un poco de lado el orgullo y se inclinara por un segundo de fe.