miércoles, 20 de agosto de 2025

Una mujer Leoncavallo


Milán, Italia. Agosto, 1920.

Tras la muerte de nueve de sus hijos, Assunta Leoncavallo no volvió a la calle. Sus días transcurrían entre asear la casa, cocinar la sopa diaria, abrir la puerta de vez en cuando para no sofocarse del calor veraniego y recibir a su hijo Maurizio obsequiándole una caricia tímida en su rostro. Su marido llegaba cada noche y lo primero que hacía, era servirle café. Las vecinas decían que ella era casi un fantasma o que tal vez, había caído enferma. Incluso, la mujer ya no lavaba ropa ajena o saludaba si alguien se atrevía a asomarse. Cuando llamaban a la puerta, Assunta nunca atendía y había gente que pensaba que había fallecido.

Cada mañana y tarde, la señora Leoncavallo contemplaba detenidamente ese cuarto en el que vivía y desdoblaba y doblaba las camisas que había atesorado de sus niños muertos, una por cada uno y la pijama de su varón más pequeño. Le gustaba imaginar que sus camas de cartón se acomodarían con mantas azules, que le harían un dibujo o le arrojarían accidentalmente una pelota de papel; quizás alguno le contaría de su día en la escuela. Así era hasta las seis, cuando preparaba la mesa y se aseguraba de que la estufa permaneciera funcionando hasta las diez.

Esa rutina operaba como un reloj perfecto que no se atrasaba todavía. Y eso le arrancaba una sonrisa sutil a una mujer que adoraba al hijo que le quedaba con toda su alma.

Sin embargo, algo se alteró de golpe al disponerse a preparar el café alrededor del día dieciséis. Buscó entre las canastillas, se preguntó si Maurizio se había llevado lo que quedaba ¿Por qué no había revisado? Faltaba el pan que su marido repartía cada noche y era inconcebible cenar así, sin algo que llenara el estómago y pusiera a aquel hombre contento. Assunta juntó las monedas que tenía, se preguntó si podía arreglar el problema. Tomó una cesta, le colocó una franela cuadriculada y sin pensarlo mucho, salió de casa. 

Assunta Leoncavallo no llamaba la atención cuando era más joven, al menos no como otras mujeres. Pero desde que se había casado inesperadamente con el zapatero Leoncavallo, inevitablemente las miradas se habían posado en ella. La "solterona", la callada, la "mustia" disfrazada de casta y últimamente, el "fantasma", se había quedado con el hombre que realmente valía la pena en ese lugar, el más bello, el más trabajador, el que tenía un carácter difícil y era estricto, pero protector, devoto de su familia, firme y con el carácter de afrontar sus pérdidas. Era el único que, incluso ante la envidia y murmuraciones, había defendido su elección de casarse con Assunta, aunque otras mujeres, quizás más alegres y menos grises, habían intentado conquistarlo con dulzura o con disposiciones al noble "sacrificio del hogar".

Pero allí afuera, en ese momento, dónde apremiaba conseguir algo para completar la cena, Assunta fue incapaz de reparar en el desconcierto, el asombro y la tristeza que transmitía al pasar. Su cabello negro y lacio estaba sujeto, pero unos pequeños mechones salidos recordaban lo ocupada que había estado en sus labores. Su vestido y suéter grises eran muy viejos, pero sus marcas de remendado eran pequeñas. Su mirada baja, sus ojos también grises, apagados. Pero los zapatos negros relucían. También eran viejos, pero cuidados, bien hechos, lo que se esperaba teniendo a un zapatero en casa. La señora Leoncavallo no se tropezaba con nadie, caminaba directo a la panadería con paso veloz. Nadie sabía por qué, pero daban ganas de detenerse en las paredes grises y derramar unas cuantas lágrimas por ella.

La panadería era pequeña, con sus luces amarillas y su pequeño mostrador de madera. La joven que atendía era regordeta, pero graciosa, la hija del panadero y con familia también panadera. Se notaba que aún no sufría de luto y sus mejillas rojas le atraían admiradores, incluyendo al herrero del barrio, que disimulaba sin embargo, que Assunta Leoncavallo aún le parecía atractiva al momento de entrar a ese lugar. Era entendible, puesto que ese hombre tendría apenas veinte años y Assunta ya era una adulta cuando él la veía de niño.

-Buonasera, signora Leoncavallo! - exclamó alguien alegremente. Assunta levantó su cabeza apenas y asentó en saludo antes de limitarse a hacer su pedido en el mostrador. El local había cambiado y ahora la gente pasaba varios minutos mirando los aparadores antes de escoger lo que llevaría a casa.

-Una hogaza, por favor - pidió con su voz cansada. La sonriente chica dejó de estarlo y enseguida le entregó un pan grande y generoso, crujiente y recién horneado en su canasta. Assunta ni siquiera preguntó un precio. Su marido le había dicho que "comer pan era un lujo" que costaba una lira con cincuenta y por eso las porciones debían rendir para tres días. Mientras la otra buscaba devolverle la diferencia, unos niños entraron corriendo y en medio de carcajadas para contarle a su madre sobre su más reciente travesura, además de abrazarla. Aquello provocó que Assunta agachara más su cabeza y la vendedora le entregara el cambio con cierta pena antes de verla huir, prácticamente.

La señora Leoncavallo corrió, sin evitar llorar en la calle y atraer la atención, una vez más, de los vecinos, que la veían desesperada de volver a casa y le abrían el paso. En la panadería, quienes no la conocían, se preguntaban qué le había ocurrido y la chica regordeta tomó una baguette pequeña, la envolvió y pidió permiso para salir. Entonces, alguien contó que aquella mujer de gris había perdido a sus niños y sólo le quedaba uno al qué cuidar. La madre que había recibido con alegría a sus propios hijos, enseguida les abrazó con el deseo de no extraviarles nunca.

Assunta subió la escalera de su edificio con enorme prisa y enseguida se encerró. Se sentía agotada y con el corazón saliéndose de su pecho. Enseguida colocó platos, encendió la estufa para calentar la habitación, puso el pan con su franela al centro y tomó asiento, recargando sus codos sobre la mesa. Entonces terminó por quebrarse. El sonido de su llanto se escuchó por toda la vecindad sin que nadie pudiera detenerlo. Algunos vecinos tocaron la puerta, pero la mujer no oía, no lograba controlarse. Sólo la mujer en silla de ruedas del otro extremo del patio le pidió a los demás que le dejaran en paz y les recordaba que ellos eran nuevos ahí, que no conocían a la familia Leoncavallo, que no tenían idea de su desgracia y quienes habían quedado de la "gripe de las moscas de arena", eran, además de ella misma, los señores Maurizio y Assunta Leoncavallo y su hijo, Maurizio.

Mientras los demás volvían a sus cuartos, la chica regordeta ascendía por las escaleras acompañada del joven herrero. Al principio hicieron lo que todos, llamar a la puerta, sin respuesta. Entonces, el chico resolvió abrir con un truco aprendido del taller.

La escena que los dos contemplaron eran de una angustia profunda e inquietante. Once sillas puestas, ocho de ellas adornadas con las camisitas, Assunta arrullando la pijama de su bebé, una extraña luz blanca; el frío era intenso. Assunta volteó a ver a sus visitantes y la chica de la panadería se armó de valor para hablarle.

-Disculpe por venir sin avisar, es que no la había visto en mucho tiempo. Le he traído esta barra de pan, es de una receta nueva y quizás le gustará. A mi madre le dará gusto saber que usted nos visitó hoy, a menudo la extraña y el señor Leoncavallo le dice que todo está bien. Puede ir cuando quiera a tomar un chocolate con nosotros, la extrañamos mucho, signora.

La chica dejó el pan junto a la hogaza y Assunta repitió el gesto de asentir. Entonces, la entrada se cerró de nuevo.

La luz blanca se intensificó ahí dentro y de pronto, una sutil nevada inició. Los copos caían sobre la ropa, sobre los panes, enfriaban la comida aunque estuviera en el fuego. Assunta abrió un poco más los ojos, las lágrimas continuaban cayendo por su rostro. 

-¿Qué has venido a hacer? - preguntó con su voz más tenue, pesimista y abandonada. De repente se formaban inofensivos remolinos que elevaban los copos y los volvían a dejar caer. El olor a sopa de papa inundaba el lugar.

-No tengo más ¿Qué podrías arrebatarme ahora? Me queda un hijo ¿Lo buscas? - y el ambiente se convirtió en una especie de postal navideña que en otro momento, quizás no habría sido tan triste.

La Reina de las Nieves había decidido visitar a los Leoncavallo, aunque esta vez fuera para recordarles que no los había olvidado. Pero contemplar a Assunta le hizo abandonar su talante burlón y el caos usual. Ambas se habían mirado a los ojos, pero sólo una se quedaba para padecer por otra clase de invierno, donde las maldiciones y los poderes fantásticos no bastaban para envenenar un recuerdo. 

Una bola de cristal, en donde una madre atendiendo a sus hijos estaba rodeada de luces de colores y nieve, fue dejada sobre la mesa, haciendo que Assunta la tomara entre sus manos. La Reina, que no solía respetar el dolor de nadie, comprendió que en esa esfera cabía un mundo y ese mundo era el de Assunta, que sólo podía conservar los rostros de sus espíritus en una imagen así de frágil. Una felicidad y un calor que al agitar ese objeto, siempre le daría un poco de paz. El beso frío que la entidad quería darle al único descendiente Leoncavallo, se quedó olvidado.

Al dar nuevamente la seis de la tarde, padre e hijo retornaron a casa. Los vecinos parecían curiosos, pero sólo el panadero les detuvo un momento para contarles lo ocurrido con Assunta. El señor Leoncavallo agradeció escuetamente y luego de reiterar que todo seguía bien, caminó simulando calma, aunque el joven Maurizio se preocupó enseguida.

Assunta continuaba sentada, con la expresión perdida y olvidando preparar el café, cuando su marido entró y en lugar de ser recibido con un gesto de alivio, este se topó con las sillas puestas. Las marcas en el rostro de Assunta por tanto llorar eran innegables. 

-No regresarás a la calle - dijo el señor Leoncavallo y su mujer enseguida volvió a asentar, como si ese gesto fuera automático o más bien, el único sensato.

-Le ayudaré a mamá - dijo el joven Maurizio y enseguida sirvió el café, pero ella reaccionó inmediatamente y se puso a dar la sopa y cortar el pan, colocando raciones para sus hijos muertos, actuando como si ellos estuvieran ahí. Su marido empezó a gritar que parara, pero Assunta sólo pudo continuar la farsa hasta que el llanto la venció.

-Sé que mis hijos no están ahí - murmuró de repente - Han muerto, la gripe se los llevó. No se asusten, sólo he querido jugar a que siguen conmigo por un día más. 
-Iremos al cementerio el domingo y que esto no vuelva a repetirse, Assunta - continuó el señor Leoncavallo.
-Iré a acostar a Maurizio.
-No es un niño. Le ordenaré que asee por ti, ve a recostarte si lo necesitas.
-Yo me hago cargo de eso. Sólo déjame arroparlo hoy.

El joven Maurizio recibió el permiso de su padre y Assunta, como si él fuera un niño pequeño, le colocó una pijama remendada y besó su frente como cada noche, pero añadió un abrazo y le pidió que nunca se fuera de casa. 

Había sido un día tan difícil, un segundo aniversario de un luto que no parecía terminar. Al regresar con su marido, la mujer volvió a sentarse, pero en lugar de limpiar, se limitó a jugar con la esfera, soñando con vivir en esa escena en lugar de esa habitación. Incapaz de hacer más, volvió con su hijo y le contempló dormir durante la noche, colocando la esfera junto a su cama de cartón. 

-Buenas noches, hijo mío - le susurró y besó sus cabellos - Mañana estaré bien para tu padre y para ti. No me saldré de nuevo, aunque nos quedemos sin pan.

Assunta Leoncavallo lloró en silencio el resto de la madrugada y antes del amanecer, regresó a su actitud de siempre, aprovechando los restos de sopa para el almuerzo y el pan para el desayuno. La estufa y la mesa estaban limpias, la puerta abierta para que el calor no los sofocara. Los vecinos afuera habían reanudado los rumores, a los niños se les decía que habían visto a una mujer loca. Pero ella reanudó su encierro y su marido se encargó esa misma mañana de que cualquier cosa que se necesitara, fuera enviada directo a su domicilio, con la instrucción adicional de que no se trabara conversación con su mujer.

En la panadería, la chica regordeta recibió la encomienda de llevar las hogazas a la señora Leoncavallo cada tercer día y solamente así, Assunta tuvo alguien con quien platicar en secreto, cuando su tristeza le permitía hacerlo.




miércoles, 13 de agosto de 2025

El nombre del padre y el nombre del hijo


Moscú, Imperio ruso, 1858.

Un miembro de la familia Maizuradze abandonó el Palacio Imperial y se dirigió a las afueras, al campo, para visitar a la familia Lazhukin, amigos de generaciones y eternos campesinos que ese año en especial, habían conseguido enviar una carta por medio de un diácono que peregrinaba hasta la iglesia de San Basilio. Los Lazukhin eran analfabetas, pobres; pero sembraban y cultivaban papas con empeño, hacían cestas y uno de ellos había logrado aprender el oficio de zapatero. Ese hombre acababa de tener dos hijos: Goran y para no perder la tradición familiar de repetir el nombre del padre, acababa de nombrar al otro recién nacido como Morisi.

-Gemelos, ahora no hay ninguna niña - decía el hombre por saludo al ver la carreta de madera de Maizuradze, quien portaba su uniforme militar.

-¿Cuántos años van desde que nació la última mujer? - preguntó el visitante al bajar.
-No sé, mi madre dijo que mi padre no tenía hermanas.
-Parece una buena noticia.
-¿Crees que la maldición se haya terminado?

Maizuradze quiso decir que no, pero su amigo Lazukhin parecía feliz de no lidiar con el frío eterno, así que tomó su hombro y lo abrazó fraternalmente.

-Tal vez la Reina de las Nieves se ha ido ¿No has sufrido por el invierno, Lazukhin? 
-Sólo el de la temporada. Mira el verano, los niños van a poder correr cuando crezcan.
-¿De qué ha fallecido tu mujer?
-De fibre del parto. Conseguí la nodriza con unas vecinas.
-¿No te preocupa que los niños crezcan sin una mujer en casa?
-Mejor así. No quiero atraer a la reina, no me conviene tener una niña.

Lazukhin parecía triste, pero volteó a ver a sus hijos, que dormían a la sombra sobre una hamaca pequeña de cuerdas. Un perro les hacía guardia.

-¿Te vas a llevar a mis hijos a educar? - preguntó el campesino.
-El Zar desea verlos. 
-¿Les va a dar lo mismo que a Alexander Alexandróvych?
-Las relaciones con el Reino Unido han quedado fracturadas y los Romanov desean tender lazos nuevamente.
-¿Quiere vender a los niños?

Maizuradze suspiró y afirmó con la cabeza, así que continuó:

-Te ofrece criarlos en la corte británica y casarlos con las princesas Louise y Lara.
-¿Le crees?
-Ni un poco.
-Has venido para ver la tumba de mi mujer, después te marcharás.
-¿Qué le diré a tu primo?
-Que sacrifique a su propio hijo.

Lazhukin echó un vistazo a los bebés y luego de ordenarle al perro quedarse con ellos, fue a la parte trasera de su casita de madera. Un árbol joven y aún pequeño, daba sombra a la tumba familiar y Maizuradze comprobó que la tierra no estaba tan firme como en la visita anterior.

-Lamento no haber vuelto para despedirme de Tatyana Ivanoróvna
-Defiendes al Zar.
-Defiendo a la familia Lazukhin, no lo olvides.
-Te supliqué por el médico.
-No fue de mucha ayuda.
-Criaré a los gemelos con mis hermanos. Aprenderán del campo, vivirán con lo necesario.
-¿Y si uno quiere arreglar zapatos?
-No tengo un taller, todo lo reparo frente a la puerta. Conseguí un tronco muy bueno para sentarme y me construí unos soportes con otra madera. No necesitamos más, oficio y trabajo habrán.
-Haces bien. Trataré de disimular el rastro para que el zar no se pare por aquí.

Maizuradze contempló las flores marchitas que adornaban todavía el lugar y cuando levantó la vista, distinguió a lo lejos un asentamiento.

-Una caravana.
-Son los dorados, dicen que vienen de San Petersburgo - prosiguió Lazukhin.
-El gobierno mandó expulsar a los gitanos.
-Traen la cruz y rezan a mediodía. Los gitanos no hacen eso.
-En el palacio dicen que son paganos y adivinos.
-Andan errantes y se irán si no les dejan vivir.
-¿Les has preguntado por qué?
-Aquí sólo han venido a saber si pueden trabajar.
-Le diré al zar que no los he visto.
-¿Vendrás otro día?
-Si hay peligro.

Maizuradze y Lazhukin volvieron a estrecharse y luego de mirar a la caravana, regresaron con los niños, mismos que continuaban durmiendo mientras el perro, ahora echado en la hamaca con ellos, parecía evitar que se inquietaran. Los dos hombres no intervinieron y sin decir palabra alguna, uno se marchó mientras el otro decidió retomar el trabajo pendiente con un zapato viejo.

La infancia de Goran y Morisi Lazukhin no fue distinta a la de los pobres de Rusia: Ropa vieja heredada y remendada, inviernos inclementes que casi mataban de hipotermia a alguno de sus tíos, comida escasa, lodo y niños con los que liarse a trompadas después de jugar con piedras o correr en el campo. Los dorados se habían quedado y sus casuchas eran coloridas, además de parecer frágiles. La familia procuraba no relacionarse y pronto, se estableció la regla de evitar a las mujeres. Cuando los gemelos cumplieron quince años en 1873, comenzaron a labrar su propio camino.

-Ellas son malas - solía pronunciar Lazukhin cada que Morisi se colocaba a su lado para ayudarle y asumir el oficio de zapatero - Donde hay una mujer, hay problemas, lo has visto con los dorados. Detrás de cada escándalo, hay una o varias mujeres. Se vive mejor así, todos los Lazukhin juntos y sin una intrigosa exigiendo dinero. Si te casas, que tu mujer sea callada, obedezca y no se llene de hijos.

El chico asentaba y enseguida miraba hacia la plantación, donde su hermano Goran cantaba y recogía papas con alegría. A diferencia de Morisi, Goran mostraba interés en las chicas doradas, le gustaba pasar horas recorriendo las plantaciones cercanas y disfrutaba de sus intentos por sembrar árboles frutales y hortalizas. Aunque en casa le advertían que no hiciera caso a las jóvenes que buscaban hacer trueques, él siempre saludaba con una sonrisa y hacía poco, había trabado una amistad con una muchacha de un circo de dorados, Daphnée Defassieux, que le aseguraba que había estado en Francia y soñaba con ser estrella en el ballet. Junto con ella, comenzaba a sentir curiosidad y deseos de escapar y viajar por el mundo.

-Le daré una paliza a tu hermano cuando llegue en la tarde - amenazaba diariamente Lazukhin frente a Morisi, aunque no lo cumplía y la familia presenciaba discusiones cada vez más hostiles. Morisi sufría, pero no desobedecía a su padre y a solas, le sugería a Goran empezar a hacerle caso.

-¡Sólo cállate y ven! - le dijo Goran una noche.
-No puedes tener una vela prendida después de que papá esté en cama.
-Mira esto, Morisi: Algunos dorados van con el maestro que mandaron de la ciudad, me han enseñado a leer. Robé un libro sobre las monedas del mundo ¿Quieres que te muestre?
-¿Has estado con esa gente? ¿Por qué lo haces?
-Debo enseñarte ¿Quieres terminar como mis tíos y papá? Huyendo de una superstición tonta.
-¡Ellos han visto a la Reina de las nieves!
-Sólo les cayó una nevada encima.
-¿Los llamas mentirosos?
-Todo tiene una explicación, a veces cae nieve en primavera y no por eso hay una maldición.
-¡Cierra ese libro!
-Aquí dice que este es un franco, es la moneda de Francia. Daphnée me regaló uno ¿Quieres verlo?
-¿Todavía le hablas?
-¡Me voy a ir con ella! 
-¿Qué?
-El circo se acaba en otoño ¡Nos iremos a San Petersburgo y luego regresará con la caravana a París!
-¿Estás loco?
-Morisi, esta es la letra "a" y esta otra es la "c".

A pesar de la reticencia y de guardar el secreto de Goran por temor a su padre, Morisi aprendió a leer, a sumar, a calcular el tiempo de la cosecha y predecir el clima. Los gemelos Lazukhin, sin embargo, conservaban sus aficiones y sus oficios aprendidos con enorme pasión. Pero mientras uno se preguntaba qué tenía la vida por ofrecerle fuera de llenar costales con papas, el otro se preparaba para soportar el dolor de su padre cuando la huída con el circo se concretara.

Sin embargo, el primer viento frío llegó a la semana siguiente. Los Lazukhin, extrañados por el término abrupto del verano, determinaron encerrarse en casa y encender la chimenea mientras el susurro por la maldición familiar se reprimía a toda costa. Durante días, los hombres vivieron comiendo sopa, aseando la casa, atendiendo al viejo perro que comenzaba a ladrarle a las ventanas clausuradas y a la puerta. Poco después, inició una nevada suave y luego la cortina blanca cubrió todo Moscú, matando las cosechas.

En el Palacio Imperial y algunos allegados a la familia Romanov sin embargo, aquello era una buena noticia. Los Lazukhin estaban cerca y entonces, el zar Alexander II mandó una comitiva de la Policía Secreta Imperial a buscarles. Temeroso de que les llevaran ante la corte y finalmente se concretara el traslado de Goran y Morisi a Londres, Maizuradze emprendió camino en solitario desde Yekaterimburgo hacia las granjas de las afueras de Moscú.

Una mañana, cuando el techo de los Lazhukin se derrumbó por la acumulación de nieve, Goran se vio aliviado de salir a pedir ayuda con los dorados. El camino estaba congelado y no se podía ver nada debido a la niebla; pero el chico se negó a retroceder hasta que escuchó gritos y caballos cercanos. La policía hacía una redada en el asentamiento dorado y preocupado por Daphnée, la buscó en su caravana, hallándola en el suelo mientras peleaba por arrastrarse detrás de una zanja. Goran corrió y la levantó del suelo, huyendo rumbo a su casa.

Mientras tanto, Morisi contemplaba como el techo continuaba cayendo y se precipitó a rescatar las notas de su hermano y algunos libros que había metido en secreto, cuando cerca de la puerta, una silueta hecha de cristales de hielo se apareció ante sus ojos. Aterrado, hizo llamar a su padre.

-¡Es la reina maldita! - gritó Lazukhin y la familia entera la observó con asombro. Goran entraría poco después con Daphnée de la mano y quedó estupefacto. Su padre recobró la consciencia y evitando que la silueta besara a sus hijos, incendió el lugar.

Los Lazukhin permanecieron frente al terreno, viendo la casa arder sin apagarse. Las lágrimas de rabia eran compartidas, al igual que el no saber donde obtener material nuevo para reconstruir y no tener dinero. Los gritos del asentamiento dorado se escuchaban cada vez más cerca y se apareció la figura de un elegante jinete al anochecer. Maizuradze se contuvo de preguntar qué había pasado.

-¡El primo Alexander los ha mandado buscar nuevamente, deben irse! - anunció con todas sus fuerzas - ¡Los británicos amenazan con venir por ustedes! 
-¿Invadirán como en Crimea? - preguntó Lazukhin.
-Si obtienen la sangre, nos matarán a todos.
-¡Nos vamos! - ordenó alguien y la familia comenzó a correr en diferentes direcciones, acordando verse en la estación de tren pasados dos días. Lazukhin, sus hijos y Daphnée corrieron hacia la ciudad, escoltados por Maizuradze y su viejo perro hasta un cuartucho con las ventanas rotas en un barrio obrero. Ninguno de los hombres quiso conversar sobre lo ocurrido y Maizuradze obtenía provisiones que devoraban enseguida. Lazukhin entonces, reparó en la joven y trató de echarla enseguida.

-¡Les he dicho que las mujeres son unas víboras! - exclamó furioso y tomando a Daphnée de la muñeca para echarla. Maizuradze le sugería guardar la calma, pero aquél, asustado como estaba, no se detuvo. 

-¡Las mujeres atraen a la Reina de las Nieves! ¡Esas malditas brujas miserables!
-¡Suéltala, papá! - se interpuso Goran y su hermano Morisi se colocó detrás de su padre. Maizuradze quedó al lado, seguro de que no podían seguir gritando o llamarían la atención.

-¡Te atreves a levantarme la mano! - siguió Lazhukin.
-¡No la toques! - defendió Goran a Daphnée.
-¡Infeliz traidor! ¡Sufre tú el invierno eterno, pero llévate a esa maldita arpía!
-¡Basta, papá! ¡No puedes tenerle miedo al frío!

Lazukhin intentó concretar la paliza que había contenido por años, pero Goran detuvo su puño y sin decir palabra, salió con Daphnee a la calle. Maizuradze salió tras de él y prometió traerlo de vuelta.

Aunque la cita en la estación de tren estaba fijada, Lazukhin y Morisi pasaron el día previo sin mirarse siquiera, temerosos de abrir la puerta y expectantes por quien llegara. El chico deseaba que su hermano se apareciera, que recapacitara y dejara a la joven para irse con ellos. Pero el que tocó fue Maizuradze y traía malas noticias.

-Está imposible afuera, tendremos que irnos en mi caballo - advirtió.
-¿Dónde está Goran? - inquirió Morisi.
-Están persiguiendo a los dorados por todo Moscú. En el palacio dicen que ellos ocultan la sangre pura.

Lazukhin no podía creerlo.

-El Zar sabe quiénes somos - expresó, incrédulo con lo que acababa de oír.
-He dejado a Goran en la estación, esperando con los demás.
-¿Encontraste a mis hermanos?
-Aquí están los billetes de tren y quiero que usen esto.
-¿Qué son?
-Digamos que hay un Maizuradze en el ministerio del exterior y me ha dado unos pasaportes para dejar Rusia. 
-¿Dónde iremos?
-Lejos. La cacería terminará en Finlandia, así que no los llevaré. El sur tal vez sea seguro. Morisi, cuida bien todos y cada uno y apréndete estas palabras. Usen todos los billetes, así no los descubrirán.

Maizuradze sacó un papel y Morisi lo dobló y guardó en su remendado abrigo. En la mañana, los tres hombres fueron a la estación y se toparon con una enorme multitud tratando de llegar al andén. La policía continuaba con su redada, pero Morisi, con su ropa llena de reparaciones y zapatos aún mal hechos, no llamó su atención y le dejaron pasar. El resto de la familia estaba ahí, próxima a salir. Goran y Morisi se abrazaron.

-¡No te vayas otra vez! - pidió Morisi, pero su hermano volteó hacia Daphnée. Así quedaba implícito que la chica no se separaría por ningún motivo.

-Morisi, adelántate con papá porque si nos ven juntos, sospecharán - susurró Goran y Morisi obedeció. El perro corrió detrás de ellos y contrario al pronóstico, abordó para acompañarlos.

-Maizuradze, yo me separo aquí - dijo Goran con la voz quebrada - Me voy con Daphnée y la caravana de dorados, mis tíos se quedan conmigo.
-Cuando llegues a Tell no Tales, usa tu nuevo apellido y por favor, nunca le digas a nadie que eres primo del zar. Eres sólo un migrante más en esa isla, no tienes familia, sólo sabes de trabajar la tierra.
-El viaje va a ser muy largo.
-Prometo que los Maizuradze te buscaremos algún día.
-¿Qué pasará con Morisi o con mi padre?
-No lo sé, no los voy a seguir llegando a Praga, el rastro se pierde aquí.
-¿Volveremos a vernos? 
-Para acabar con la maldición, sólo queda separarse. No temas, el invierno no puede perseguir a todos. La carreta está afuera, la conduce mi tío y va a Varsovia a dejar unas telas. No pierdas los pasaportes, por favor.
-¿Ahora soy Goran Liukin? ¿De donde salió ese nombre?
-Con ese te reconoceremos.
-¿Cómo encontrarán a mi hermano y mi papá?
-Les di el mismo apellido.

Maizuradze mentía, pero no había tiempo de aclararlo. Los ahora miembros del clan Liukin salieron a la acera, donde el mencionado transporte les aguardaba junto a sus disfraces de mercaderes de tela y poca certeza de qué tan lejos se encontraba la isla. Sólo se sabía que de Varsovia se tomaba un tren a Viena y luego a Albania, en el Imperio Otomano. Llegar al puerto ahí era clave y el barco debía pasar por Trípoli, donde la caravana del pueblo dorado volvería a unirse. Sólo Daphnée intuía que iban casi al fin del mundo.

En el vagón, mientras tanto, el encargado de la boletería revisaba los billetes y pronto a Lazukhin y a Morisi les pidieron los suyos. Luego de revolverse, el hombre colocó en orden todo lo que le habían dado, devolvió los boletos restantes y les observó curioso.

-¿Italianos? ¡Nunca había visto italianos en un tren! Buen viaje.

Los otros dos voltearon a verse en silencio y luego a la ventana, dándose cuenta de que los demás ya no estaban. Las puertas del tren se cerraron, pero Maizuradze se colocó a su lado.

-Nos encontraremos con los demás, lo prometo.
-¿Dónde va Goran? - dijo Lazukhin.
-Donde es necesario.
-¿Crees que es lo mejor?
-En Praga tomarán otro tren, está arreglado. Los colores de los billetes les dirán a dónde caminar. Hay un poco de dinero en esta bolsa, les servirá.

Morisi contempló las monedas, reconociendo las liras italianas y los francos al instante. Cuando el tren emprendió marcha, el chico sacó la lista que Maizuradze le había dado y se consagró a aprender las palabras y las letras del alfabeto latino. Entonces leyó ese cuaderno de bolsillo, aquél que decía "Pasaporte". Entonces supo que tenía que engañar al agente de migración en la estación de Aosta en Italia.

Los dos hermanos se convirtieron en extraños durante sus viajes. Goran pasó meses enteros recorriendo parte de Europa, conoció el mar y en África supo lo que eran el desierto, la sábana, una selva. Vio jirafas enormes, leones dormir, animales ocultándose en la tierra. Supo de venenos y remedios. Conoció tribus hostiles y tribus amigables, instrumentos musicales, ayudó en plantaciones frutales, fue pescador. Daphnée, convertida en su compañera, aprendía bailes, maquillajes, nuevos números para el circo, peinados llamativos y colores inimaginables. El barco a Tell no Tales partía de Sudáfrica en medio de una fiesta y los dorados llegaron a Tell no Tales para establecerse en el campo, en el aire puro. El circo nunca más se iría.

Pero Morisi en cambio, vio paisajes cada vez más grises, comió panes dulces y salados, bebió tés amargos, conoció los merengues y las compotas, se maravillaba de comer un simple emparedado de jamón. No se engañaba, seguía siendo pobre y sólo su padre y su perro eran todo lo que tenía en el mundo. Pero llegar a Italia significó ver el sol más brillante, el campo más verde, la gente agradable. Acababa de perder a su familia, pero no hablaba de ello y mientras aguardaba por su turno, trataba de inventarse un nombre. En la fila, alguien gritó "Maurizio!" y sonaba tan similar a Morisi, que enseguida se nombró así. Pero faltaba un apellido. Si descubrían que era ruso, iría preso por los documentos. Algo debía ocurrírsele y miró a todos lados. Entonces supo de un joven que intentaba llegar a Nápoles, pero había extraviado su equipaje y reclamaba airadamente. Su nombre era Ruggero Leoncavallo, se decía compositor y el apellido impactó a Morisi: Sonaba importante, a gente rica o muy fuerte. Entonces juntó sus ideas.

-Maurizio Leoncavallo - pronunció al llegar con el agente de migración.
-¿Por qué aquí dice "Morisi Lazukhin"?

El adolescente no entendía mucho italiano, pero gracias a un inadvertido talento natural para la actuación, sonrió y sólo se limitó a decir "rusos", causando que el otro se inventara la historia de que Maurizio Leoncavallo y su padre habían viajado a Moscú, sufrido un robo grave y los rusos les habían dado un pasaporte con los nombres alterados. Morisi respondía "sí" a todo y con las palabras italianas que reconocía, logró que le repusieran los pasaportes con los nombres "corregidos" y así, Maurizio Leoncavallo padre y Maurizio Leoncavallo hijo, tomaron el último tren hacia Milán. 

Los ahora Leoncavallo, sin embargo, no eran conscientes de lo que la gente ajena al campo en Rusia, veía en ellos. Nunca se dieron cuenta de la belleza que desplegaban, del privilegio que pese a su evidente pobreza, tenían. Nadie era capaz de engañarlos y así, llegaron a un barrio obrero en el centro de la ciudad, a un cuartucho precario en una vecindad olvidada por Dios, pero donde se podía vivir sin que nadie molestara. Su fiel perro se acomodó junto a la entrada y las vecinas comenzaron a ofrecerles su ayuda. Lazukhin, irritado, azotó la puerta en sus caras y enseguida ordenó a su hijo trabajar. Tuvieron suerte de que un zapatero buscaba aprendices y los Leoncavallo conocieron las máquinas, los moldes estándar y los materiales industriales; pero sus arreglos a mano eran tan buenos, que el zapatero pronto los pondría a hacer los arreglos menores, aquellos que lo atrasaban de fabricar calzado para quienes podían pagarlo. Los obreros de las fábricas comenzaron a rondar el lugar.

Conforme se hacían adultos, Goran y Maurizio acabaron diferenciándose radicalmente. Goran fue marino mercante, payaso de circo, comerciante de perfumes y finalmente, cumplió su sueño de vivir en un valle y cultivar frutas. Se había unido a Daphnée y ahora compartían las creencias de Tell no Tales. Ella quedó embarazada. Aún no cambiaba el siglo y una niña, Lía Nathalie Liukin, se convirtió en el más grande amor de su padre. Le hizo bautizar, le inculcó sus nuevas convicciones. El invierno no había llegado.

Maurizio en cambio, era hogareño y con un carácter cada vez más estricto. Le disgustaba que las mujeres le coquetearan, que los hombres de "dudosa reputación" intentaran hablarle. No ganaba mucho dinero, pero se volcaba en su padre y en su perro anciano. Entonces se apareció Assunta, una mujer hija de un obrero, que no sabía leer, que era tan callada y tan dócil. Assunta era una "solterona" de treinta años, santa como una monja. Todos sabían que no se había casado porque era "tímida", pero a menudo, lloraba porque ningún hombre había querido tomarle en serio. Pero Maurizio Leoncavallo, consciente de que su padre enfermaba, no quiso experimentar la soledad. Extrañaba a Goran, preguntaba qué había hecho y al cambiar de siglo, hizo la cuenta. Tenía cuarenta y dos años. Veintisiete de ellos sin ver a su hermano. Entonces habló con el padre de Assunta y se casó con ella. La envidia de las vecinas era irritante, pero él, con su carácter firme, acabó por ahuyentarlas. Su esposa se dedicó entonces a atender a su suegro, a lavar ropa, a esperar un hijo. Su esposo sonreía aliviado y en secreto cuando no concebía, incluso el viejo Lazukhin murió feliz de saber que no tenía ningún nieto a quien prevenir. Hasta 1903, cuando Maurizio Leoncavallo llegó a casa y vio una fina luz blanca con diminutos copos de nieve cayendo. 

-"La reina ¿Ha venido a atormentarnos?" - pensó y esa misma noche, su mujer le anunciaría la llegada de su primogénito. La Reina de las Nieves había poseído a su sobrina desconocida, a Lía Liukin, pero disfrutaba de molestar a Maurizio, a quien le enviaba el rayo con nieve cada que Assunta esperaba un hijo. Cuando estos nacían, invariablemente nevaba. Los diez varones Leoncavallo eran liderados por Maurizio, heredero del nombre de su padre por tradición, el hijo mayor, quien trabajaba y daba su dinero por mandar a la escuela a los demás. En vez de zapatero, a su padre le había parecido más conveniente hacerlo obrero y ese cuarto donde vivían los Leoncavallo, se convirtió en el sitio más bello del mundo, con varones apuestos, futuros modelos de éxito porque podrían convertirse en gente importante. La maldición de la Reina de las Nieves parecía haberse acabado, aunque su padre comenzara con las advertencias de alejarse de las niñas y prohibiera severamente a su hijo mayor acercarse a las muchachas del vecindario.

En el caso de Goran Liukin, las cosas dejaron de ser dichosas y perfectas cuando su hermosa hija Lía se hizo famosa entre la realeza europea. Los viajeros relataban en las cortes historias sobre una montañesa hermosa, brillante, de modales extraordinarios y enormes talentos. Príncipes de Austria, el hijo del Káiser, sobrinos de la corona inglesa, etcétera, viajaban a Tell no Tales para deslumbrarse. Pero la niña Lía, de catorce años en ese entonces, era más lista y rechazaba a todos y cada uno. Le llegaban interminables cartas de amor y ella prefería ir a clases y ayudar a su padre. Cuando Daphnée Defassieux enfermó y perdió la memoria, Lía tuvo más razones para rechazar pretendientes. Pero la Reina de las Nieves, harta de los desaires, eligió un buen día atraer a Matthiah Weymouth y Lía no pudo seguir resistiendo. Necesitaba que los Liukin o los Leoncavallo tuvieran más niñas y empezó la espiral de dolor para ambas familias.
Primero, Lía perdió un hijo de Matthiah Weymouth por la viruela; luego, el joven Maurizio experimentó la pérdida de sus nueve hermanos. Con los años, Lía sólo se volvería más desgraciada y Maurizio más solitario, hasta que ella cometió el crimen de concebir un hijo con su padre. La Reina de las Nieves no podía soportarlo más y abandonó a Lía, yendo a Italia para ver si podía forzar alguna unión que le garantizara la sobrevivencia. Pero el destino era cruel y juguetón. Lía Liukin y Maurizio Leoncavallo acabarían por conocerse. La Reina entonces, acabó ganando la partida. E inadvertidamente, Goran y su hermano Morisi, acabaron reencontrándose y unidos, aunque ni Lía ni Maurizio pudieron saberlo nunca.

sábado, 9 de agosto de 2025

El Grand Prix en Helsinki (Segunda parte)


Sábado, 24 de noviembre de 2002. Helsinki, Finlandia.

En la Helsinki Ice Arena, el frío se escurría hasta provocar que la ropa de invierno fuera insuficiente, pero una imperturbable Carlota Liukin había entrenado muy temprano sin mangas ni guantes y a las tres de la tarde, era la única que lucía cómoda con su vestido de patinaje y no le molestaba ver su aliento cada que decía alguna frase corta. Las competidoras a su alrededor trataban de no tocar el tema de Katarina Leoncavallo, así rumorearan entre sí usando mensajes de texto y obteniendo información a través de lo que otros patinadores podían comunicarles mientras las miraban desde sus clubes de entrenamiento o en sus casas. A esa hora, Maurizio Leoncavallo había adoptado la misma actitud de la joven y sus colegas entrenadores intentaban no cruzársele para evitar fricciones por la lógica curiosidad que provocan dos hermanos distanciados. Lo único que se atrevían a comentar, era que lo habían visto en el bar de su hotel, inmóvil y sin tocar el trago de vodka que tenía enfrente.

-Carlota ¿Estás lista? - preguntó Irina Astrovskaya.
-Sí ¿Y tú?
-Un poco adolorida, me duelen las costillas.
-Te caíste en la práctica.
-Algo así.
-Que te recuperes pronto.
-Gracias... Voy a ganarte.
-Eso creo.
-Buena suerte 
-Gracias, Irina.

Después de un breve gesto mutuo, Carlota Liukin retomó la costumbre de pensar en su rutina, en repetir de memoria el orden de sus movimientos y aguardar alguna instrucción de Maurizio, quien intentaba pensar en algo que fuera útil, pero sólo se le ocurría decir algo motivacional; lo mismo de siempre.

Carlota, sin embargo, no esperaba ver sonreír a nadie hasta que su coach se acercó amigablemente. Parecía tan irreal que el día anterior pelearan, que él no tratara bien a nadie, que ella amagara con charlar con su padre.

-¿Cómo te sientes, Carlota?
-¿Me preguntas a mí?
-Eso hago.
-Estoy nerviosa.
-Entrenamos mejor que ayer.
-Eso sí.
-¿Llamaste a casa?
-Andreas y Adrien se la pasan comiendo fideos y tomando té.
-¿Y tu papá?
-En el hospital, dicen que está inquieto.
-¿Eso es bueno?
-Demasiado, diría yo.

Maurizio Leoncavallo se rió por el comentario y ladeó su cabeza, como diciendo "estoy de acuerdo".

-Oí que Marat voló a Moscú ayer- prosiguió él. Las ojeras de Carlota eran inocultables y ella las comparaba en secreto con bolsas de agua a punto de reventarse. 

-Se fue antes del programa corto. Jussiville y Katrina lo acompañaron al aeropuerto.
-¿Y por qué no ha visto a Katrina?
-No le caes bien.
-¿A dónde fue después?
-Ha estado de compras, hablando con Maragaglio por teléfono y en el spa del hotel.
-¿Vas a decirle algo a tu padre sobre esto?
-¿Sobre Katrina? Obviamente. Sobre cómo me gritaste, también.
-Perdóname por eso.
-Claro que no.

Maurizio bajó la mirada un momento y de nuevo, creyó que tenía a su primo Maragaglio de frente. Esa forma de arquear las cejas aún lo sorprendía y adivinó entonces más gestos, como la forma de fruncir el ceño al molestarse y la mirada exigente de disculpas al cruzar los brazos. 

-¿Estás preparada? - añadió.
-Muy nerviosa.
-Yo igual.
-Si califico a Sapporo ¿Será algo importante, verdad?
-Te enfrentarías a Katarina si decide ir.
-¿Si decide?
-No lo sé, como ya se casó y soy una rata... El warm up está por iniciar, vamos acercándonos.

La joven Liukin miró a su entrenador mientras dirigían sus pasos y adivinó en su rostro una sensación de tristeza y un desconcierto gigante. Supuso que los Leoncavallo eran alocados como los Liukin, aunque la fachada de serios y fríos les mantenía el gesto elegante que viene con una arrogancia auténtica. Tal vez Katarina conservaba ese aire imponente o ese rasgo era la clave para mantener el control aún en la impulsividad. Maurizio gritaba y reclamaba, pero conservaba la gracia de mirar con cierto aire superior, ese que ahora era tan claro o que había disimulado con maestría hasta ese instante. 

-"The warm up is starting" anunciaba el sonido local y las luces se volvían más intensas. Carlota ajustó las perlas oscuras de su cabello y salió a la pista mientras su coach le deseaba buena suerte. Otros daban instrucciones o sugerencias, pero entre los Liukin Leoncavallo la comunicación era más breve, más intuitiva que verbal. Carlota y Maurizio parecían adivinarse el pensamiento y alguien recordó que así solían funcionar las cosas con Katarina. Tanto había cambiado la dinámica desde el Trofeo Bompard, que ambos temían haberse vuelto distantes.

-Mejor dame un consejo - pidió la joven al aproximarse al borde.
-La pista es grande, patina más rápido.
-¡Gracias, Maurizio! 
-Y no olvides divertirte, dalo todo.
-Ay, mucho mejor.
-Así funcionamos.

Carlota pasó el último momento del warm up marcando un par de movimientos para no olvidar cómo lidiar con el hielo más tarde. Alrededor, Susanna Pöikyo y Alisa Drei miraban a Maurizio y comentaban sobre el homenaje a Jyri Cassavettes, al cuál él no estaba invitado, pero su alumna sí y los organizadores la querían portando una vela de tributo.

-A la familia de Jyri no le gustará que hagan eso - dijo Pöikyo.
-Pero Carlota es bonita - siguió Drei. 
-No sé por qué no eligen a alguna de nosotras, si éramos sus amigas.

Las dos mujeres se encogieron de hombros y se aproximaron a su entrenadora, que en ese momento les advertía que derrotar a Carlota o a Irina Astrovskaya iba a serles imposible. No Pöikyo ni Drei contaban con los elementos técnicos para superar a sus rivales, así que debían competir por la medalla de bronce y no existía alternativa más que arriesgarse como pudieran. Una patinadora estadounidense recibía palabras similares y otros coaches hablaban sobre cómo la federación francesa los había tomado por asalto con su prodigio, una niña que nunca habían visto competir en las categorías inferiores y que no patinaba en el circuito junior como la mayoría de las debutantes de la temporada.

-"The warm up has ended. Please, leave the ice" - se pidió en el sonido local y la patinadora Emily Hughes permaneció para su presentación y posterior rutina. Carlota entonces, recordó que Emily era hermana de otra patinadora que alguna vez había ganado los olímpicos y se había retirado sin ninguna clase de fiesta o ruido. Ahora, Sarah Hughes era jueza de patinaje y en Salt Lake, había dado notas mixtas a Katarina Leoncavallo. Al final de su carrera competitiva, a Hughes le dió por patinar mal si en su grupo de competencia Katarina estaba presente y eso le había costado repetir podium cuatro años atrás. 

-"Please, welcome... Representing USA: Emily Hughes" - se escuchó y Carlota eligió volver al vestidor unos minutos. El nombre de Katarina le lastimaba los oídos y ató otro cabo: Sarah Hughes había estado de acuerdo en boicotear a la joven Leoncavallo durante los juegos olímpicos y las demás patinadoras lo sabían. Incluso en Helsinki, estaban concursando chicas que negarían cualquier acusación por protegerse entre sí o deberse favores. Con Katarina todo era posible, desde una escena hasta unos gritos.

-Nunca le hablo a las demás - le expresó de pronto Irina Astrovskaya.
-Son tus amigas.
-Tamara Didier es lo más cercano a una conocida, al resto ni de lejos si pudiera.
-¿Por qué me hablas?
-Porque habría agradecido que alguien me aconsejara a tu edad. Has sido afortunada de tener entrenadores que saben a quienes te enfrentas. Ellos y yo, no teníamos nada.
-¿Cómo puedo confiar en ti?
-Qué lista... Supongo que es porque tú y yo nacimos en el mismo lugar. Los tellnotellianos no podemos mentirnos entre nosotros cuando estamos lejos de casa. 
-Me ha gustado patinar y entrenar aquí, aunque todos se han portado como cretinos.
-Los rumores sobre Katarina son sólo eso.
-Comienzo a creer que es muy popular.
-Entre nosotros, sí. A veces me pregunto que habría ocurrido si ella hubiera ganado.
-¿Qué cosa?
-El oro de Salt Lake. Se lo merecía.

Carlota frunció el seño y no deseó imaginarse a Irina siendo enemiga de Katarina. Si todas sabían que la joven Leoncavallo era la verdadera campeona del torneo olímpico, entonces no iba a ser extraño que la siguiente víctima, fuera ella misma y sólo por compartir la presencia de Maurizio. 

-Señorita Liukin, su entrenador le llama - avisó una miembro del staff y la chica se levantó para salir apresuradamente. Las otras patinadoras creían que huía y una comentó que las noticias recientes no le agradaban a nadie.

-Carlota, creí que verías a Emily - dijo Maurizio y la chica volteó hacia el vestidor apenas. Nuevamente, creyó que lo prudente era guardar sus deducciones, pero estaba segura de que pasada la euforia de una medalla de bronce, Katarina se había percatado de lo que le habían hecho. 

-Es que tenía que ajustar mis patines y la zona técnica está muy incómoda, perdona Maurizio.
-Yo también me muero por irme de aquí.
-Me gusta estar aquí.
-Debes estar loca.
-Me gustaría que nuestra pista fuera así de fría.
-Es la más fría de Italia.
-Sabes a qué me refiero.
-Si un día vamos a Moscú, sabrás lo que es el frío de verdad, Carlota.
-Todos dicen lo mismo.
-¿Nunca has tenido un resfriado? Pues eso.

Carlota se rió, pero recordó la nieve que le había caído al llegar a Finlandia y pensó seriamente en la posibilidad de que en Rusia fuera aún más paralizante. 

-Ven, le darán calificaciones a Emily.
-Ay, no la vimos.
-Pediré el video. No te preocupes.
-Maurizio ¿Crees que un día me toque de jueza Sarah Hughes?
-Claro ¿Por qué la pregunta? ¿Porque es hermana de...?
-¿Es estricta?
-Es como todos.

Maurizio Leoncavallo sonrió porque creyó que la joven Liukin sentía que, de vencer a Emily, Sarah la pondría en la mira. 

-Es muy profesional, no hagas caso si te llegan chismes.
-No lo haré, Maurizio.
-Entonces, pongamos atención.

Los aplausos se escuchaban todavía y Carlota alcanzó a ver algunos movimientos de Emily Hughes en la pantalla gigante de la pista. La zona técnica no tenía un espacio adecuado para visualizar nada, pero quedarse junto al pasillo parecía una buena idea.

"Emily Hughes from USA has scored... For technical merit: 5.4, 5.3, 5.4, 5.4, 5.5, 5.4, 5.5, 5.4... Presentation marks: 5.6, 5.6, 5.5, 5.5, 5.5, 5.5, 5.6, 5.5. Emily Hughes from USA is currently in first place. Kiitos".

-Son buenas notas.
-Saldremos mejor, Carlota.

El viento se aligeraba y el Team Leoncavallo guardó silencio para ver a Alisa Drei, quien sufría una caída y a Susanna Pöikyo, que al fin patinaba con la contundencia que deseaba. La actuación de Pöikyo había sido tan buena, que ciertas vibraciones se sentían en los muros y ponía en aprietos a Jennifer Kirk.

-"Susanna Pöikyo is in first place. Kiitos" - se dió a conocer y Carlota miró sus aplaudientes manos, tomó conciencia de su comportamiento y en las pantallas todos la contemplaban como una aficionada más. 

Pero Maurizio era el que navegaba en pensamientos personales, incapaz de disfrutar un momento. A la par, tomaba notas de la competencia y las comparaba con las tomadas durante el día anterior y en entrenamientos, intentando trazar estrategias para el Grand Prix Final y dibujando los movimientos que podían ser útiles para ajustar las rutinas de sus alumnos. Para ese momento, Sasha Cohen, Shizuka Hamada, Elena Sokolova y claro, Katarina Leoncavallo, estaban calificadas y aquello iba a ser una carnicería si continuaban en un buen momento competitivo.

-A Jennifer Kirk le fue mal.
-Carlota, hay que ir acercándonos.
-Hecho.
-¿Qué te ha parecido el evento?
-Ay, Maurizio, ya te dije que me gusta.
-Estás muy sonriente. Veremos a Irina en silencio y... ¿Ajustaste tus patines? ¿No fue muy pronto?
-Es que no me salían los nudos.
-¿Estás nerviosa?

Carlota y Maurizio rieron un poco y luego se colocaron detrás de los bordes mientras se escuchaba "Representing Tell no Tales... ¡Irina Astrovskaya!". La audiencia televisiva en ese momento comenzaba a aumentar, haciendo que la producción enfocara sus cámaras en una joven Liukin que cruzaba los dedos porque las cosas salieran bien.

-¿Viste eso? Irina lanzó combinación de saltos triples.
-No salió tan bien.
-Carlota ¿Sentiste algo en el hielo que no fuera de tu agrado?
-Mmmm, no.
-Mira, Irina apenas rota bien.
-Le salió bonito el loop.
-El spin no tanto.
-Ay ¿Qué pasará?

Mientras la acción en la pista continuaba, Katrina se aparecía por la zona técnica con una bebida en mano y la capucha de su chamarra puesta mientras presumía sus mejillas enrojecidas y sus guantes oscuros. Su acreditación brillaba apenas la tocaba un poco de luz y con su semblante alegre, se aproximó a Carlota, quien la miró como todos los que se topan con alguna botarga magenta en la calle. 

-¡Está nevando horrible afuera y apenas me cubre el peluche! - saludó.
-¿Está tan mal? - preguntó Carlota.
-Hace tanto frío y tú sin suéter.
-Jajajaja, estoy acostumbrada.
-¿Quién patina?
-Irina, una amiga.
-¡Se cayó!

Katrina no pudo contener la risa, aunque nadie podía molestarse porque su inexperiencia era inocultable. 

-¿No te parece gracioso? - preguntó inocente.
-Ya no, esos golpes duelen mucho - contestó la chica Liukin con las manos en las costillas y su corazón acelerándose. Maurizio tenía razón: Algo pasaba en la pista que, con excepción de Susanna Pöikyo, los errores eran la norma de la competencia.

-Irina acabó - suspiró él.
-Me toca - señaló Carlota y quitó los protectores de sus cuchillas, saltando a la pista mientras su contrincante salía por el lado opuesto. 

-Carlota, recuerda iniciar con la combinación de lutz-toe y tratar de mantener el ritmo, si se corta, se verá raro - reiteró Maurizio con el mismo tono de voz que utilizaba en las sesiones de entrenamiento. La chica sólo asentaba y escuchaba la evaluación de Irina.

-"Irina Astrovskaya from Tell no Tales is in first place. Kiitos!" - se dió a conocer. Las palmas del público indicaban el deseo de continuar la velada.

-"And now the last skater... Representing France, Carlota Liukin!"

La joven colocó su mente en blanco y se dirigió al centro de la pista luego de ver cómo Katrina se alejaba de Maurizio Leoncavallo y parecía usar un popote para remarcar la distancia. Por otro lado, el silencio era profundo y luego de firmar la pose inicial, la música comenzó como un vals alegre.

Cada vez que Carlota Liukin se deslizaba por el hielo, todas las personas prestaban atención y se admiraban de su postura, de sus gestos y hasta de sus lindos vestidos. Sin embargo, ella comenzó a sentirse insegura.

-Venga, Carlota, triple flip ... ¡No¡ ¡Se cayó! - gritó Maurizio y continuó - ¡Triple lutz...! Aterrizaje a dos pies, de acuerdo, todavía puede arreglarse.

Katrina no pudo contener la risa, pero le gustaba observar como Carlota se reponía con el primer spin y la secuencia de pasos en un solo pie. Alguien decía que gracias a la superficie del hielo cubierta durante el elemento aquél, se habían recuperado muchos puntos.

-Muy bien, muy bien, triple flip, triple toe, excelente improvisación, vamos a practicar más saltos con brazos arriba... Transición, el triple loop bellísimo - narraba el joven Leoncavallo con la voz temblorosa. En ese momento, la música marcaba que el tren iba aproximándose y la interpretación de Anna Karenina era por demás, convincente.

-Parece como si bailara - susurró Katrina.
-Doble axel un poco forzado, doble toe, doble toe, estamos peleando, estamos...
-¡Cállate, idiota!
-Estoy trabajando.
-¡Que cierres el pico, Maurizio! ¡Nadie te quiere!

El reclamo de Katrina no le cayó bien al hombre, quien permaneció en silencio durante la segunda mitad de la rutina, reprimiendo las ganas de alentar, de seguir el ritmo de la música. 

-"Triple salchow con triple toe... Carlota había tenido problemas con ese combo y ahora salió bien... Spread eagle, doble axel, excelente. Spiral en y, ina bauer... Segundo spin muy bueno, vamos por el tercero y... Llega el tren. Rescató el programa, al menos llevaremos una medalla a casa" - estimaba Maurizio y fue a recibir a su alumna, aunque Katrina se adelantara y volviera a interponer su popote agresivamente.

-¡Ay, patinaste lindo! - exclamó la chica.
-Salió horrible - dijo Carlota con la voz nasal, como si se hallara en una caricatura. 
-No estuvo mal.
-Sólo te reíste.
-¿Me perdonas? Te compré un reno de peluche.
-¿Por qué hiciste eso?

Carlota se rió y abrazó a Katrina, llevándola consigo al kiss 'n' cry. Aquello le costó a Maurizio quedarse de pie y relegado: Al público le parecía gracioso o una broma lo del popote separador.

-¿Qué pasó con la rutina? - curioseó.
-No sé, Maurizio, creí que todo iba bien y de repente sentí como si mi cuchilla se fuera chueca - replicó la joven Liukin.
-¿Dos veces?
-Cuando quise hacer el lutz, creí que me había atorado en un surco.
-El hielo no se ve mal.
-Pero fallé horrible.

Carlota entonces, se percató de que su cabello se había soltado y su lindo adorno floral estaba atorado en su vestido. En las repeticiones, ella alcanzó a ver cómo se había despeinado.

-Entonces sí me trabé con el patín, me jalé la cabeza en el segundo spin. Maurizio ¿Crees que deba cambiar el chongo?
-Usaremos otro accesorio en la siguiente competencia.
-De acuerdo.
-¿No sientes dolor o molestias?
-Nada, todo en orden.
-Una preocupación menos.

Ambos se sonrieron y luego posaron la mirada en la pantalla de calificaciones que estaba frente a ellos.

"Scores please: Carlota Liukin from France has marked for Technical Merit: 5.6, 5.5, 5.5, 5.6, 5.6, 5.6, 5.6, 5.7... Presentation marks are 5.7, 5.8, 5.7, 5.7, 5.8, 5.8, 5.8, 5.8. Carlota Liukin from France finishes the competition in the gold medal position, congratulations! Kiitos".

Carlota y Maurizio reaccionaron con una mirada mutua sorprendida y cierta confusión, mientras Katrina no atinaba a comprender del todo que la joven había vuelto a ganar y contra cualquier pronóstico al inicio de la temporada, era contendiente para la final en Japón.

-No creo equivocarme, pero Irina y tú competirán contra mi hermana - comentó el joven Leoncavallo.
-¿Voy a conocer otro país?
-Algo hay de eso, Carlota.
-¡Katarina va a querer matarme!
-¿Qué?

En los pasillos, los patinadores presentes comenzaron a carcajearse. Los insistentes rumores de que Katarina y Carlota se llevaban pésimamente y no podían estar juntas, se acrecentaron en ese momento, junto a la apreciación de que Maurizio era la causa de un enfrentamiento en París resuelto con un reto de saltos en el que Carlota había salido victoriosa. Katarina Leoncavallo se esforzaba tanto, que soportar que la chica nueva del circuito le rebasara en poco tiempo, debía ser frustrante. Se hablaba de lágrimas en los vestidores, de la pelea telefónica entre los hermanos Leoncavallo, de la reciente boda de ella otra vez.

-Katarina se ha matado trabajando, esto no le va a caer bien - afirmó Emily Hughes antes de acercarse a felicitar a Carlota y ésta última respiró hondo, dándose cuenta de que algo iba a cambiar al retornar a Venecia.

-Katarina tiene razón: ¡Todas son unas víboras envidiosas! - fue el exabrupto de Irina Astrovskaya, pero Carlota, abrumada por el sentimiento de haber logrado algo por hacerse notar seriamente, sólo pudo abrazar a Maurizio Leoncavallo sin contener su felicidad.

viernes, 25 de julio de 2025

Las pestes también se van (Un recordatorio de amor)


Venecia, Italia. Viernes, 23 de noviembre de 2002.

Maragaglio fue dado de alta a las cinco de la tarde y luego de que le concedieran tomar una ducha, él mismo tomó su ansiolítico recetado sin renegar y preguntando cuando tiempo duraría el tratamiento. Le recomendaban terapia, pero él mismo admitía que no sabía dónde acudir o con quién tomarla y alguien le pasó una lista breve con especialistas que podían atenderle en consultorios alejados de su casa y que procurarían que nadie en Intelligenza Italiana se enterara de su diagnóstico. 
-¿Irás? - le preguntó Edward Hazlewood.
-Va a ser difícil, pero no puedo sufrir otro ataque.
-Apaga ese teléfono.
-Debo retomar el trabajo.

Maragaglio se apartó un poco y luego de revisar sus mensajes, borró todos y cada uno, incluyendo uno de Lleyton Eckhart que era muy importante. Ya habría tiempo de intoxicarse en Tell no Tales de cualquier tema y seguir adelante con sus planes respecto a Marine.

-Hay que llegar a casa y ponerme a ser papá, que los niños han estado solos mucho tiempo - dijo Maragaglio y luego de despedirse del personal y dejar un recado de agradecimiento a la doctora que lo había atendido, abandonó la clínica con una sensación de alivio. Su suegro, el señor Berton, le dió una palmada en la espalda, aunque no pasaba de ser un gesto de presencia y no de afecto genuino o de comprensión. 

-Sólo lo hago por mis nietos - dijo el hombre y Maragaglio atinó a levantar la ceja mientras Hazlewood en silencio pensaba que eso era lo último que se necesitaba escuchar. Los tres tenían que regresar juntos a San Polo y no podía existir ninguna discusión que volviera a alterar el ambiente. 

-Pediré informes de Susanna y Katarina ¿Alguien quiere mandar un saludo? - preguntó Maragaglio y caminó hacia el vecino hospital de San Polo, impresionado de lo solitaria que ahora lucía la entrada. Aunque no podía acceder a la recepción, se había colocado una mesa exterior donde se podían dedicar mensajes a algún paciente, mismos que se colocaban en una caja transparente y eran recogidos por el vigilante de la puerta minutos después.

-Dígale a mi hija que estoy para ella y que vuelva a casa cuando guste.
-Por supuesto, suegro.
-Maragaglio, sólo le recordaré una cosa: Algún día va a pagar todo lo que le ha hecho a Susanna.
-Y seguiré siendo su yerno.

Hazlewood sabía que era momento de mediar, así que se colocó entre ellos mientras aprovechaba para anotar las inquietudes de los tres, aunque Maragaglio optaba por hacer una nota por su cuenta y guardar silencio para poder partir.

La lancha de Giampiero Boccherini se veía mucho más vieja con la luz de la tarde y el señor Berton contempló a éste con un fuerte disgusto. Maragaglio se esforzaba demasiado en no reírse y Hazlewood se quedaba pensando en los secretos personales de sus vecinos, mucho más complicados que cualquiera que tuviera él, aunque tuvo la certeza de que el señor Berton intuía algunas verdades y Giampiero no era de su agrado.

-Tenían que ser amigos, par de canallas. Los dos debieron dejar en paz a mis hijas y ahora los tengo que aguantar - reprochó Berton a Maragaglio y Giampiero y estos dos se miraron mutuamente con la complicidad de siempre.

-Al menos Anna no sufre por un borracho - continuó Berton.
-Yo sí rompí con su hija.
-¡Cállate, Giampiero! Te pasas el día bebiendo y buscándola. Mínimo, el otro desvergonzado nunca ha negado la clase de serpiente que es.
-Me casé con otra.
-Te divorciaste y volviste a mi puerta siendo un fracasado, además. Vaya yernos que me tocaron ¡Un par de despreciables que no valen ni el esfuerzo de matarlos yo mismo!

Maragaglio abandonó el talante alegre y contempló a Giampiero conducir sin ocultar que tomaba jugo de pera. Ese era un ciclo constante, un intento más para consumir menos licor, aunque con el cáncer cerebral, a su amigo ya le daba igual.

-Hazlewood, usted no debería rodearse de escorias. Este par lo meterá en más problemas si empieza a ayudarlos.
-Maragaglio es importante para Katarina, señor.
-No me interesa. Usted es un buen hombre, ponga distancia.

Nadie se atrevió a agregar alguna frase o gesto y la lancha partió hacia San Polo mientras la policía sustituía precariamente la labor de los buzos colocando los banderines de navegación, mismos que en lugar de estar en rojo, se hallaban en amarillo. 

El hielo en los canales era cada vez más denso y el crujido alertó a Giampiero y Hazlewood sobre la posibilidad de quedar varados en el canal. Tendrían que remar y esa posibilidad se acompañaba con el hecho de que habría bloques peligrosos y puntas afiladas que podían ser infranqueables. 

-Terminaremos caminando... No me miren así, ustedes no son los únicos que saben de agua congelada - dijo Maragaglio señalándose a sí mismo y al señor Berton, recordándole a los otros dos que estaban frente a un policía y un gelatero veterano. En un momento dado, Maragaglio deseó que los canales se volvieran sólidos y aquello no tardó en ocurrir.

-¡He perdido la lancha! - gritó Giampiero y trató inutilmente de desprender algo de hielo. Hazlewood no decía palabra alguna.

-Te dije, vamos - continuó Maragaglio.
-Per la mia Madonna! ¡La jodida lancha!
-No le pasará gran cosa, la reportaré y la remolcarán.
-¡Eres un hijo de puta, Maragaglio!
-Yo mismo la reclamaré, lo prometo, Giampiero.
-Desgraciado.
-Sólo vámonos.

Aunque ninguno de los otros tres quería arriesgar su vida pisando el nuevo suelo helado, Maragaglio sintió una comodidad que lo hizo pensar de nuevo en esa coincidencia, primero tan molesta y luego tan práctica, de helarse todo apenas él lo pensara. Detestaba el frío intenso, pero le era útil para llegar a dónde fuera y obligaba al resto a seguirlo naturalmente. El grupo parecía una exitosa jauría de lobos, caótica al final, pero el líder era capaz de ceder el mando y Maragaglio pronto le pidió a Hazlewood que se hiciera cargo. El viento se volvía inclemente a medida que salían del barrio de Dorsoduro y las banquetas alrededor del Gran Canale acumulaban tanta nieve y hielo, que ni siquiera la policía se atrevía a caminar en ellas.

-Ha iniciado la neblina, no creo que nos rescaten - anunció Hazlewood. Alguna vez, por surgerir que Venecia se hiciera de algún rompehielos, le habían llamado ridículo en el Ayuntamiento.

-Las tuberías no tardan en ceder ¿Creen que podamos acercarnos a una con agua caliente? Nos dejará caminar más seguros - siguió diciendo y el señor Berton recordó que nunca había visto los canales en estado sólido durante su vida. 

-Sería más facil con unos patines - concluyó Giampiero, antes de que los cuatro notaran que iban en una especie de cuesta arriba. El Gran Canale presentaba evidentes variaciones de nivel y en los sitios donde l'acqua alta había impactado, era un suplicio caminar. La peor parte venía al aproximarse a la Fondamenta del Vin, dónde el suelo era más resbaloso y Maragaglio cayó, golpeándose la nariz y ocasionándose un sangrado. El ataque de risa de Giampiero y la celebración del señor Berton incomodaron más a un Edward Hazlewood que optó por ayudar y colocar a Maragaglio sobre el borde de la banqueta. 

-Eso dolió - admitió Maragaglio luego de intentar hacerse el duro. 
-Creí que usted sabía de agua congelada.

Hazlewood notó que acababa de burlarse de Maragaglio, aunque sin malicia ni sonrisa y procedió a introducirle trozos de tela provenientes del forro de su suéter para detener la hemorragia.

-Mi padre me enseñó ese truco cuando era niño.
-El agua también moja.
-Él estuvo en el ejército británico, combatió en Dunquerque - siguió Hazlewood y Maragaglio notó que su improvisado enfermero era, hasta cierto punto, joven todavía. 
-¿Por qué me cuenta eso?
-Porque su caída me lo recordó... Gracias.

Hazlewood se animó y continuó revisando a Maragaglio hasta que este dejó de sangrar.

-Más merece - reprochó Berton y Giampiero volvió a carcajear.

-Yo también lo quiero, suegro - comentó Maragaglio, consciente de que cualquier comentario extra, desataría el enfrentamiento. Había evadido esa discusión por veinticinco años y no quería tenerla, al menos no mientras Susanna se hallara enferma. Por otro lado, Katrina lo había llamado un par de ocasiones y aprovechando la pausa forzada, finalmente le contestó, aunque brevemente y conteniendo sus palabras. Giampiero y Hazlewood disimularon al darse cuenta.

-¿Estás mejor? - preguntó Giampiero.
-No me fracturé.
-¿Tu chica nueva va a ser un problema? - curioseó en voz baja.
-Para nada, hay un arreglo.
-¿Cuál?
-Ella se queda en París.

Maragaglio permaneció serio, pensando que era la primera vez que mantenía a una amante a distancia y podía tener las cosas en orden. Durante su reciente espiral, había pensado mucho en Susanna, en Katarina, en casi cualquier cosa y Katrina había desaparecido de su mente durante días, pero tampoco lo veía como algo malo o como el inicio del fin; simplemente era un respiro que reforzaba su decisión de estar con ella.

Hazlewood por su cuenta, optó por intentar entender a los otros tres hombres, a la complicidad de la que estaba formando parte y a su curiosidad por no haber sido infiel; así que se desconcertaba por jurar implícitamente silencio, como si comprendiera la situación ¿Su moral no era tan firme o aún no determinaba cómo intervenir? Pero si pensaba en Katrina y lo que sabía, podía estar seguro de que quien saldría perdiendo, sería ella.

Unos minutos más tarde, el grupo al fin pudo suspirar de alivio. El hielo se hallaba al ras de la banqueta en la calle Paradiso y entonces notaron que las casas de los Berton y los Hazlewood eran un poco más lejanas de lo que recordaban, un poco más pequeñas. Los Hazlewood con su techo gris con verde y la fachada blanca; los Berton con su techo de tejas y su puerta inservible que había vuelto a abrirse.

-Creo que cambiaré el cerrojo - anunció Hazlewood y adelantó sus pasos, tratando de cubrir inútilmente su rostro al soplar el viento. Sus manos quedaron cubiertas por una fina capa de nieve que anunciaba que la tormenta iba a reanudarse, aunque no renunció a sus nuevas intenciones y luego de entrar en su casa, colocarse una chaqueta más adecuada y sacar sus herramientas de una caja junto a una mesita, se enfrentó nuevamente al aire helado y a la novedad de que su hijo Fabrizio se hallaba con Anna Berton. No le dirigió la palabra a nadie y se consagró a atender el desperfecto de sus vecinos, en un intento ingenuo de dejar de pensar en el día tan abrumador que había experimentado. 

Por su parte, Maragaglio tuvo energías para acomodarse enseguida en el sillón y abrazar a sus pequeños hijos, quienes demostraban sentir bastante frío. Aunque el viejo Berton se horrorizaba con la idea de qué la gente durmiera en la sala, no puso objeción a sus nietos en ese instante y su hija, Anna, resolvió enseguida repartir algo de té, aunque le preguntara a su padre en voz baja por cualquier noticia.

-Esa niña, Katarina, se ha casado, pero nadie está contento.
-Sabíamos que Maragaglio lo tomaría muy mal, papá ¿Qué les han dicho en la clínica?
-¿Sobre ese idiota? Que tome medicinas para los nervios.
-¿Es serio?
-En mis tiempos, te curabas de tonteras trabajando.
-¿Te preocupaste?
-No iba a dejar que se muriera aquí.
-En eso tienes razón.
-Anna, ¿Alguien ha llamado? 
-Susanna quería hablar con su marido.
-¿Consiguió un teléfono?
-El doctor Pelletier se lo prestó. Ella sonaba mucho mejor hoy, dice que ya no siente nada malo.
-Avísale a ése.
-A Marabobo le caerá bien saberlo. Descansa, papá, en un momento te serviré café.

Anna Berton sonrió un momento y giró hacia Maragaglio, quien claramente había escuchado todo, pero actuaba tan bien, que la mujer no se dió cuenta de que no tenía que dirigirle la palabra.

-¿Vas a llamarla de una vez?
-Gracias, Anna.
-Maragaglio, algo pasó mientras no estabas.
-¿Es importante?
-Susanna me pidió que buscara esta caja y te la diera.
-¿Qué hace aquí? 
-¿Te acuerdas de esa cosa?
-Es de un regalo que le hice a Susanna.
-¿Le diste zapatos?
-Las balerinas rojas que le envidiabas.

Maragaglio sonrió para sí mismo y aprovechando que sus hijos lo rodeaban, quiso contarles la historia de cómo Susanna había perdido sus zapatos cuando paseaba con él mientras les caía un aguacero veneciano, pero no tardó en quedarse mudo e inmóvil.

Simultáneamente, en el hospital San Marco della Pietà, la alegría y las buenas noticias habían comenzado a cambiar el ánimo de los pacientes. La mayoría se sentía mucho mejor, sin tos y sin fiebre; los que habían experimentado náuseas ahora apetecían cualquier cosa y un buen aspecto caracterizaba a aquellos cuya oxigenación oscilante parecía terminar.

Susanna Berton, sin embargo, podía estar segura de haber sanado ya que su prueba sin el oxígeno auxiliar estaba siendo exitosa. La influenza no volvería a molestarla, pero sabía que en cuarenta y ocho horas estaría de vuelta con sus hijos y con un Maragaglio que seguramente estaría ocupado en algún asunto inconfesable. Sólo anhelaba un momento familiar tranquilo, donde sólo se hablara del cumpleaños del compañerito de lentes, del señor de la tienda que regañaba a los vecinos, de que faltaba café en la despensa y de que no era bueno tomar jugo de naranja en las mañanas. Pensaba en la reacción de alivio de su marido con lo último, que bebía el líquido amarillo sólo por complacerla y darle la ilusión de que así se mantendría con energía.

-Maragaglio debió volver a casa ¿Cree que haya encontrado mi regalo?
-Es seguro - le respondía Alessandro Gatell con la visible molestia de seguir soportando las puntas nasales y cierto dolor de cabeza. Susanna no le mencionó más y se ofreció a llevarle más café, no sin asomarse a las habitaciones que tenía enfrente y ver a Ricardo Liukin abrazado de Maeva Nicholas y claro, a Katarina y Marco conversando entre risas. El doctor Pelletier examinaba algunos papeles y llenaba formas que el Ayuntamiento le había encargado.

-Señora Maragaglio, ¿Se le ofrece algo?
-Sólo estoy inquieta.
-¿Quiere que la revisemos?
-Oh, no se trata de eso.
-¿Hay algo que pueda hacer por usted?
-Me he quedado angustiada, mi marido no ha estado en casa.
-Es un policía.
-Tengo la sensación de que le ha ocurrido algo.
-Bueno, es un hombre que creo muy ocupado.
-No ha llamado en todo el día.
-¿Quiere que volvamos a contactarlo?
-Me da una pena enorme.
-No entiendo por qué.
-Le había preparado una sorpresa.
-¿Celebra un aniversario?
-El del día que lo conocí.
-¿Se acuerda?
-Son veinticinco años, es tan cursi que ese día se me haya quedado en la mente...

Pelletier, a diferencia de otras personas que sentían conmiseración por Susanna, sonrió genuinamente y comprendió que la fecha no podía pasar sin más.

-Acompáñeme, lo celebraremos.

Susanna sentía había pedido un favor y eso la ruborizaba, aunque no se daba cuenta de que no molestaba a nadie. El doctor entró en una sala pequeña y oscura, donde un joven dj programaba las peticiones variopintas de los pacientes y personal médico, no sin colar canciones que le gustaban con frecuencia porque no podían reclamarle. Al chico no le desconcertaba que Pelletier entrara, pero sí que lo hiciera acompañado.

-¿Podrías hacerme un favor? Mi paciente quiere festejar su aniversario y llamar a casa.
-¿Qué tengo qué hacer? - preguntó el chico.
-Coloca este tema cuando yo te diga.
-Hecho.
-¿Crees que se pueda oír en un celular?
-No hay problema.
-Gracias.

El doctor giró hacia Susanna, cuyas manos temblaban de nervios.

-Llame a casa, Maragaglio estará ahí.
-¿Y si no es así?
-Es sólo un intento.

La mujer sonrió con los ojos brillándole y tomó el teléfono con el corazón palpitándole con fuerza. Tantos recuerdos llegaban a su mente, tantas imágenes: Maragaglio con su chaqueta de cuero, ella con su lazo rojo en su trenza floja, la primera vez que había escapado de casa con él y sus zapatos arruinados por la lluvia que habían ameritado una compra urgente de las balerinas rojas que durante años fueron los favoritos de Maragaglio y ella los atesoraba junto a su caja. A Susanna le ganaban las lágrimas de evocar su boda en un registro civil, con su chamarra top roja, su falda de manta negra, despeinada sí, pero con esas balerinas que en esa época, era todo lo que ambos podían declarar como propio.

-¿Maragaglio? - pronunció ella emocionada.
-Estoy con los niños, llegué hace rato.
-Me tranquiliza mucho, te hemos extrañado.
-Volví, Susanna ¿Cómo te sientes? ¿Te atienden bien?
-Me han cuidado.
-Le diré a tu doctor que te dé una cobija de felpa, no quiero que pases frío, está congelado afuera.
-Ha nevado.
-Todo se congeló.
-Presentí que te había ocurrido algo malo.
-¿Malo? No, nada, sólo trabajo. Estuve gestionando la boda de Katarina y atendiendo unos asuntos de la cuarentena con la policía, lo normal..
-Sentí como si estuvieras triste y no sé por qué, pero soñé contigo llorando.
-¿Estabas preocupada?
-Mucho ¡Me pone feliz saber que estás en casa!
-Tu padre y Anna me recibieron sin ganas de verme.
-Te quieren, no te angusties.
-Susanna, tu hermana me ha dado tu caja de balerinas.
-¿Te ha gustado?
-No creí que las tuvieras todavía.
-Están rotas.
-Encontraremos un zapatero.
-Es que yo... Hoy quería sorprenderte.
-Aun tienes el disco que me regalaste.
-¡Esa canción es especial para nosotros!
-Volví por ti después de oírla.
-Es que... Sólo quería darte una sorpresa.
-Susanna, créeme que me has sacado una sonrisa, me he acordado de cuando te regalé los zapatos, de la galería donde trabajabas y hasta del día que nos conocimos.

Eso último acabó por iluminar el rostro de la señora Maragaglio, quien no creía que él también tuviera presente el primer momento de esos veinticinco años juntos.

-¡Te amo tanto! - gritó ella y enseguida, le hizo el gesto al dj de colocar la canción que quería dedicar. Maragaglio por su cuenta, busco el viejo tocadiscos de la familia Berton y seguro de que funcionaba, colocó un vinilo de 7". De inmediato, Anna y el viejo Berton se llevaron las manos a la cabeza por reconocer la melodía de Abba que detestaban y que había sonado hasta el cansancio en su casa cuando Susanna se había a atrevido a dedicársela a Maragaglio y enviado el single a Milán. 

-Grazie ¡Ti amo! - exclamó él y Susanna no pudo contestar porque el llanto la rebasaba.

En el hospital, la canción sonó en cada rincón con un volumen un poco más alto de lo habitual y en la casa Berton, Maragaglio no dudó en tomar de las manos a sus hijos y sobrinos para bailar con ellos mientras les decía que con esa canción, él y Susanna habían decidido estar juntos y casarse, así como vivir en Milán. 

Pero la felicidad no fue compartida con todos: Ajena a la sonrisa de Susanna e ignorante de lo que Maragaglio hacía, Katarina Leoncavallo permaneció inmóvil y llorando en la orilla de su cama sin ponerse controlar. Marco Antonioni se colocó junto a ella y preguntó qué sucedía, sin obtener una certeza. La cabeza de Katarina se llenaba de memorias sobre su abuelo, quien aprovechaba cuando esa "canción indecente" sonaba en volumen alto para darle palizas atroces, romper sus tareas y obligarla a cambiarse de ropa luego de manchársela de tinta china. Nadie sabía que el anciano era quien colocaba a Katarina sus otrora característicos vestidos blancos, amarillos o rosas y la forzaba a disculparse de rodillas si se atrevía a ponerse pantalones o incluso, cortar su cabello. La joven sentía que aquel infeliz le había hecho algo, pero no podía darse cuenta de qué.

viernes, 4 de julio de 2025

La urgencia

Yulia Polyachikhina, Miss Rusia 2018.

París. Sábado, 23 de noviembre de 2002.

Ilya Maizuradze continuaba con sus actividades personales en París para evadir su llamado a Chechenia. Su límite era próximo y antes de encontrarse con Kleofina Lozko, otra persona lo aguardaba en el Salon Proust del Hotel Ritz y tal como le informaba el portero, la mujer había arribado ese mediodía y tenía pautadas bastantes reuniones ese fin de semana.

El señor Maizuradze portaba uniforme militar, sus lentes gastados de un armazón dorado sutil y una carta oculta, misma que sacó frente a una mujer que lucía una corona cuyas perlas parecían flotar en el aire. Tanta elegancia, lejos de inhibirlo, le pareció excesiva, pero cobraba sentido al distinguir el rostro delicado de Deva Romanova Holstein-Gottorp, única descendiente de la familia imperial rusa y última Gran Duquesa Romanov.

-¡Oh, Ilya, qué alegría verlo! - pronunció la joven de veinticuatro años, sin atreverse a abandonar su asiento, así se notara que había ensayado un abrazo. El hombre tomó asiento y sin pronunciar cosa alguna, entregó la misiva, sorprendido de que no existieran micrófonos, cámaras o espías alrededor. Ni siquiera el personal se hallaba presente.

-¿Los Isbaza no son mi familia? ¡He viajado tanto para el mismo resultado! - se lamentó ella - ¿Cuándo pararán estas malas noticias? ¡Mi familia ha muerto esperando!

Ilya Maizuradze trató de no reírse y luego de mirar al suelo y a la puerta, finalmente decidió corresponder a la conversación por primera vez en años.

-No entiendo por qué quiere hallar a esas personas ¿Qué sentido tendría? 

Pese a la severidad, la joven prosiguió:

-Simplemente, la de no seguir sola. Los Romanov hemos muerto, uno a uno y sin respuestas.
-Victoria de Inglaterra es su prima, señora.
-Que se haya casado mi tío Boris con una hermana del rey Eduardo, no me hace familia.
-El zar Nikolai también era pariente directo de George V; otro primo por cierto.
-¿Es que lo hemos fastidiado, Ilya? ¡Usted es el único guardián de la sangre pura que queda!
-¡Y usted no entiende que no la encontraré!
-¿Ha renunciado?
-He averiguado en cada casa real y con dinastías nobles. Nadie.

Deva Romanova bajó la cabeza.

-¡Tanto esfuerzo y la familia se perdió! - lloró.
-Sigo sin comprender por qué usted se aferra. Hasta donde sé, mi abuelo evitó que Nikolai conociera el paradero del último Romanov campesino y mi padre desapareció después de la Gran Guerra Patria, así que muchas referencias nunca tuve.
-Los Maizuradze han sido siempre los protectores imperiales.
-Mi abuelo se negó.
-¿Hemos sido malos?
-Trataron de vender la sangre pura en varias ocasiones. En cambio, los Maizuradze acompañamos a esa gente desde que Carlomagno lo encomendó. Ni siquiera desde el extravío los voy a traicionar.

Deva secó sus lágrimas.

-Mi familia me contó que la sangre pura se emparentó con la nuestra al escapar de la Revolución Francesa ¿Louis XVI era pariente?
-Otro primo traicionero ¿Por qué la insistencia en preguntarme siempre esa verdad? 
-Es que no entiendo, siempre escondimos a esas personas. Cuentan los campesinos de las afueras de Moscú, que aquellos cosechaban papas.
-¿Por qué no busca entre ellos, señora?
-Lo hice. Ninguno es un Romanov y no sé la razón de mantener mi fe en que podré reunirme con alguien.
-No me citaría si no tuviera un rastro.
-Hace unos meses ví a Sergei Trankov en Rusia, creí distinguir el dije de la sangre pura en su cuello.
-¿Disculpe?
-El corazón de Santa María del Mar, ese que robó Jean Lafitte y luego se perdió en el tiempo. Mi familia guardó el dibujo y quiero que me confirme si es el mismo.

Ilya Maizuradze arrugó el ceño para disimular que conocía esa historia perfectamente. El dije había permitido que Sergei se fuera de Rusia apenas Vladimir Putin lo había contemplado con esa joya puesta y además, sabía perfectamente a quien le pertenecía.

-Lamento decepcionarla.
-Pero el presidente me ha dicho que por eso le liberó de su arresto ¡Le reproché tanto!
-La urgencia nos hace ver cosas que no son.
-¿Soy la que queda?
-Si quiere ser la última Romanov, no la voy a detener.
-Un rastro nos llevó a Chechenia a mi padre y a mí cuando era niña.
-¿A dónde? 
-No se moleste, por favor.
-¿Pretende que yo continúe con su estúpida obsesión?
-Le pedí el favor al presidente...
-¡Si la Gran Duquesa no hubiera estado en este mismo salón en la revolución, todos los Romanov estarían muertos! 
-¡Lo sé, lo comprendo!
-¡Usted es una tonta, señora! Si no fuera por su escaño permanente en la Duma porque Krushev intervino a favor de su famila, usted estaría lavando platos en cualquier bistro de París.

La joven duquesa permaneció callada, sobretodo porque aquello era cierto. En 1968, su abuelo, el Gran Duque Romanov, Dmitriy Romanov Holstein-Gottorp, había recurrido al embajador soviético de aquél entonces para arreglar el retorno luego de una quiebra económica triste. Al negarse la familia real británica a su auxilio, el destrozado Dmitry había hecho un trato: conservaría sus títulos y su escaño permanente en la Duma, pero sería diplomático a fuerzas y pactaría a nombre de la URSS sin recibir privilegios y perdiendo sus propiedades y joyas europeas, que en el tiempo presente, eran patrimonio del gobierno ruso en el extranjero. La corona que la joven Deva portaba a todos lados, era lo único que quedaba del esplendor imperial.

-Lo que todos desean, es que el heredero reclame el trono. 
-¿No haría usted lo que fuera por recuperar la dignidad, Ilya?
-En este asunto, no la he perdido.
-¿El gobierno francés sabe la cláusula de Carlomagno?
-Se mueren de ganas de que se cumpla, la guillotina brilla... ¿Sabe que los británicos abrirían un frente de guerra contra Francia y Rusia si aparece la sangre? 
-Recurrí a Victoria.
-Y como siempre, tuve que arreglar el desastre ¿Sabe que el MI6 persigue a unos tales Hazlewood por culpa suya, señora? 
-¿Ellos saben algo?
-Lo más gracioso es que no ¿Por qué los Romanov siempre le hacen daño a alguien? Hizo bien mi abuelo en perder a esos campesinos.
-¡Ilya!
-¿Para qué los quiere? 
-Sé que no murieron en los campos de concentración, ni en los gulag. 
-Intente ser feliz con eso.
-Sólo quiero recuperar a mi familia.
-El costo es echarle el Imperio Británico al mundo. Ese precio no se paga, señora.

Deva Romanova Holstein-Gottorp volvió a llorar de nuevo e Ilya Maizuradze se negó a cuidarla como antes. 

-Me preguntaba por qué mi jubilación no llegaba y descubro que prefiero hacerme matar en Chechenia. Cuando mi padre me contó que mi abuelo perdió a los Romanov campesinos, pensé que la misión había terminado. Ahora comprendo que la realeza sigue jugando.
-¿Qué hará Ilya?
-Lo de siempre, sólo soy un guardián. Cuando la bala me atraviese, la partida de todos habrá terminado.
-¿Y si el dije aparece? ¿Si Trankov lo vende?
-Rece porque nadie lo lleve consigo.

Ilya se levantó enojado y pensó en que no se conocía el verdadero camino del linaje puro carolingio. Esa sangre, tan buscada, tan importante, directamente bendecida por Dios... Pero los Maizuradze conocían la historia verídica: La de la familia humilde que, atormentada por un invierno eterno, rogó escapar de la Reina de la Nieves. Un soleado día de aparente fortuna, llegó la historia ante Carlomagno, el conquistador, quien emprendió campaña en su ayuda. Cautivado por la inusual belleza de Regina, la hija mayor de esa familia desgraciada, el rey les tomó como parte de la corte, asegurándoles que estarían a salvo y de la unión nacerían dos hijos. Pero el daño estaba hecho: la Reina de las Nieves había poseído el cuerpo de esa muchacha elegida y había purificado su sangre al extremo para ser especial, para vivir la vida terrenal con comodidades. Pero al ser bautizada, la Reina de la Nieves fue condenada a vivir entre los pobres y con la misma familia, perseguida por la pureza, misma que se había delatado porque una mujer por generación, congelaba todo a su paso. Los Maizuradze, quienes habían recibido la encomienda de Carlomagno de cuidar ese linaje, se habían encariñado genuinamente, asumiendo su protección, incluso cuando la corte francesa los había llevado ante el Rey Sol para emparentar nuevamente. Los Maizuradze, que conocían mejor su ascendencia propia, les habían fugado a Rusia para evitar el fatal sino de sus parientes en la revolución francesa, sin poder evitar que el apellido fuera reconocido por los zares. Al unirse por matrimonio a los Romanov, los miembros de la familia La Cour modificaron su apellido a Lazukhin y optaron por regresar a las actividades del campo, sobretodo al darse cuenta de que su maldición jamás se iría. Pasaron siglos y los Lazukhin continuaron en sus plantíos pequeños, lejos de la opulencia Romanov, hasta que un día, la revelación de la pureza de su sangre llegó a Inglaterra, ocasionando que un Maizuradze se escapara con un niño llamado Goran Lazhukin, mismo que, al ser hijo único, llevo consigo a la Reina de las Nieves a todos lados, hasta juntarse con un pueblo migrante, también ruso, pero despreciado, los dorados, que buscaban dónde vivir hasta que un barco les llevó a la isla de Tell no Tales, ya ocupada por los azules, que no eran más que franceses expatriados que enseguida les relegaron a las afueras y a pasar más pobreza. Los Maizuradze entonces, leales, decidieron extraviar sus huellas y separaron sus caminos, volviendo imposible que descendientes como Ilya Maizuradze, supieran la identidad de la sangre que protegían, salvo por señales inequívocas como un sueño que involucraba a una niña de abrigo rojo y un dije que al tocarlo, hería a quienes no tenían la sangre pura; pero el objeto se había perdido en algún momento, lo había tenido el pirata Jean Laffite hasta el hundimiento de su barco y no se supo más. Luego, al llegar la Revolución Rusa, la familia imperial se había comprometido a rastrear la sangre, pero por mala suerte, los abundantes registros del apellido Lazukhin aparecieron, confundiéndose con los del primo extraviado, quien para entonces, se había nombrado como Liukin.

Sin embargo, la historia siguió y la Reina aguardó y después de desearlo, el joven Goran Liukin se convirtió en padre de Lía, de cuya carne pudo apoderarse. Luego de la tumultuosa vida de aquella mujer y asfixiada por su falta de libertad en Tell no Tales, la Reina viajó por el mundo, hablando un día a Carolina Leoncavallo, de quién se apoderó y se volvió madre de Maragaglio con la esperanza de que este le daría nietas cuando creciera; pero al descubrirse el incesto de Carolina y Goran Liukin Jr., la Reina retornó a Tell no Tales y así, un 2 de agosto de 1988, eligió a una recién nacida Carlota Liukin, una bebé tan bella como la Regina de Carlomagno, irresistible y etérea, perfecta para continuar cumpliendo su condena. Y como siempre, los Maizuradze estaban allí, cuidándola sin conocerlo, hasta que el dije de Santa María del Mar fue distinguible de nuevo. 

Ilya Maizuradze abandonó el salón con cierto enojo y no se detuvo hasta llegar a su propia habitación, habiendo olvidado sus compromisos y tratando de sacar su furia escribiendo rabiosamente el primer informe que presentaría en el campamento militar ochenta y tres de la República de Chechenia, percatándose de que pronto, la inteligencia británica comenzaría a seguir a la Gran Duquesa Romanov y como siempre, el gobierno ruso tendría que intervenir para la seguridad del bando traidor de la familia Romanov.