Milán, Italia. Agosto, 1920.
Tras la muerte de nueve de sus hijos, Assunta Leoncavallo no volvió a la calle. Sus días transcurrían entre asear la casa, cocinar la sopa diaria, abrir la puerta de vez en cuando para no sofocarse del calor veraniego y recibir a su hijo Maurizio obsequiándole una caricia tímida en su rostro. Su marido llegaba cada noche y lo primero que hacía, era servirle café. Las vecinas decían que ella era casi un fantasma o que tal vez, había caído enferma. Incluso, la mujer ya no lavaba ropa ajena o saludaba si alguien se atrevía a asomarse. Cuando llamaban a la puerta, Assunta nunca atendía y había gente que pensaba que había fallecido.
Cada mañana y tarde, la señora Leoncavallo contemplaba detenidamente ese cuarto en el que vivía y desdoblaba y doblaba las camisas que había atesorado de sus niños muertos, una por cada uno y la pijama de su varón más pequeño. Le gustaba imaginar que sus camas de cartón se acomodarían con mantas azules, que le harían un dibujo o le arrojarían accidentalmente una pelota de papel; quizás alguno le contaría de su día en la escuela. Así era hasta las seis, cuando preparaba la mesa y se aseguraba de que la estufa permaneciera funcionando hasta las diez.
Esa rutina operaba como un reloj perfecto que no se atrasaba todavía. Y eso le arrancaba una sonrisa sutil a una mujer que adoraba al hijo que le quedaba con toda su alma.
Sin embargo, algo se alteró de golpe al disponerse a preparar el café alrededor del día dieciséis. Buscó entre las canastillas, se preguntó si Maurizio se había llevado lo que quedaba ¿Por qué no había revisado? Faltaba el pan que su marido repartía cada noche y era inconcebible cenar así, sin algo que llenara el estómago y pusiera a aquel hombre contento. Assunta juntó las monedas que tenía, se preguntó si podía arreglar el problema. Tomó una cesta, le colocó una franela cuadriculada y sin pensarlo mucho, salió de casa.
Assunta Leoncavallo no llamaba la atención cuando era más joven, al menos no como otras mujeres. Pero desde que se había casado inesperadamente con el zapatero Leoncavallo, inevitablemente las miradas se habían posado en ella. La "solterona", la callada, la "mustia" disfrazada de casta y últimamente, el "fantasma", se había quedado con el hombre que realmente valía la pena en ese lugar, el más bello, el más trabajador, el que tenía un carácter difícil y era estricto, pero protector, devoto de su familia, firme y con el carácter de afrontar sus pérdidas. Era el único que, incluso ante la envidia y murmuraciones, había defendido su elección de casarse con Assunta, aunque otras mujeres, quizás más alegres y menos grises, habían intentado conquistarlo con dulzura o con disposiciones al noble "sacrificio del hogar".
Pero allí afuera, en ese momento, dónde apremiaba conseguir algo para completar la cena, Assunta fue incapaz de reparar en el desconcierto, el asombro y la tristeza que transmitía al pasar. Su cabello negro y lacio estaba sujeto, pero unos pequeños mechones salidos recordaban lo ocupada que había estado en sus labores. Su vestido y suéter grises eran muy viejos, pero sus marcas de remendado eran pequeñas. Su mirada baja, sus ojos también grises, apagados. Pero los zapatos negros relucían. También eran viejos, pero cuidados, bien hechos, lo que se esperaba teniendo a un zapatero en casa. La señora Leoncavallo no se tropezaba con nadie, caminaba directo a la panadería con paso veloz. Nadie sabía por qué, pero daban ganas de detenerse en las paredes grises y derramar unas cuantas lágrimas por ella.
La panadería era pequeña, con sus luces amarillas y su pequeño mostrador de madera. La joven que atendía era regordeta, pero graciosa, la hija del panadero y con familia también panadera. Se notaba que aún no sufría de luto y sus mejillas rojas le atraían admiradores, incluyendo al herrero del barrio, que disimulaba sin embargo, que Assunta Leoncavallo aún le parecía atractiva al momento de entrar a ese lugar. Era entendible, puesto que ese hombre tendría apenas veinte años y Assunta ya era una adulta cuando él la veía de niño.
-Buonasera, signora Leoncavallo! - exclamó alguien alegremente. Assunta levantó su cabeza apenas y asentó en saludo antes de limitarse a hacer su pedido en el mostrador. El local había cambiado y ahora la gente pasaba varios minutos mirando los aparadores antes de escoger lo que llevaría a casa.
-Una hogaza, por favor - pidió con su voz cansada. La sonriente chica dejó de estarlo y enseguida le entregó un pan grande y generoso, crujiente y recién horneado en su canasta. Assunta ni siquiera preguntó un precio. Su marido le había dicho que "comer pan era un lujo" que costaba una lira con cincuenta y por eso las porciones debían rendir para tres días. Mientras la otra buscaba devolverle la diferencia, unos niños entraron corriendo y en medio de carcajadas para contarle a su madre sobre su más reciente travesura, además de abrazarla. Aquello provocó que Assunta agachara más su cabeza y la vendedora le entregara el cambio con cierta pena antes de verla huir, prácticamente.
La señora Leoncavallo corrió, sin evitar llorar en la calle y atraer la atención, una vez más, de los vecinos, que la veían desesperada de volver a casa y le abrían el paso. En la panadería, quienes no la conocían, se preguntaban qué le había ocurrido y la chica regordeta tomó una baguette pequeña, la envolvió y pidió permiso para salir. Entonces, alguien contó que aquella mujer de gris había perdido a sus niños y sólo le quedaba uno al qué cuidar. La madre que había recibido con alegría a sus propios hijos, enseguida les abrazó con el deseo de no extraviarles nunca.
Assunta subió la escalera de su edificio con enorme prisa y enseguida se encerró. Se sentía agotada y con el corazón saliéndose de su pecho. Enseguida colocó platos, encendió la estufa para calentar la habitación, puso el pan con su franela al centro y tomó asiento, recargando sus codos sobre la mesa. Entonces terminó por quebrarse. El sonido de su llanto se escuchó por toda la vecindad sin que nadie pudiera detenerlo. Algunos vecinos tocaron la puerta, pero la mujer no oía, no lograba controlarse. Sólo la mujer en silla de ruedas del otro extremo del patio le pidió a los demás que le dejaran en paz y les recordaba que ellos eran nuevos ahí, que no conocían a la familia Leoncavallo, que no tenían idea de su desgracia y quienes habían quedado de la "gripe de las moscas de arena", eran, además de ella misma, los señores Maurizio y Assunta Leoncavallo y su hijo, Maurizio.
Mientras los demás volvían a sus cuartos, la chica regordeta ascendía por las escaleras acompañada del joven herrero. Al principio hicieron lo que todos, llamar a la puerta, sin respuesta. Entonces, el chico resolvió abrir con un truco aprendido del taller.
La escena que los dos contemplaron eran de una angustia profunda e inquietante. Once sillas puestas, ocho de ellas adornadas con las camisitas, Assunta arrullando la pijama de su bebé, una extraña luz blanca; el frío era intenso. Assunta volteó a ver a sus visitantes y la chica de la panadería se armó de valor para hablarle.
-Disculpe por venir sin avisar, es que no la había visto en mucho tiempo. Le he traído esta barra de pan, es de una receta nueva y quizás le gustará. A mi madre le dará gusto saber que usted nos visitó hoy, a menudo la extraña y el señor Leoncavallo le dice que todo está bien. Puede ir cuando quiera a tomar un chocolate con nosotros, la extrañamos mucho, signora.
La chica dejó el pan junto a la hogaza y Assunta repitió el gesto de asentir. Entonces, la entrada se cerró de nuevo.
La luz blanca se intensificó ahí dentro y de pronto, una sutil nevada inició. Los copos caían sobre la ropa, sobre los panes, enfriaban la comida aunque estuviera en el fuego. Assunta abrió un poco más los ojos, las lágrimas continuaban cayendo por su rostro.
-¿Qué has venido a hacer? - preguntó con su voz más tenue, pesimista y abandonada. De repente se formaban inofensivos remolinos que elevaban los copos y los volvían a dejar caer. El olor a sopa de papa inundaba el lugar.
-No tengo más ¿Qué podrías arrebatarme ahora? Me queda un hijo ¿Lo buscas? - y el ambiente se convirtió en una especie de postal navideña que en otro momento, quizás no habría sido tan triste.
La Reina de las Nieves había decidido visitar a los Leoncavallo, aunque esta vez fuera para recordarles que no los había olvidado. Pero contemplar a Assunta le hizo abandonar su talante burlón y el caos usual. Ambas se habían mirado a los ojos, pero sólo una se quedaba para padecer por otra clase de invierno, donde las maldiciones y los poderes fantásticos no bastaban para envenenar un recuerdo.
Una bola de cristal, en donde una madre atendiendo a sus hijos estaba rodeada de luces de colores y nieve, fue dejada sobre la mesa, haciendo que Assunta la tomara entre sus manos. La Reina, que no solía respetar el dolor de nadie, comprendió que en esa esfera cabía un mundo y ese mundo era el de Assunta, que sólo podía conservar los rostros de sus espíritus en una imagen así de frágil. Una felicidad y un calor que al agitar ese objeto, siempre le daría un poco de paz. El beso frío que la entidad quería darle al único descendiente Leoncavallo, se quedó olvidado.
Al dar nuevamente la seis de la tarde, padre e hijo retornaron a casa. Los vecinos parecían curiosos, pero sólo el panadero les detuvo un momento para contarles lo ocurrido con Assunta. El señor Leoncavallo agradeció escuetamente y luego de reiterar que todo seguía bien, caminó simulando calma, aunque el joven Maurizio se preocupó enseguida.
Assunta continuaba sentada, con la expresión perdida y olvidando preparar el café, cuando su marido entró y en lugar de ser recibido con un gesto de alivio, este se topó con las sillas puestas. Las marcas en el rostro de Assunta por tanto llorar eran innegables.
-No regresarás a la calle - dijo el señor Leoncavallo y su mujer enseguida volvió a asentar, como si ese gesto fuera automático o más bien, el único sensato.
-Le ayudaré a mamá - dijo el joven Maurizio y enseguida sirvió el café, pero ella reaccionó inmediatamente y se puso a dar la sopa y cortar el pan, colocando raciones para sus hijos muertos, actuando como si ellos estuvieran ahí. Su marido empezó a gritar que parara, pero Assunta sólo pudo continuar la farsa hasta que el llanto la venció.
-Sé que mis hijos no están ahí - murmuró de repente - Han muerto, la gripe se los llevó. No se asusten, sólo he querido jugar a que siguen conmigo por un día más.
-Iremos al cementerio el domingo y que esto no vuelva a repetirse, Assunta - continuó el señor Leoncavallo.
-Iré a acostar a Maurizio.
-No es un niño. Le ordenaré que asee por ti, ve a recostarte si lo necesitas.
-Yo me hago cargo de eso. Sólo déjame arroparlo hoy.
El joven Maurizio recibió el permiso de su padre y Assunta, como si él fuera un niño pequeño, le colocó una pijama remendada y besó su frente como cada noche, pero añadió un abrazo y le pidió que nunca se fuera de casa.
Había sido un día tan difícil, un segundo aniversario de un luto que no parecía terminar. Al regresar con su marido, la mujer volvió a sentarse, pero en lugar de limpiar, se limitó a jugar con la esfera, soñando con vivir en esa escena en lugar de esa habitación. Incapaz de hacer más, volvió con su hijo y le contempló dormir durante la noche, colocando la esfera junto a su cama de cartón.
-Buenas noches, hijo mío - le susurró y besó sus cabellos - Mañana estaré bien para tu padre y para ti. No me saldré de nuevo, aunque nos quedemos sin pan.
Assunta Leoncavallo lloró en silencio el resto de la madrugada y antes del amanecer, regresó a su actitud de siempre, aprovechando los restos de sopa para el almuerzo y el pan para el desayuno. La estufa y la mesa estaban limpias, la puerta abierta para que el calor no los sofocara. Los vecinos afuera habían reanudado los rumores, a los niños se les decía que habían visto a una mujer loca. Pero ella reanudó su encierro y su marido se encargó esa misma mañana de que cualquier cosa que se necesitara, fuera enviada directo a su domicilio, con la instrucción adicional de que no se trabara conversación con su mujer.
En la panadería, la chica regordeta recibió la encomienda de llevar las hogazas a la señora Leoncavallo cada tercer día y solamente así, Assunta tuvo alguien con quien platicar en secreto, cuando su tristeza le permitía hacerlo.
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