viernes, 9 de noviembre de 2012

El descubrimiento de la pasión (III)


Edwin escribió una carta y al cruzar la avenida Gardel para llegar a la oficina postal, se topó con la pandilla Rostova. Los miembros de la banda patrullaban Poitiers.

-¡Bérenice! Vino tu amigo - exclamó uno. La joven mordió uno de sus dedos y se acercó a Edwin, no sin mirar a todos lados ya que su líder revisaba la acera cercana.

-Ven, conozco un café adónde nadie va - y girando hacia sus compañeros, añadió - Nadie le diga a Matt que me fui por ahí.

La advertencia era demasiado escueta pero los pandilleros temían a la reacción de su jefe, mismo que no era amigable si uno de sus colaboradores interactuaba con una persona de Tell no Tales. Aunque fuera su novia, Bérenice debía sujetarse a dicho reglamento y en caso de faltar, Matt le prohibiría cruzar de dimensión de forma definitiva; especialmente porque no había sido amonestada por su episodio con Adrien.

En De Gaulle, ya no hacía frío y al mediodía se insinuaban los rayos del sol entre los árboles. Edwin evitaba mirar a la joven que lo conducía de la mano al lado opuesto del parque y se movía para dar a entender que esperaba trabar conversación. Al llegar a la calle Cotillard, esperaron a la luz roja del semáforo y se dirigieron hacia un negocio pequeño pero vacío. El encargado se aproximó en cuanto los dos tomaron la segunda mesa junto al ventanal en el que se leía "Café del cubano".

-Un romano* y un café con leche para el caballero - pidió ella. Edwin colocó su sobre en el bolsillo y se cruzó de brazos.

-Ordené lo que más te gusta.
-No me dejaste ver el menú.
-Porque no tiene caso; te conozco bien.
-Al menos por cortesía.
-La próxima vez.

La sonrisa de Bérenice acabó por sorprender a Edwin; él se sabía nervioso.

-No preguntaré cómo estás o esas trivialidades que la gente suele utilizar para creer que se interesa por alguien o tiene cosas en común.
-No esperaba menos de ti.
-No me agrada hacer la comparación entre una dimensión y otra.
-Porque allá son más felices.
-Si te animas a reinventarte, allá no hay un doble tuyo que dé problemas ni periodistas que todo el tiempo te recuerden tus escándalos y tus fracasos.
-No, Bérenice. El mundo en este lado será miserable pero vale la pena.
-Le he pedido a Matt que arreglemos esta parte.
-Nadie quiere su ayuda, ni siquiera tú.
-Lo hace por mí. Intento curarme y es el único que sabe cómo.
-Es un gran recuperador de piezas.
-Igual a Sergei Trankov.
-No lo menciones enfrente de mí.
-¿Qué tienes en su contra?
-Toleras todo lo que hace.
-Es un buen hombre.
-Que condiciona su lealtad a la mujer en turno. Le clavó el cuchillo por la espalda a Zooey Isbaza.
-Pero cuida a Carlota y ...
-¡No! Él no la protege, ni le interesa.
-Mejor papel que el tuyo, si ha hecho.
-Esa niña se portaba bien antes de conocerlo.
-¿Seguro? Que yo sepa, parte de tu trabajo era que no se enamorara de ti.

El encargado se aproximó a entregar las bebidas mientras Bérenice posaba sus ojos miel en la ventana. Los de Edwin por su lado, aprovechaban el instante para contemplar los muslos de la joven, el contorno de su cintura y su escote. El vestido que ella portaba era tan corto que en cualquier descuido su ropa interior quedaría al descubierto.

-Quiero disculparme con Carlota, se lo debo - señaló Edwin de repente, sólo para no continuar mirando.
-Mala idea; ella se queda suspirando porque eres un caballero y esa imagen mejora con cada frase amable que le dices. La vi por el espejo esta mañana y pasaste de ser un hombre adorable a casi perfecto.
-¡Te pedí que no la espiaras!
-¡Ella es mi contraparte!
-¿Qué te da derecho a meterte con ella?
-Matt le mostró lo que hay detrás del espejo.

Edwin apartó su vaso. Bérenice le sujetó el rostro delicadamente.

-Carlota ha elegido pensar que alucinó.
-¿Vas a aferrarte a esa mentira?
-Porque se le olvidará pronto, como el dije que sacó del mar. Se acuerda de que la arrojaron, no de cómo obtuvo su joya.
-¿Qué pasará cuando los recuerdos le regresen del golpe y nada tenga sentido?

Bérenice soltó a Edwin y tomó un popote para dar el sorbo, pero no podía hacerlo bien. El líquido no llegaba a su boca y cuando menos lo esperó, terminó vertiéndose la mitad del mismo en la ropa.

-A Carlota le pasa mismo. Se parece a ti.
-Sobre todo en lo mimada. Me cambiaré en casa.
-¿Te quemaste?
-No, es sólo que me está dando calor.
-Tu piel está rosada.
-Qué bochorno.
-Je je. Cuando eras pequeña, te preocupaban las mismas cosas que a Carlota pero nunca han superado su problema con los popotes.
-Ella y yo no somos similares ¿De qué hablas?
-Buenas calificaciones, miedo a las ranas y soccer. Muchas cosas de ti las veo en ella, como la sonrisa, la forma de caminar, de peinarse .. Pero la edad, el gusto en chicos y en ropa es diferente.
-Siempre me gustaron los malos.
-Y a ella los románticos.
-Mientras no se le quite.
-Aunque la lealtad tampoco es la misma.
-Creo que llegué a una edad en la que entendí que debe ser recíproca.
-¿No fui así contigo?
-Saliste corriendo después de perder la cuenta de los besos; a Carlota le has recibido dos.
-Le expliqué que no estaba bien. En tu caso, ya eras una mujer.
-¿Qué diferencia hay?
-Un abismo.
-Muy en el fondo, es bueno saber que sigues enamorado de mí.

Él bajó la cabeza y ella continuó succionando inútilmente hasta derramar de nueva cuenta su bebida.

-Ahora sí arruiné mi ropa ¿Sabes en dónde encontrar un vestido igual?
-En el barrio ruso Cecilia Maizuradze puede confeccionarte lo que quieras en cinco minutos.
-El puente de Amodio queda lejos.
-En todo caso, tengo una buena lavadora.
-El problema será el sostén porque no me puse.
-Hay batas.
-Genial, hace mucho que no voy a tu casa en Blanchard.
-No vivo ahí.
-¿Por qué?
-Es muy grande para una persona. Me quedo en un departamento al otro lado del parque.
-Matt podría verme.
-La salida es usar un espejo.

Bérenice volvió a sonreír; no por alivio sino porqué había olvidado que evadir a Matt era simple. En el Café del Cubano había un espejo junto a la puerta y si el encargado se distraía, Edwin y ella podían cruzar sin contratiempos.

-Este es el plan: yo pago y tú ubicas el edificio Ciprés.
-¿Qué calle?
-Renoir, el número es 27.

Mientras él se aproximaba a la barra, ella fingía usar una servilleta para secar su vestido y revisar su peinado. En un momento dado, ella sacó un labial y retocó el color rojo quemado de su maquillaje; al fondo del local, se escuchó como algo caía.

-Iré a ver que pasa - anuncio el encargado - En un momento les daré el cambio.

El hombre fue a revisar y Bérenice jaló a Edwin, atravesando el espejo y arribando al dúplex inmediatamente.

-Balines Rostov que destruyen todo, mis fieles amigos.
-¿Qué desarmaste?
-Nada grave, solo una repisa con cajas.
-Te creo.
-Mejor enséñame tu lugar, que de entrada se ve más bonito que tu casa.
-Alquilé una habitación.
-Pero todo es grande para ti solo.
-Hoy no tengo sirvientes.
-¿Contrataste gente de servicio?
-Son empleados del dueño, pero como nunca se da la vuelta por aquí, decidí que los miércoles serían el día libre para todos. Es un poco incómodo que me pregunten si necesito algo.
-Muéstrame el cuarto de lavado.
-Está arriba junto a un salón con puerta abierta.

Ella extendió su mano y él la estrechó con firmeza para guiarla. Bérenice ni siquiera curioseaba y la escondida escalera le parecía encantadora. La parte superior del dúplex le hacía imaginarse sentada en un puff sin hacer más que mirar a la nada. Sin emoción, ella descubrió los instrumentos olvidados de Joubert antes de entrar a una habitación fría, cuya limpieza no fue impedimento para que él programara la lavadora y sin preámbulos, Bérenice se despojara del vestido. Edwin sólo pudo quedarse pasmado ante ese desenfado.

-Si decidiera estar desnuda toda la vida, tú nunca te acostumbrarías.

Ella no se movió cuando él se aproximó temblando; mucho menos reaccionó cuando le dió un beso en la mejilla; pero cuando Edwin sujetó una toalla para cubrirla, lo detuvo.

-¿Hay un lugar en dónde nada se refleje?
-No ... No lo sé.
-Llévame a tu cama.
-Bérenice ...

La joven guiñó un ojo y sonriendo de nueva cuenta, consiguió que él le regalara un par de besos más antes de animarse a seguir. Edwin no pensó en nada más que en ella y la condujo a su habitación, en dónde comprendió que su corazón latiría agitadamente y la acariciaría con ansiedad, la escucharía respirar hasta el punto de suspirar y en el clímax, volvería a ser vulnerable a la fascinación que el cuerpo de Bérenice le había provocado siempre, incluyendo la lejana época en la que estuvieron juntos. Todo transcurría tan lento que advirtió que la piel de aquella mujer parecía derretirse en sus manos y que la ocasión no se asemejaba al resto en las que habían hecho el amor con prisas. Aquí, Bérenice estaba consciente de que su novio podía buscarla sin descanso y que al verla con otro, estallaría en celos y desesperación; más probable con ira, pero en caso de terminar sin contratiempos, no lo consideraba un momento de excitación súbito, casual y explosivo. Al tiempo que Edwin le susurraba que no la había olvidado, ella se volcó a pensar en su "hombre de las piezas", escapándosele finalmente el nombre de Matt mientras se estremecía de pasión y se llenaba de culpa. El sexo nunca había sido tan gratificante y tan doloroso para ambos hasta la irrupción de aquél recordatorio que obligó a Bérenice a levantarse de golpe, encerrarse en el baño y sentir vergüenza de tener que buscar su ropa. Por su parte, Edwin caía en cuenta de que era su primera vez completamente desvestido frente a ella, produciéndole una impresión amarga. Los dos se daban de topes.

-¡Matt! ¡Matt! - gritó Bérenice en la regadera, Edwin sólo fue capaz de introducir el vestido a la secadora y entregárselo en cuánto ella sintió el deseo de marcharse y dejar de llorar.

*Espresso servido con una rodaja de limón

Cuando nadie me ve por umovitreo
Nota: no me agrada Alejandro Sánz pero la canción me pareció adecuada.

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