jueves, 29 de noviembre de 2018

Un hombre que se desea


Tell no Tales.

Después del concurso de belleza, la vida cambió un poco. Courtney Rostov - Diallo atendía cirugías con su banda de ganadora puesta y tenía sesiones de fotos en el hospital con su corona y su bata blanca; Eva de Vanny realizaba un anuncio de shampoo, Madice Hubbell había conseguido un patrocinador para su proyecto de danza sobre hielo y Kleofina Lozko planeaba su viaje sorpresa a París con el dinero de su premio. Detrás de ellas se hallaba Micaela Mukhin, que aun mantenía su empleo temporal como parte del Comité Nacional de Miss Nouvelle Réunion y se encargaba de sus relaciones públicas, así como de entregar facturas y cheques pendientes a los acreedores.

Aquella actividad tenía una ventaja: Al mediodía podía pasar a resguardarse del sol en la cantina Weymouth y además de saludar a su hija Bérenice, veía llegar en punto de la una de la tarde al joven Juan Martín Mittenaere, quien regularmente tomaba alguna bebida fría, dejaba una flor blanca en la barra para decorar y se marchaba sin olvidar decirle "buenas tardes, señora" con una sonrisa y mirándola unos segundos. Él era bien intencionado y aunque nunca había charla entre ellos, Micaela se resistía a intentar hablarle de cualquier forma. Prefería escucharlo siendo amigable con Bérenice y luego volver a sus labores, contenta y relajada. A veces, le daba por contemplar la nuca de su marido y abrazarlo por detrás mientras imaginaba cómo se sentiría hacerlo con Juan Martín, que además tenía una espalda ancha y fuerte. Ese pensamiento le daba risa de vez en cuando.

-Mamá ¿quieres algo? - preguntó Bérenice luego de extenderle un vaso con agua.
-He estado cansada.
-¿Aun vas con las misses?
-Deberías estar conmigo en lugar de atender borrachos.
-Don jefe me paga sin retrasos.
-Ganarías más si trabajaras en el comité. Hoy tengo que pasar por Courtney al hospital porque tiene una sesión con un fotógrafo que nos salió caro y encontrar a Kleofina para que firme un contrato antes de que se vaya a París a buscar a un tal Ilya no se qué. No me puedo partir en dos.
-Si quieres, busco a Kleofina.
-Te lo agradecería mucho, Bérenice. También aprovecharé para entregar unas facturas en el camino, así que me voy de una vez.

Micaela se incorporaba cuando Juan Martín regresó al local y se le colocó enfrente mientras la contemplaba con sus ojos azules.

-Señora Mukhin, discúlpeme por mi imprudencia pero quiero hacerle una pregunta.
-¿A mí?
-Sí, es por el patrocinio que pagué en Miss Nouvelle Réunion. Prometieron enviar un comprobante y no lo he recibido.
-Tal vez lo llevo aquí.
-¿De verdad? Lo agradecería bastante.
-He dado muchos papeles hoy. Aguarde, Juan Martín.

Micaela abrió la gran carpeta negra que portaba a todos lados y revisó cada factura cuando se topó con la correcta. Estaba a punto de sacarla cuando reparó en algo: En la parte superior de ese documento rosa estaba escrita la dirección del joven Mittenaere. No era la de su restaurante en Láncry, sino la de un apartamento en la calle Piaf, en el barrio Centre, cercano al Comité Nacional de Miss Nouvelle Réunion. Luego de hacerse tonta simulando que buscaba, memorizó la ubicación y extendió esa hoja al aliviado Juan Martín.

-¡Muchas gracias! Mi contador y yo podemos ir a Hacienda hoy mismo.
-De nada, Juan Martín.
-Señora, discúlpeme de nuevo.
-Dime "Micaela".
-¿Micaela? Un placer tratar con usted. Ojalá nos veamos un día en mi negocio.
-Es seguro.
-Bérenice y usted están invitadas.
-Qué detalle.
-Me retiro que la prisa me consume un poco. Adiós Bérenice... Buenas tardes, Micaela.

La señora Mukhin se quedó detenida un minuto. Juan Martín Mittenaere era atractivo, educado, con una voz calmada y una presencia amigable. Era lo que llamaríamos una persona positiva a primera vista, pero no era tan simple. Si algo le había enseñado la vida a Micaela Mukhin, era que con un hombre joven había que mostrar decisión y lo primordial que era parecer espontánea para disfrutar esa energía varonil con sus ganas, su olor y sus modales de aprendiz. Juan Martín le gustaba tanto....

-Bérenice ¿crees que luzco bien? - preguntó la mujer sacando un espejo.
-Te ves bonita.
-¿No se me notan las arrugas?
-¿Cuáles?
-Hablo en serio.
-Las de la sonrisa.
-¿Mucho?
-Eres una mamá muy guapa.
-Eso dices porque eres mi hija.
-¿Quieres cambiar de look?
-Pensaba hacerme un facial... Es para verme bien con el comité.
-Eres más linda que todas las misses juntas.

Micaela se rió de aquello y miró a Bérenice con su cabello quebrado y sus ojos miel, su falta de ojeras y nulas marcas de edad. Por un momento, envidió su juventud y sus atractivos; incluso pensó que si pudiera volver a tener veinticinco años al menos, nadie notaría a Bérenice y los borrachos dirigirían sus inapropiados piropos hacia ella. De adolescente y veinteañera, Micaela Mukhin solía ser más hermosa que su hija.

-Me voy porque aun debo obligar a Courtney a cumplir sus compromisos... Bérenice, no olvides lo de Kleofina porque te mato.
-Está bien.
-Si viene Juan... Nada, te veo en casa.
-¡Adiós!
-Bérenice, deja de portarte como niña.
-Perdón.
-Au revoir.

Micaela caminó para calmarse y aprovechando que tenía que dar un cheque a una tienda en la calle Tcherkovskaya, se dirigió al barrio ruso para ver los aparadores con ropa de segunda mano. Sabía que su cabello liso y negro no tenía estilo y sus vestidos de franela gris no resaltaban su cintura ni mostraban sus rodillas. Suponía que si revelaba un poco más su pecho, ajustaba la tela y usaba tacones, Juan Martín voltearía al menos una vez y quizás un labial rojo llamaría su atención.

En ese improvisado camino, Micaela se dio cuenta de que había cometido la torpeza de no llevar dinero y por tanto, debía quedarse con las ganas de probarse una camisa verde que parecía ajustarle y pasar por alto la oferta de suéteres de cuello de tortuga mientras un grupo de chicas contaba cada centavo para llevarse cualquier cosa y no preguntarse qué hacía una mujer madura enfrente de una tienda con ropa para veinteañeras.

Quizás, ese pensamiento la invadió por la noche, cuando al llegar a casa, vio a Roland Mukhin con su nieto, batallando para alcanzar un bote con mermelada en la cocina.

-Toma.
-Gracias, Micaela.
-El niño no debe comer azúcar.
-No es para él.
-¿Qué vas a hacer?
-Untar unos panes para ti.
-Gracias.
-¿Todo bien?
-Nada, sólo pensaba en que antes no teníamos nada de esto.
-Éramos jóvenes.
-¿Qué nos pasó?
-Me preguntas esto desde que volviste.
-No me acostumbro.
-Somos abuelos.
-Además de eso.
-Bueno, mi silla de ruedas no es cómoda y extraño moverme más en la cama ¿me entiendes?
-Hoy me sentí muy estúpida con tantas muchachas comprando cosas lindas y yo... No sé.
-Micaela, aun eres guapa, no tienes canas, te ves hermosa con esos vestidos que te pones.
-Lo dices porque aun me amas.
-Dentro de poco, te sorprenderá saber lo tontos que son los jóvenes.
-¿Por qué?
-Si yo tuviera veinte, haría lo que fuera por una mujer como tú.
-No es cierto.
-Sólo mírate. Un poco más de escote y no sabría controlarme.
-¿Hablas en serio?
-Ningún hombre ignora un botón desabrochado ni una falda.
-¿Debería intentarlo?
-Ni siquiera un jovencito podría decirte que no.

Quizás Roland Mukhin creyó que recibiría un beso o su mujer tomaría asiento en su regazo para abrazarlo pero Micaela reaccionó sacando un vestido del closet y desempolvando una máquina de coser para empezar a trabajar en cortes y ajustes que pudieran hacerlo más moderno. Al mismo tiempo, le preocupaba no tener maquillaje y en su descanso, se introdujo en la habitación de su hija para sacar un labial y una sombra oscura. Durante la ducha matutina, la inquietud le llevó a ondular su cabello y probar con un flequillo mientras cortaba lo que podía para quitarse volumen y darse una apariencia de mayor energía. En el desayuno, su marido se quedó sin habla y su sonrisa indicaba que ella había hecho lo correcto.

-Iré al comité a recoger los cheques de pago a los proveedores y trataré de ser útil hoy que van a rodar un promocional con Courtney de una campaña de chequeos médicos o algo así - dijo ella por saludo - No comeré, adiós.

Sin voltear a ver a Roland ni preguntar si Bérenice había llevado a su bebé a la guardería, Micaela Mukhin salió del espejo y caminó por la calle Lancet rumbo al Comité de Miss Nouvelle Réunion al mismo tiempo que advertía que la gente la observaba con atención y los oficinistas giraban la cabeza para comentarle que era muy guapa. Más de una mujer comenzó a admirarle el atuendo con escote en v y una apertura en la pierna izquierda cuando ingresó a la oficina y su jefa, Mathilde Tellier, se sorprendió tanto que decidió que no podía dejarla cerca de ella porque la opacaría.

-Te sienta bien el cabello ondulado ¿quién te lo hizo?
-Yo sola - contestó Micaela, arrogante.
-Ese vestido te quita años.
-Lo sé.
-¿Dónde lo conseguiste?
-Por ahí.
-¿Querías sentirte guapa? ¿Qué dijo tu esposo?
-Nada.
-¿No te dijo que te ves preciosa?
-Se quedó mudo.

Micaela se reía de la envidia que provocaba y pronto, recibió su carpeta con los cheques de pagos atrasados.

-Debes terminar hoy.
-Considéralo hecho, Mathilde.
-Me llegó el contrato de Kleofina firmado; falta el de Madice Hubbell ¿podrías ir con ella?
-Adelante.
-Vive en la calle Piaf, en el edificio Montand.
-¿En dónde?
-Es el interior nueve. Dijo que te ve allí porque tiene que entrenar y no le da tiempo de venir.
-¿Te dio alguna hora?
-De preferencia en la tarde, como a las cinco.
-Hecho.
-Ah, Micaela, llamó el dueño del restaurante etíope ¿pasarías a entregarle una copia de su comprobante de pago? Con tantas cosas, olvidé ponerla con su factura.
-¿Juan Martín?
-Justo él. Vive en el interior siete de ese mismo lugar. Dijo que hoy estará ahí todo el día.

La señora Mukhin pasó saliva y pronto, sintió como si el mar se abriera ante sus ojos: Toda la noche había pensado en un pretexto para visitar al joven Mitteneare e inesperadamente, el descuido de Mathilde Tellier y una miss poco interesada le daban uno que, aunque débil, podía llevarla a conocer un territorio que lo mismo podía ser salvaje que dulce. Sin perder tiempo, revisó varios papeles para trazar una ruta, teniendo claro a quien vería al final.

Con mucha energía, Micaela Mukhin dedicó sus pies y su prisa a lidiar con molestos acreedores que no tardaban en expresarle quejas. A algunos no les había gustado el color de sus cintillos promocionales, otros habían querido recibir sus pagos días antes y los menos, expresaban su interés en volver a anunciarse en el concurso de belleza y pedían citas con Mathilde Tellier para concretar planes. En todos lados, la mujer hallaba cumplidos e invitaciones a comer sin excepciones y tomaba esas oportunidades para obtener contactos y recomendaciones que luego usaría para convencer a su jefa de darle un contrato permanente. Como estaba siendo un día excelente, la señora Mukhin no se sentía cansada y luego de un par de llamadas y una comida con vino en Poitiers, notó que Madice Hubbell le había enviado un mensaje para reunirse con ella un poco más temprano. Micaela no dudó en retocar su maquillaje y recortar camino por la larguísima calle Helmut sólo para toparse a Juan Martín saliendo de una tienda. Él llevaba una corbata negra y un pantalón de vestir que lo hacía verse más serio de lo que era, además de un reloj que se notaba que le gustaba mucho.

-Buenas tardes, señora.... Micaela - dijo él con una amable sonrisa.
-Buenas tardes.
-Se ve muy bien.
-Gracias, Juan Martín.
-De verdad, muy guapa.
-¿Te agrada?
-Ese vestido le sienta.
-Tengo talento para la costura.
-¿Lo hizo usted misma? Le quedó muy lindo.

Micaela Mukhin sonrió intentando no empezar a reírse sin parar.

-¿Dónde va, señora? Micaela, perdón.
-No te preocupes... Tengo una cita en el edificio Montand.
-¿En serio? Es una coincidencia, yo vivo en el número siete.
-¡Qué mundo tan pequeño!
-Supongo que va con Madice Hubbell.
-Sí ¿la conoces?
-Del concurso.
-Es cierto, perdón.
-Resultó ser mi vecina; su madre es la propietaria del restaurante en el primer piso.
-Puedes ver que hace la competencia.
-Es un buffet como casi todo lo que hay en la ciudad.
-Algún plato debe ser especial.
-Me han dicho que el pollo con melón es sabroso.
-Es una lástima que ya no tenga hambre.

Micaela hizo reír a Juan Martín y caminó a su lado mientras veía que él había adquirido comestibles y detergente.

-Me acabo de mudar acá - comentó el joven.
-No parece.
-Renté luego del sismo. Mi casero es un señor Liukin que vive en Italia.
-¿No queda lejos de tu negocio?
-Sólo tomo el metro hasta la estación Madiba.
-Está bien.
-Me gusta mucho este barrio. No tengo cosas tristes como en Carré.
-¿Tristes?
-No puedo pasar por ahí sin pensar en el complejo de Fontan y sólo vine a estar tranquilo.

Micaela no agregó palabra y observó al chico abriendo la puerta y cediéndole el paso.

-Muchas gracias.
-De nada, señora... ¡Micaela! Prometo acostumbrarme.
-De acuerdo.
-Que le vaya bien.
-Igualmente.
-Lo olvidaba... Dejé un mensaje en la mañana por un comprobante que el comité no me entregó. Mi contador dijo que hay que justificar la factura. Perdón por mencionarlo ahora.
-Veré si lo tengo y paso a verte ¿en qué número estás? ¿ocho..?
-En el siete. Es el segundo piso.
-De acuerdo, yo me encargo.
-Gracias.
-Gracias a ti, Juan Martín.

Aunque ambos debían ascender por una escalera, el joven Mittenaere eligió permanecer en la planta baja mientras veía a Micaela Mukhin alejarse. Ella se obligaba a no voltear mientras creía que hacía bien en fingir que no sabía nada de él. Cuando llegó al segundo piso, reconoció la entrada del departamento siete y se imaginó enseguida que sería un lugar agradable, quizás con un jarrón de flores blancas, algún cuadro raro en la estancia; con sábanas oscuras...

Al advertir que Juan Martín no tardaría en acercarse, la mujer corrió al piso de arriba y se precipitó en llamar a la puerta de la familia Hubbell, siendo recibida de inmediato por Madice, que no tenía mucho de haber llegado de un entrenamiento.

-¡Hola, señora Mukhin!
-Madice, me da gusto saber de ti. No te había visto luego del concurso.
-He estado ocupada.
-Vine con tu contrato ¿gustas leerlo?
-Claro, pase por favor ¿le ofrezco agua...?

Aquella pequeña conversación se oyó perfectamente en el nivel inferior.

Cuando Micaela Mukhin se distraía, la gente tendía a tardarse más de la cuenta. Eso le ocurría con Madice Hubbell, que leía cada cláusula y repasaba lo que no entendía mientras hacía preguntas sobre si se respetarían sus horarios de entrenamiento o trabajaría los fines de semana modelando maquillaje. Su padre estaba con ella revisando cada punto y cada acento y a momentos, observaba a la señora Mukhin, preguntándose de dónde había salido una mujer tan hermosa.

-¿Cuántas veces tengo que firmar? - quiso saber Madice.
-Abajo de cada documento, por favor.
-Son cuatro, de acuerdo. Señora Mukhin ¿es cierto que no se quedará en el comité?
-Aun estoy en pláticas.
-Los patrocinadores sólo confían en usted y nosotras también.
-¿Quién dice?
-Kleofina y yo no renunciamos porque vimos como gestionó el evento, señora. Esa tal Mathilde no tiene idea.
-Es una buena jefa.
-El chico del restaurante etíope tuvo problemas con Hacienda hoy por un comprobante. Estoy segura de que no querrá saber nada del concurso cuando salga del problema.
-Contaba con él para las fiestas de fin de año.
-Puede hablarle, vive aquí abajo.
-¿Qué? - Micaela optaba por hacerse tonta.
-Si quiere, la ayudo.
-No será necesario pero muchas gracias por decirme.
-Se instaló en el departamento siete.
-Aprovecharé para aclarar esto. Nos vemos luego, Madice.
-Por favor ¡no se vaya del concurso!
-No depende de mí pero intentaré convencer a Mathilde. Adiós.
-¿Podría hacer algo por mí?
-Por supuesto.
-¿Me saludaría a Juan Martín? Es que no sé cómo hablarle todavía, se ve tan calmado...
-Déjalo en mis manos.
-¡Gracias!
-Me voy.

Micaela Mukhin atravesó la puerta de los Hubbell con la seguridad de que Madice no era rival para ella. Era joven, rubia y simpática pero Juan Martín Mittenaere era más serio, cortés y enfocado, además de que, durante Miss Nouvelle Réunion, nunca le prestó atención a aquella chica ni la había volteado a ver. Por el contrario, aquel joven había pasado gran parte de ese tiempo auxiliando a la señora Mukhin en cuantas dificultades se presentaban y la había felicitado por conseguir que ese caos fuera un éxito.

Convencida de que su presencia aliviaría cualquier desazón que existiera entre el comité y Juan Martín, Micaela Mukhin descendió las escaleras y se detuvo un momento frente al número siete del edificio Montand para dominar sus nervios. Quiso presionar el timbre pero el joven Mittenaere abrió inesperadamente.

-Disculpe ¿la asusté?
-Iba a llamar.
-Tengo que entregarle esta linterna al administrador.
-Puedo esperarte.
-Oh no, señora... ¡Micaela!
-En serio.
-La devolveré más tarde. Pase, por favor.
-Gracias.
-¿Le sirvo un café? Acabo de hacerlo.
-Hace un poco de frío.
-¿Con crema?
-Lo prefiero solo.
-Yo lo acompaño con un alfajor.
-No los conozco, Juan Martín.
-Son dos galletas unidas con dulce de leche.
-¿Te gusta el azúcar?
-Trato de evitarla pero de repente extraño Argentina.
-¿Argentina?
-Soy de Tandil.
-Soy de un exótico lugar, de Tell no Tales.

Juan Martín volvió a carcajear un poco ante el humor de Micaela y ella lo contempló vertiendo el café en un par de tazas oscuras. En el piso aun había cajas con trastes y decoraciones, señal de que él aun no se instalaba por completo pero el cuadro exótico estaba en la sala y las puertas de las habitaciones estaban abiertas. Para sorpresa de la señora Mukhin, ese apartamento era muy grande para una sola persona.

-Perdón si no tengo tan arreglado como debiera. Aun hay cosas que no sé donde poner - se excusó el chico.
-No te preocupes, yo dejé desastre en mi casa luego de coser.
-No es lo mismo.... Tengo balcón y terraza y ni siquiera sé si meteré a amigos a hacer asado.
-¿Por qué decidiste venir aquí?
-Este lugar es muy familiar y mi casero creyó que era una pena dejarlo solo.
-¿El señor Liukin que vive en Italia?
-Hay cocina ¿sabe lo extraño que es hallar una estufa en una casa de Tell no Tales?
-¿Eso te convenció?
-En parte. Si mi familia viene un día, tal vez los traiga.

Juan Martín dio un sorbo a su café mientras miraba a Micaela Mukhin y ella se quedó sin habla, haciendo el esfuerzo por no soltar su taza.

-Señora... ¡Micaela! ¿Por qué no me sale?
-Está bien.
-Iba a preguntarle por el recibo.
-Oh, es verdad.
-Perdóneme por la insistencia.
-Entiendo, fue culpa nuestra en el Comité. En un momento te lo entrego, sé que lo necesitas.
-Siento que la estoy apurando.
-Pero vine por ese papel.
-Tiene muchos documentos en su carpeta.
-Son los contratos de algunas misses... Aquí está.
-¡Se lo agradezco tanto!
-Me alegra que este asunto se haya arreglado.
-De verdad, le ofrezco disculpas por ser un poco impaciente.
-No tienes por qué, Juan Martín.
-Prometo portarme mejor la próxima vez.
-¿Próxima?
-¿Seguirá en el comité? Me agrada trabajar con usted.

Micaela sentía que su rostro se hacía rosa.

-¿Otro café?
-Ah, Juan Martin yo...
-¿Tiene que irse?
-No quise decir eso.
-La entretuve mucho.
-No es así. Acepto otra taza.
-Nunca la había visto feliz.
-¿No?
-La hace ver linda.

Juan Martín se incorporó para servir otra taza y Micaela no pudo contenerse. Él iba a comentar alguna cosa cuando escuchó unos tacones y poco después sintió el par de brazos de aquella mujer delgada y pequeña posarse en su pecho mientras el resto de la silueta se le adhería en la espalda. Pronto percibió como aquella mujer aspiraba su loción y contemplaba su nuca, ansiosa. Era claro que ella se había precipitado pero él respiró hondo.

-Señora Mukhin, lamento darle la impresión equivocada - y acto seguido, él giró para que lo soltara.

-¿Equivocada?
-Señora, lo siento.
-Yo pensé que.... Ay, estoy avergonzada.
-La culpa es mía, señora... No pasá nada.

Micaela Mukhin tomó asiento nuevamente mientras una infinidad de cosas se presentaban en su mente.

-¿Está bien? Señora, me disculpo...
-Perdóname por entender mal. Me marcho de una vez.
-¿Quiere que alguien venga por usted?
-¡Déjame sola!
-Si necesita un pañuelo...
-¡No me toques!
-Señora, no quise apenarla.

Micaela Mukhin caminó hacia la puerta y se fue tan veloz como pudo, topándose en la esquina con el grupo de jovencitas del día anterior, todas con ropa nueva, con hombres en la cabeza, con la seguridad de que nada les había salido mal en la vida. Ellas acaparaban las miradas ahora, se reflejaban en los aparadores y todo les iba perfecto; no estaban cansadas ni hartas luego de trabajar o quedar bien y mucho menos habían tomado una arriesgada iniciativa que las dejara en ridículo.

Juan Martín Mittenaere en cambio, desanudó su corbata y se asomó por la terraza, sintiendo frío y un poco de pena por la señora Mukhin. Había sido un momento muy incómodo para los dos y él no quería herirla. Se sentía halagado a pesar de todo pero prefería colocar distancia y acabó con su café sin querer preguntarse por qué no se había dado cuenta antes. Al menos, quedaba la cantina Weymouth para tomar un trago, aunque no entrara al mediodía para evitar otra escena.

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