miércoles, 24 de diciembre de 2025

El día que Maragaglio conoció a Susanna o El cuento de Navidad (Los momentos felices)

Venecia, Italia. Martes, 8 de noviembre de 1977

La llovizna había dejado charcos brillantes en las calles de Dorsoduro, y el aire traía un olor a sal mezclado con el dulzor de las castañas asadas cuando Maurizio Leoncavallo, "Maragaglio", caminaba con las manos hundidas en su chaqueta de cuero, los lentes empañados y el corazón todavía latiéndole fuerte por la estupidez del día anterior. Tenía dieciocho años y había intentado impresionar a Anna Berton robando un gelato de "Il dolce d’oro", corriendo como si fuera un héroe de película barata. Anna lo había alcanzado, lo llamó "cretino" y lo dejó ir, pero la vergüenza lo había traído de vuelta. No sabía bien por qué regresaba, pero ahí estaba, empujando la puerta del local con un tintineo suave de la campana.

Adentro, el calor lo recibió como un abrazo y el aroma a vainilla y chocolate flotaba en el aire. El lugar estaba tranquilo: un par de ancianos jugaban cartas en una esquina y detrás del mostrador, una chica joven removía crema en un cuenco con una cucharita de madera. Susanna Berton, un año menor que él, tenía el cabello recogido en una trenza floja, mechones sueltos cayéndole sobre las mejillas y un delantal blanco que le colgaba como una sábana sobre su figura delgada. Sus ojos verdes brillaban con una dulzura tímida, y cuando levantó la vista hacia él, una sonrisa pequeña pero cálida se dibujó en su rostro.

-Buongiorno ¿En qué puedo ayudarte?

Maurizio se detuvo en seco, ajustándose los lentes para verla mejor. No era Anna, con su energía cortante y su lengua afilada. Esta chica era diferente: más suave, más accesible. No sabía quién era él, ni parecía esperarlo. Eso lo descolocó, pero también lo alivió.

-Eh… Ciao. Quiero un café y algo dulce, si tienes.

Ella asintió, limpiándose las manos en el delantal con un gesto rápido y encantador.

-¡Claro! El café está recién hecho y tenemos gelato de vainilla casi listo. O hay pastel de chocolate si prefieres ¿Qué te gustaría? 

Sus ojos se iluminaron mientras hablaba, como si recomendar postres fuera lo más emocionante del día y Maurizio la miró, sorprendido por su entusiasmo. Había esperado un regaño, o al menos una mirada desconfiada, pero Susanna no parecía tener idea de quién era. Anna debía haberle mencionado "un zoquete molestando", pero no lo había relacionado con él. Eso le dio una oportunidad que no esperaba.

-El pastel suena bien.
-¡Perfecto! Siéntate donde quieras, te lo traigo en un momento - respondió ella, girándose hacia la máquina de café con un saltito, como si estuviera feliz de tener compañía.

Él eligió una mesa cerca del mostrador, quitándose la chaqueta mojada y observándola mientras trabajaba. Susanna tarareaba una melodía suave, moviendo los hombros al ritmo y cada tanto miraba hacia él con una curiosidad infantil. Cuando trajo el café y un plato con un trozo de pastel cubierto, lo dejó frente a él con cuidado, como si fuera un regalo.

-Aquí tienes. Este pastel es mi favorito. Espero que te guste - dijo ella, sonriendo.

Maurizio tomó la taza y el calor le reconfortó las manos frías. Ella se quedó cerca, apoyándose en el respaldo de una silla, mirándolo con esa ternura que lo hacía sentir un poco menos perdido.

-Está bueno, mejor de lo que esperaba.
-¡Me alegra tanto! Mi papá dice que exagero con el chocolate, pero yo creo que nunca es demasiado. ¿Tú qué piensas?

Él rió, una risa corta pero sincera, sorprendido por lo fácil que era hablar con ella.

-No sé mucho de pasteles, pero este está perfecto. 

Susanna se sonrojó, bajando la vista un instante antes de volver a mirarlo.

-Gracias. Me gusta hacer cosas ricas para la gente. Mi hermana Anna dice que soy demasiado azucarada, pero me gusta ver sonreír a cada persona que pasa por aquí.
Maurizio sintió un nudo en el estómago. Esa dulzura, esa forma de hablar como si el mundo fuera un lugar simple, lo impresionó más de lo que quería admitir. Era tan distinta a las chicas de Milán, con sus juegos y sus burlas; tan distinta a Anna, que lo había puesto en su lugar sin dudar. 

-¿Siempre eres así de amable con los desconocidos? - preguntó, inclinándose un poco hacia ella, intrigado. Susanna rió con un sonido suave y se encogió de hombros.

-Supongo. No me gusta pelear. Anna dice que ayer vino un zoquete a molestar, pero no lo vi. Si hubieras sido tú, te habría dado un gelato gratis para que no te fueras enojado.

Él tragó saliva, agradeciendo que no lo reconociera como el "zoquete", pero ella no lo sabía, y eso lo hacía sentir extrañamente aliviado.

-Eres diferente - dijo sin pensar, y cuando ella ladeó la cabeza, confundida, añadió rápido:

-Digo, diferente a la gente que conozco. En Milán no hay tiempo de conversar.                               -
-¿Eres de Milán? ¡Qué lindo! Nunca he ido, pero Anna dice que es enorme. ¿Qué haces ahí? - preguntó la chica, sentándose frente a él sin pedir permiso, con las manos cruzadas en la mesa.

Maurizio dudó. No quería hablar de su abuelo, de las noches huyendo de casa o de sus amigas especiales. En cambio, se ajustó los lentes y dijo lo primero que se le ocurrió.

-Estudio y viajo un poco. Vine a Venecia a ver algo nuevo.
-¡Eso es tan valiente! Yo no me atrevería a irme tan lejos sola ¿Te gusta aquí?
-Más de lo que esperaba.

La campana sonó y el señor Berton bajó las escaleras, su bigote frunciéndose al ver a Maurizio. Susanna se levantó de un salto, como un gatito asustado, pero su sonrisa no se borró.

-Un cliente, papá, ya lo atendí - dijo yendo al mostrador.

El señor Berton gruñó, lanzó una mirada desconfiada a Maurizio y subió de nuevo, murmurando algo. Susanna volvió a la mesa, sus mejillas rosadas.

-No le hagas caso. Es gruñón, pero no muerde... Bueno, casi nunca - comentó la joven.

Maurizio rió, y ella rió con él, un sonido que llenó el local como luz en un día gris. Hablaron un rato más de gelatos, de Venecia, de nada importante y cuando la lluvia paró y él se levantó para irse, ella lo acompañó a la puerta.

-Vuelve cuando quieras - invitó Susanna - Me gustó charlar contigo.
-Lo haré - respondió él, poniéndose la chaqueta - Traeré más liras, como pediste.

Ella asintió y él salió al aire fresco. No lo sabían aún, pero ese martes en "Il dolce d’oro", sería el comienzo del resto de sus vidas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario